Cien años de invertebración

Se cumple este año el centenario de la publicación de España invertebrada. El libro lo había armado Ortega a partir de dos series de artículos de prensa, con lo que inauguraba un método que iba a ser característico de su escritura: vertebrar en -o con- la estructura de un libro artículos o series de ellos antes publicados de manera autónoma e independiente.

El concepto de invertebración no era nuevo para él, pues ya en 1914, en la presentación de la Liga de Educación Política Española, se había apelado a la necesidad de vertebrar la nación. Es obvio que detrás asomaba el implícito de una nación invertebrada, que era como querer decir tal vez inacabada, o en construcción aún, o que había que apuntalar y reformar ante la ruina sobrevenida tras un largo proceso de decadencia.

Pocos años después, en 1922, lo que era implícito en 1914 se hacía explícito en un libro cuyo argumento principal era la invertebración de España. Lo cual -siendo un libro de estructura vertebrada- era como decir que se podía, que en lo invertebrado se podía intervenir para lograr una adecuada vertebración de sus partes, que se podía construir, incluso inventar, esa columna vertebral que se echaba en falta.

Cien años de invertebraciónEl libro no tuvo suerte, al menos no al principio, pues al poco, aquella España en crisis para la que quería ser una propuesta, embocó la vía de la dictadura con Primo de Rivera, quedando de consecuencia fuera de juego. De la misma manera que, siendo la circunstancia política más favorable, enseguida quedó también fuera del juego político durante la República a causa de la deriva creciente de los radicalismos de uno y otro signo. Por no decir del franquismo, pues su idea de fondo, aquella España-una, era de imposible casamiento con cualesquiera propuestas de vertebración. Es claro que no era ni una ni era grande ni libre, y que sólo la llegada de la democracia, o la transición hacia ella, iba a constituir -a destiempo- la primera ocasión para medir la eficacia política del texto orteguiano.

Que una buena parte de los padres de la Constitución de 1978 declararan haber tenido entonces el libro de Ortega entre sus lecturas de cabecera, es índice de una eficacia textual difícil de medir, pero habla claro de una acción y de un peso indudables ejercidos por el texto. Lo cual no significa que la Constitución sea un reflejo del libro, sino que algunas partes de ella están pensadas desde el concierto de su horizonte.

El libro tiene por centro la metáfora de la invertebración, su potencia y sugestión, pero no se abandona a su vuelo imaginífico, sino que queda circundada de un oportuno aparato conceptual en aras de la precisión y del rigor del análisis. Nótese que éstos no son obra de los conceptos, sino de la tensión -característica de la filosofía orteguiana- entre la metáfora y los conceptos. Tales son los de incorporación, desintegración, particularismo, compartimentos estancos, acción directa e indirecta, ser y deber ser, masa, ejemplaridad, etc.

Ortega, lector juvenil de Renan, penetra de su mano en la interpretación de los conceptos de nación y nacionalidad. Frente a la línea de los pensadores alemanes que culminaba en Mommsen dirá que «Es falso suponer que la unidad nacional se funda en la unidad de sangre»; y con Renan y la línea de pensadores franceses e italianos afirmará que la fuerza de cohesión de una nación se basa en la activa participación de todas y cada una de sus partes en «un proyecto sugestivo de vida en común». El concepto de nación de esta primera parte del libro es claro, pero no aparece clara aún la modalidad en que debería advenir la activa participación de las partes en el proyecto de vida en común, es decir, falta aún por esclarecer el agente vertebrador de la nación.

Eso es cosa de la segunda parte, en la que Ortega atribuye la función de vertebración de la sociedad a la histórica misión directora de las minorías sobre las masas, a la capacidad de las primeras de elevarse a la consideración de modelos para las segundas, de suscitar ejemplo y convertirse en norma y guía de conducta, único modo -a su entender- de resolver el problema apremiante de la «rebelión sentimental de las masas». Más allá de la solución orteguiana, la idea de fondo es el paso de una «España invertebrada» a una «España como proyecto». Es decir: una nación fundada desde el futuro y no desde el pasado; desde el futuro por hacer juntos y no desde el pasado ya hecho por los ancestros. Se trataba, pues, de ser -de poder ser- desde la apertura decisional de lo que se quiere ser en adelante, y no desde el cierre indeciso de lo que atrás se ha sido. De ser desde la levedad y ligereza del proyecto por hacer, no desde el peso y gravedad de lo ya hecho: ser desde la fragilidad dispuesta al choque con las circunstancias, desde la conciencia de que el proyecto es tal porque es dinámico y cambia al paso de los tiempos, pero siempre -siempre- va con la mirada clavada en el horizonte.

La idea del proyecto sugestivo de vida en común no es algo que trasnocha de romanticismo, al contrario: lo romántico del caso es apelarse al simbolismo de la tierra y de la sangre. Tras el proyecto sugestivo alienta en pragmatismo de una ilusión disciplinada y fundada, porque a la postre, pensaba Ortega, lo que une, lo que da unidad -y vale para las personas como para las naciones- es precisamente eso que se quiere ser en la vida, eso que se quiere hacer con la vida o en la vida. No, pues, la herencia recibida, aunque la herencia siempre pese (recuerden con cuánta ironía iba a hablar del «señorito satisfecho»), no la tierra o la sangre, no la lengua o la historia, sino lo que con todo eso que se recibe se quiere hacer en el futuro. Lo cual era como decir que el único derecho que de veras sale de la historia, de la tierra y de la sangre, es el de abrir y crear futuro. Porque la patria, para Ortega como para Nietzsche, de quien también fue buen lector de joven, es la tierra por la que caminan los hijos y no la que cubre la sepultura de los antepasados muertos.

Lo cual vale también para hoy, aunque tal vez no todo, y ello más allá del vocabulario un poco añejo y políticamente incorrecto para la sensibilidad dominante de nuestros días. Y vale porque el libro sigue señalando hacia un déficit, poniendo el dedo en la llaga de nuestras carencias, que no son constitutivas o sustanciales, sino de horizonte y de mirada, a la vez amplios y comprensivos, capaces de vertebrar -hoy le dicen encaje- nuestras diferencias, eso que Machado hubiera podido llamar la sustancial heterogeneidad de nuestro ser constitutivo.

No tener un proyecto es lo que hoy más nos condena. Podría ser de muchos modos: nación de naciones o de nacionalidades o de autonomías, federadas o confederadas o con un encaje aún por inventar o descubrir. Pero el caso es que no es. Domina en unos el placer de la mera destrucción sin ofrecer alternativas que puedan de veras serlo para todos, y en otros la ausencia de proyecto y la mísera administración de la vida política, que es en lo que se han convertido los gobiernos de uno y otro signo en lo que va del nuevo siglo. Insistir, como en general se hace desde la política de nuestros días, en lo que nos diferencia y separa, con el único fin de arañar votos en el presente con los que no se sabe qué hacer en el futuro, es simplemente indecente. Y es, sobre todo, una impostura de nuestra clase dirigente en esta democracia sentimental en que vivimos. No estaría de más entender de una buena vez que la invertebración en la que estamos ahora, distinta de la de los tiempos de Ortega, sin duda, pero en fondo la misma a la hora de potenciar los desafectos nacionales, en buena parte se debe a un sistema de partidos o de representación política que en modo alguno responde ya a las exigencias y necesidades de nuestro tiempo. Por ahí se nos acaba colando un pasado que no quiere pasar y dejar paso al futuro.

Leer a Ortega no es un consuelo, pero puede ser ocasión propicia del rearme moral que en vario modo hoy se pide y necesita. No para indicar ningún camino nuevo, sino para iluminar los pasos del camino en el que estamos.

Francisco Martín Cabrero es profesor de literatura en el departamento de Filosofía de la Universidad de Turín.

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