Cien años de Proust

Cien años de Proust

Si han visto Los Soprano, recordarán la escena. Preocupado por sus desmayos, el capo acude a una psiquiatra. Tras ayudarle a evocar un episodio de su infancia, la doctora Melfi traza un paralelismo entre el paciente y el novelista: «Marcel Proust escribió un clásico de siete volúmenes, En busca del tiempo perdido. Probó una magdalena y ese bocado desató una marea de recuerdos de su niñez y de toda su vida». Algo parecido le ocurre a Tony Soprano con la carne, si bien su recuerdo —que combina el descubrimiento de la sexualidad de sus padres y la violencia que la nutre— es mucho más crudo. En cierto sentido, Los Soprano están más cerca de Viaje al final de la noche de Céline, el autor contemporáneo de Proust que también produjo gran literatura, pero sirviéndose de las facetas más oscuras de la naturaleza humana. En cualquier caso, el hecho de que En busca del tiempo perdido (la Recherche, para abreviar) aparezca en un icono de la cultura popular da cuenta de su pervivencia.

Descubrí al novelista cuando aún se emitía la serie y yo acababa de cumplir los veinte. Mientras devoraba el segundo volumen (A la sombra de las muchachas en flor) convencí a mi madre de que comenzara el primero (Por el camino de Swann). Y así seguimos aquel verano de 2006, leyendo a Proust al mismo tiempo, pero a un volumen de distancia. Hablábamos de sus personajes como si fueran de la familia. A diferencia de otros escritores, que solo perfilan bien a sus protagonistas, Proust creó dos docenas de personalidades inolvidables: el propio Marcel, la madre, la abuela, el sufriente Swann, Odette de Crécy, la duquesa de Guermantes, la criada Francisca, el diplomático Norpois, el barón de Charlus, su amante Jupien, la chabacana Madame Verdurin, el pintor Elstir, la huidiza Albertina… Y qué gusto daban los volúmenes de Alianza con el puntillismo de Seurat en las portadas. Disfrutaba de la traducción de Pedro Salinas y Consuelo Berges, pero luego buscaba mis pasajes favoritos en el original.

No eran pocos. Recuerdo, por ejemplo, que me encantó la descripción de la lluvia: «Un golpecito en el cristal, como si hubieran tirado algo; luego, un caer ligero y amplio, como de granos de arena lanzados desde una ventana de arriba, y por fin, ese caer que se extiende; toma reglas, adopta un ritmo y se hace fluido, sonoro, musical, incontable, universal: llueve». Proust compuso una partitura que uno puede disfrutar por cualquier página, aun abierta al azar. La magdalena es a la Recherche lo que los molinos al Quijote: lo más recordado por aparecer al principio, pero quizás no lo más memorable. Proust es un escritor sapiencial, y su obra una enciclopedia en la que todo cabe. De hecho, está llena de reflexiones maravillosas sobre la música, el arte, las catedrales, la literatura, la naturaleza, el amor, los celos… Hay un libro (Paintings in Proust) que reproduce todos los cuadros citados. Tiene 352 páginas.

No abundan las novelas extensas entre las prosas jóvenes, y cuesta imaginar quién podría hoy escribir 3500 páginas sin paja ni cabos sueltos (pero confieso que aún no he leído a Knausgård, el llamado «Proust noruego»). De hecho, la Recherche en sí, como novela, son seis volúmenes. El primero comienza con una linterna mágica proyectando escenas de caballería. El séptimo es más bien un ensayo sobre el tiempo y la recuperación de la memoria; una reflexión sobre su propia obra, que Proust comparó una vez con una catedral donde quería ser enterrado. En este último volumen (El tiempo recobrado), el autor asegura que el estilo para el escritor, no menos que el color para el artista, no es cuestión de técnica, sino de visión. El lenguaje no pone nombres a cosas preexistentes: articula nuestra experiencia del mundo. Wittgenstein armaba su teoría análoga por esas fechas.

Si entendemos a Proust no solo como una manera de escribir, sino también como una manera de ver, entonces su estilo podría compararse con las figuras que se reflejan en las paredes de una cámara oscura. Cuando autores como Anthony Powell y Dorothy Richardson (por citar a dos admiradores) salieron de la cámara oscura de la Recherche, es posible que su entorno les pareciera transfigurado. Habiendo leído tanto a Proust, pudieron ver el mundo de otra forma. En efecto, ambos lograron mirar como su mentor literario, escudriñando la realidad en busca de teselas artísticas con las que erigir sus propias catedrales.

Pero no todo fueron parabienes, y son sabidas las dificultades de Proust para encontrar editor. En este sentido, el novelista también escribió que, al no contar nuestros contemporáneos con el necesario distanciamiento, las obras escritas para la posteridad deberían ser leídas solo por la posteridad, igual que ciertas imágenes no pueden apreciarse debidamente si se las mira demasiado de cerca. Esta ponderación puede compararse con la distancia requerida para apreciar la pintura de borrones veneciana (Venecia es una ciudad importante en el sexto volumen, La fugitiva) y con las figuras de la mencionada linterna mágica.

No quiero mitificar, pero ya en esa primera lectura, la Recherche me pareció un prodigio de esos que solo aparecen cada dos o tres siglos. Y en una literatura tan rica como la francesa, donde cuesta encontrar una figura dominante como Shakespeare, Dante, Goethe o Cervantes que se imponga sobre sus compatriotas (¿Rabelais? ¿Montaigne? ¿Baudelaire? ¿Flaubert?), Proust aparece hoy como el crisol de un legado centenario.

Luis Castellví Laukamp se doctoró en la Universidad de Cambridge y trabaja como profesor de estudios hispánicos en la Universidad de Mánchester. Ha traducido a Percy Bysshe Shelley (El triunfo de la vida, 2022) y a Clive James (Fin de fiesta: últimos poemas, 2021) para Pre-Textos. También es autor de una monografía sobre poesía barroca titulada Hispanic Baroque Ekphrasis: Góngora, Camargo, Sor Juana (2020), recientemente traducida al español por el Instituto Caro y Cuervo de Colombia. Colabora habitualmente en prensa.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *