Cien años ya

Amaneció Madrid el 25 de julio de 2021 con cierta sensación de preocupación, como amaneció hace ahora 100 años. Si hoy pudo haber perturbado el descanso de los madrileños la quinta ola de la pandemia del coronavirus, hace ahora 100 años trastornó su sueño las noticias que llegaban de Marruecos donde, al parecer, el Ejército español estaba sufriendo una gran derrota, que causó la muerte de muchos de los soldados de reemplazo que allí cumplían su servicio militar. La información no era tan inmediata como lo es hoy y, por si fuera poco, la censura se empeñaba en que se supiera cuanto menos mejor, con la inconsciencia propia del censor que siempre obra pensando detener una noticia y siempre fracasa en su intento.

Quizá al lector le parecerá inadecuado comparar el desastre de Annual, acaecido ahora hace 100 años, con una epidemia sobre la que se va ejerciendo un aceptable control y que no volverá a lograr la tasa de muerte que alcanzó en su cénit. Pero no es esa la idea la que pretendo hacerles llegar, sino otra bien distinta; pretendo ponerles ante la situación de que lo que nos ocurrió hace ahora 100 años y que, para muchos, constituye el origen de la atormentada parte de nuestra historia que acabó en Guerra Civil, yace hoy en el olvido. Otra causa de inquietud se pone en su lugar y así será mientras se mueva el reloj de la historia.

Cien años yaAmparado por mi condición de militar y con la pretensión de que el recuerdo de aquellos acontecimientos, cuajados de sacrificios y heroísmo, constituyan un humilde homenaje a quienes los vivieron, traigo hasta hoy esta página de nuestra historia. Allí murieron más de 10.000 españoles, algunos de manera muy cruel, y ese sacrificio conviene recordarlo, aunque solo sea una vez cada 100 años.

Lo cuenta con extraordinaria claridad el expediente encargado al general de división Juan Picasso, remitido al Gobierno y a las Cortes, y de cuya lectura podemos deducir que fueron grandes los errores, de orden político y militar, cometidos en los años que precedieron al Desastre. Los diferentes gobiernos no dotaron al Ejército de los medios que necesitaba para cumplir con su misión; dejó creer, con cierta irresponsabilidad política, que las acciones de combate debían dejarse a los soldados africanos y que los peninsulares representaban una suerte de reserva a utilizar en casos extremos, aliviando a las unidades de su espíritu de combate. También permitió, suprema desigualdad democrática, que fueran a servir a África aquellos reclutas cuyas familias no tenían las 2.000 pesetas que les libraba de su destino allí.

El mando militar no resulta inocente por lo que respecta al adiestramiento de los soldados y al planeamiento, conducción y dirección de las operaciones. Ni el comandante general de Melilla, que elige el suicidio en vez de dirigir a sus soldados en la retirada –acción muy teatral, pero menos honrosa, sin duda, que la de morir en combate–, ni la cadena de mando dieron muestras de liderazgo o no pudieron practicarlo por la tremenda mezcla que, de forma continua, se hacía de las pequeñas unidades, hasta el extremo de que muchos soldados no eran capaces de reconocer a sus propios oficiales. «La cadena de mando –dice Picasso– se nubló de tal forma que, a ello, más que al esfuerzo del enemigo, se debió todo lo ocurrido». Imaginen hasta qué punto es difícil para un general, aunque ya en la reserva, reconocer esta actitud.

Pero en esta situación tan compleja y tan alejada, en muchos casos, de la ortodoxia militar, florecieron sublimes actos de heroísmo, tanto por individuos de tropa, suboficiales y oficiales, como por unidades completas, que llevados por el estricto espíritu que emana de la Reales Ordenanzas, «sirvieron con lealtad y murieron con honor». Y no pretendo mostrarles la larga lista de los que así lo hicieron, sino recordar, por todos, al comandante Julio Benítez, defensor de Igueriben, o al teniente Diego Flomesta, prisionero en Abarrán y muerto tras terrible agonía, o a los suboficiales y soldados que cada día salían de aguada para sus compañeros heridos y que, en un noventa por ciento, se quedaban por el camino para que otros, con el mismo fin y aceptando el mismo sacrificio, repitieran la aguada al día siguiente.

También al Regimiento de Caballería Alcántara, cuyos escuadrones lucharon para proteger la vida de sus compañeros de las demás armas y cuerpos. Sin descanso durante varios días, y casi sin tiempo para cuidar de sus caballos –algunos murieron de sed–, cargaron una y otra vez contra los rifeños, primero al galope y después al paso, cuando el agotamiento ya solo permitía ese aire a sus monturas. Combatieron con extraordinario valor y todo el Regimiento murió, desde su teniente coronel a los 13 educandos de banda del regimiento. Como en Rocroi, a la pregunta de cuántos erais, se podría haber respondido: «Contad los muertos».

Es nuestra historia, y está escrita por hombres que supieron del sacrificio personal, de la sed, de la fatiga, de la certeza de estar mal dotados y, en muchos casos, mal mandados. Los mismos que dieron cuanto tenían, que era su propia vida, perdida en muchos casos con extraordinaria crueldad. Mi padre, soldado raso durante nuestra Guerra Civil, me dijo con la fuerza que le daba haber combatido en varios frentes, que las victorias no se celebran ni se olvidan las derrotas. Hoy no tenemos victoria que celebrar, pero tenemos una derrota que no podemos olvidar para aprender de ella que hemos de dotar a nuestro Ejército de lo necesario para cumplir con su misión, que debemos mantener intacto el liderazgo del que hoy hacen gala sus cuadros de mando, así como el espíritu de sacrificio arraigado en todas sus tropas.

Al amanecer del 25 de julio, día de Santiago Apóstol, patrón de España y de su Caballería, escuché a lo lejos el toque de diana, de la última diana del Regimiento Alcántara y recuerdo, con ella, a todos cuantos han dado su vida por España.

Félix Sanz Roldán es general del Ejército español, ex director del Centro Nacional de Inteligencia y ha sido jefe del Estado Mayor de la Defensa.

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