Cien días con sus cien noches

Parece que fue hace mucho tiempo, pero apenas son poco mas de 100 días. No es demasiado tiempo para olvidar que la causa inmediata de este Gobierno fue la necesidad de Pedro Sánchez y Pablo Iglesias de cubrir sus respectivos fracasos en las elecciones generales de noviembre de 2019. Ante el imperativo de sobrevivir a la exigencia de rendición de cuentas, a Sánchez se le pasó el insomnio que le provocaba la sola idea de tener a Unidas Podemos en el Ejecutivo e Iglesias archivó sus alusiones a la «cal viva» con la que combatía a los socialistas recordando los años de la guerra sucia.

Firmas solemnes, abrazos, compromisos progresistas camuflaron el pastiche. Pedro Sánchez, siempre pegado a un mantra, no dejaba de repetir lo del «desbloqueo» para justificar el pacto y, sobre todo, para decir a los descontentos que la culpa la tenía –sí han acertado– ¡el Partido Popular! por no tener con él la misma generosidad que tuvieron los socialistas cuando en octubre de 2016 se abstuvieron para que Mariano Rajoy fuera investido. El hecho de que Sánchez emprendiera su guerra interna contra los compañeros del PSOE que hicieron aquello, precisamente porque hicieron aquello, parecía un detalle menor cuando de lo que se trataba es de que el PP fuera el culpable tanto si estaba en el Gobierno de la Nación como si pasaba a la oposición.

Cien días con sus cien nochesEl líder de Podemos, Pablo Iglesias, por su parte, inauguraba el populismo tartufista, sustituía los gritos por los susurros, adoptaba un tono de programa radiofónico de madrugada de los de antes y ponía cara de no haber roto un plato. Su transformación en Mr. Hyde la dejaba para atacar al Rey y acusar de prevaricación a los tribunales, amparado en la teoría del desdoblamiento de personalidad formulada por la vicepresidenta menguante Carmen Calvo.

A la coalición no le faltó detalle. Pedro Sánchez facilitó a la dirección de su socio un reagrupamiento familiar de calidad, optó por la locuacidad desordenada en el Ministerio de Trabajo –que con su exaltación de los ERTE se ha convertido en un homenaje permanente a la reforma laboral del Partido Popular– y creó dos ministerios, Consumo y Universidades, para que sus titulares pudieran disponer de muchísimo tiempo libre, uno para que así siguiera indagando en por qué es comunista y el otro para desarrollar aquello que acababa de escribir sobre Unidas Podemos como la «vía pacífica para la transformación revolucionaria del Estado», siendo de agradecer la precisión de «pacífica».

Un Gobierno nacido de manera un tanto atropellada pronto llegó a la convicción de que, sin embargo, aquello se podía sostener. España llevaba creciendo económicamente seis años, Bruselas acusaba fatiga supervisora y mala conciencia por su actuación en la crisis griega y se había puesto tolerante con el déficit; hasta se creía los compromisos del Ejecutivo avalados por esos ministros y ministras de efecto placebo para los mercados, con resultados bien conocidos, pero que nunca faltan en los equipos socialistas. En nuestro caso, de una previsión oficial del 2% de déficit público, terminamos el año 2019 con un déficit de más del 2,8%, información cortesía de Eurostat.

El diálogo volvía a ser el gran enunciado performativo, pero diálogo –negociación en toda regla– sólo con los secesionistas catalanes cuyos principales dirigentes cumplen condena o están huidos de la justicia. No importaba. Lo importante era que aquella ambición de Zapatero que la crisis de 2008 frustró, ahora se haría realidad para muchos años. Socialistas, comunistas y nacionalistas en convergencia permanente para que el PP no vuelva a gobernar en décadas. Y esto lo aseguraban los independentistas catalanes y lo aseguraba también el PNV, hasta ahora satisfecho en su nueva condición de kingmaker de los gobiernos de España que estrenó en la moción de censura contra Rajoy.

De la oposición tampoco parecía que hubiera que preocuparse demasiado en tanto el espacio electoral del que históricamente había surgido la alternativa al PSOE se empeñara en fragmentarse en las urnas. Mejor aún era que muchos insistieran en fragmentar el voto como un deber patriótico. Andalucía, Madrid, Galicia, Murcia o Castilla y León eran un contratiempo, sí, pero ya se irían ocupando de ello, mecidos por una cálida corriente mediática en la que la hemeroteca sólo era maldita para los otros y la causa común progresista anestesiaba los instintos críticos en una suerte de anosmia selectiva que luego hemos sabido por el coronavirus que es la pérdida de olfato como síntoma de infección.

Al Gobierno le seguían comprando lo de los impuestos a los ricos y a las grandes empresas –ni que decir tiene que insolidarias porque, ya se sabe, apenas contribuyen– y por un tiempo hicieron creer que entre Amazon, Google y alguna otra nos pagarían la jubilación. Visto así, y con un hipertrofiado aparato de comunicación en Moncloa –¿por qué lo llaman comunicación cuando quieren decir propaganda?–, la legislatura parecía tener más de excursión playera que de travesía esforzada. Y así, con chanclas y bermudas, empezaron el paseo.

Se puede elegir entre efecto mariposa o cisne negro, el caso es que algo poco higiénico ocurrido en uno de esos mercados húmedos de China, en la hipótesis menos conspiratoria disponible, ha desencadenado una pandemia global que ha puesto del revés nuestras vidas. Cuántas veces en estas semanas el Gobierno habrá añorado los días felices del Delcygate en el que un público entregado esperaba impaciente cada día la nueva versión del ministro Ábalos sobre su encuentro nocturno con la vicepresidenta chavista de contrabando en Madrid. Y no es aventurado creer que también alguien, en algún momento y en algún despacho oficial, habrá exclamado para sí: «No era esto, no era esto».

No, no lo era. Era un paseo, no esta cuesta interminable y escarpada. Para eso no estaban equipados. No lo estaban porque el dogmatismo y el resentimiento de Sánchez, primero con su propio partido, después con el primer partido de la oposición al que culpa de su defenestración, le han atrofiado el sentido del diálogo y el acuerdo. No lo estaban porque en su pacto de coalición no han firmado con un socio sino que han incorporado a quien, como Pablo Iglesias («niños y niñas, perdón»), parasita la acción de Gobierno sin compromiso real alguno con la responsabilidad colegiada. No estaban ni están preparados porque los comunistas se encuentran descatalogados como partido de Gobierno en toda la Europa democrática –sí, también Portugal– y más los comunistas patrios cuyo repudio del pacto constitucional representa una regresión impensable a tiempos predemocráticos.

No, no estaban equipados porque la credibilidad del Gobierno en Europa es perfectamente descriptible. Está muy bien que, en vez de préstamos, que cargarán aun más la deuda, pidamos transferencias para la reconstrucción. Pero aquel «lo que sea necesario» de Draghi no se puede reinterpretar en la clave populista de los que creen que en algún lugar de Bruselas hay un cofre lleno de dinero que alguien va a abrir para que saquemos lo que el Gobierno cree que necesita –y un poco más por si acaso–, que ese dinero nos llegará gratis y que, además, nadie tendrá nada que decir del manejo que hagan nuestras autoridades.

No están equipados porque Pedro Sánchez ha pasado de gobernar por decreto a gobernar por decreto y los Presupuestos Generales del Estado parecen un recuerdo confinado a los manuales de Hacienda Pública. Y como no están preparados, a falta de gestión y de liderazgo integrador, su esperanza radica en que la polarización y la propaganda mantengan la realidad a raya. Justo lo que ahora menos necesita España.

Javier Zarzalejos es director de la Fundación FAES. Ha publicado No hay ala oeste en la Moncloa (Península).

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