Cien días en el quirófano

El enfermo está grave y la familia escucha al nuevo cirujano, al que ha visto llegar desde el fondo del pasillo, con su bata aún impoluta: “No sé qué podré hacer. Está muy grave. Habrá que tocar órganos vitales. Quizá sobreviva pero no volverá igual. Tenían que habérmelo traído antes...”. La familia está en sus manos. Algún familiar no está seguro de que ese nuevo doctor vaya a hacer un buen trabajo, pero ni lo dice. Cuando la angustia es tan profunda, el riesgo es quedar como un agorero que entorpece el trabajo del esforzado médico. Incluso cuando alguien objeta —los sindicatos, por ejemplo— el doctor Rajoy y su equipo saben que los críticos serán tomados por insolidarios y egoístas frente a la inmensa tarea que parece que tienen por delante. Una misión que solo se auto encomendaron en la campaña electoral, cuando ya se veían en el Gobierno, porque hasta entonces habían anunciado que la confianza y el renacimiento económico vendrían simplemente con un Gobierno “como dios manda.” Ahora resulta que no: Rajoy lleva cien días operando y la familia calla angustiada por la gravedad del paciente.

Gobernar consiste en buena parte en gestionar estados de ánimo y corrientes muy variables de opinión. Es fácil imaginar lo que pasaría hoy en las calles si este tratamiento bestial que el Gobierno español está aplicando a la maltrecha economía del país, hubiera sido recetado por el Gobierno anterior. Sin embargo, las expectativas, las sensaciones y los personajes —también la realidad, claro— definen un clima de opinión completamente nuevo. Por mucho que Paul Krugman y otros egregios economistas clamen que con estos recortes el enfermo empeora, cunde la sensación de que el Estado gasta demasiado, que los políticos son una pandilla de aprovechados, manirrotos o mangantes y que sólo poniendo orden y rigor en las cuentas “saldremos de esta” (como si fuera posible no salir, antes o después). Y que lo que se hace es puro “sentido común”, como si no hubiera alternativas, como si sólo hubiera un tratamiento posible. El Gobierno además reduce con inteligencia las expectativas. La reforma laboral no sólo no creará empleo, profecía realmente sorprendente, sino que el año que viene aún se destruirán unos 600.000 puestos de trabajo. Con una frescura típica de los gobiernos que empiezan y aún no acusan desgaste, un día vemos a un nacionalista Rajoy reclamando su soberanía frente a Bruselas y al día siguiente le vemos ceder ante las exigencias de sus burócratas. E incluso le queda tiempo para hacer algunos gestos inútiles desde el punto de vista instrumental, pero muy ricos en simbolismo: ruega a los bancos que apliquen (voluntariamente) la dación en pago; limita (¡a 600.000 euros!) los salarios de los directivos de las entidades que reciben ayudas públicas; elimina una cuantas entidades estatales con un ahorro ridículo pero también inocuo; o impide que el esposo de una presidenta autonómica sea consejero en una entidad pública.

Pase lo que pase, basta con que la situación dentro de un par de años sea algo mejor que hoy para que el ufano presidente Rajoy y su equipo puedan decir que su tratamiento ya produce efectos. Digamos que allá por 2014 es probable que empiece a hablarse del milagro Rajoy, como sin rubor se habló por el año 2000 del milagro Aznar. El ex presidente aún va por ahí dando cada vez más baratas conferencias sobre el éxito económico español de aquellos años. Es probable que incluso crea realmente que él fue el mago de la economía y Zapatero el desastroso gestor que dilapidó su herencia. Pero cualquier estudiante de segundo de Economía sabe que la capacidad de un Gobierno europeo para incidir en la economía de su país es muy limitada. La economía española sigue ciclos muy marcados por los del conjunto de Europa y el mundo. A ese respecto, como ha explicado muy bien Joseph Nye en su recomendable Las cualidades del líder, “los líderes y los emprendedores políticos son como surfistas en espera de grandes olas”. Ellos no las crean, solo las navegan. El punzante Paul Begala, asesor de Bill Clinton, ha señalado recientemente que si Obama tuviera un 4% de paro tendría su imagen tallada en el Monte Rushmore y Nancy Pelosi parecería Lady Gaga. Así de contextual es el liderazgo.

Alguien podría pensar que la ola que le ha venido a Rajoy es una ola pésima. Lo es en términos económicos. Pero no en términos políticos: puede aprovechar su impulso y el momento en que se levanta, con su punto álgido justo cuando él llega a surfear, para hacer las contrarreformas que desee. Es probable que cuando la capacidad del público ya no le admita cualquier cosa, la situación de la economía ya sea como mínimo mejor que ahora. Por eso, yo matizaría lo dicho por María José Canel en esta misma página (Harry Potter en La Moncloa, El País, 20 de marzo): yo creo que esto no va tanto de pericia en el manejo de varitas mágicas o en distinciones entre la “realidad” y los “artificios.” En la política nada es del todo real ni nada puramente artificioso. La comunicación consiste básicamente en captar el estado de ánimo de una población y ajustarte a los márgenes dentro de los cuales puedes contar tu historia de la manera que te permita hacer lo que quieres desde el Gobierno, dentro de tus posibilidades. A Zapatero le tocó a partir de 2010 contar una historia inverosímil para su personaje y lo hizo de manera contradictoria con sólo una parte del poder territorial y una minoría muy precaria en el Congreso. A Rajoy le ha tocado el momento oportuno para contar la narrativa más coherente con su ideario: adelgazamiento del Estado de bienestar, limitación del poder público, rigor y disciplina de todos (especialmente de los trabajadores), menosprecio de los sindicatos y alabanza de los empresarios... Además, ha aprendido del letal optimismo de su antecesor y cuenta con un poder inédito en la democracia española: mayoría absoluta en las Cortes, todo el poder territorial e institucional, y un acompañamiento casi total de los conservadores en Bruselas.

La oposición del PSOE, por su parte, se encuentra aún noqueada: poco que decir, poca credibilidad, un liderazgo ya conocido y poco estimulante, ningún poder territorial ni institucional, ningún amigo poderoso en Europa, una sensación falsa pero verosímil de que fueron sus colegas los que causaron la enfermedad terrible que ahora sufrimos y una oportunidad perdida para cambiar de registro, como señaló Jordi Gracia aquí hace unos días (Compungimiento, El País, 18 de marzo). Algunos creemos que gracias a aquel torpe y cansado doctor que aplicó los primeros auxilios en 2010, el enfermo aún está vivo, sin que tuviera que intervenir nadie de fuera, pero los que lo creemos no lo defendemos con fuerza.

Si nadie corrige esta visión de las cosas, en un par de años nos van a entregar una economía débil, trabajadores con menos derechos, un Estado maltrecho y menos libertades, porque se aplicarán también en cuestiones morales como la educación, la interrupción voluntaria del embarazo y otras; pero, con todo, tendremos que dar las gracias al doctor que obró el milagro. Sin piernas, sin brazos, con un corazón artificial y con respiración asistida, pero, proclamaremos, gracias al milagro conservador, nuestro enfermo aún vive. Si no cambiamos el relato nos va a costar mucho a los progresistas quitarnos ese pesado arquetipo que de manera tan insidiosa nos identifica con el desastre económico, mientras a nuestros adversarios conservadores se les ve como rigurosos cirujanos de pulso firme.

Hay otra posibilidad. Que la oposición vuelva a captar la atención y salga de la invisibilidad, primero, y que recupere después la credibilidad a través de una política clara, rotunda, sin matices confusos. Que haga una profunda revisión de su propio pasado reciente, que identifique causas concretas y sostenidas que defender, que trace una oposición responsable pero nítida, la única útil en este momento, sin componendas ni tejemanejes. Si vamos descubriendo, cien días después, que quienes están en el quirófano no son cirujanos sino carniceros, lo recomendable sería quitarles las manos del enfermo lo antes posible.

Luis Arroyo es consultor de comunicación y autor de El poder político en escena (RBA).

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