Ciencia hispana, ¿una ilusión perdida?

Poco asequible al desaliento, y algo iluso en mis esperanzas, publiqué un artículo en este diario, el día de gracia de Navidad, el año 2005, en el que celebraba, con algunos matices, la cuasi plena modernización de toda España. Esa celebración incluía mi convicción de una plena y normal incorporación hispana al mundo de la investigación científica. En otra ocasión, y también acogiéndome a estas páginas hospitalarias, aludí con no menos asentimiento a las promesas del nuevo Gobierno, encabezado por José Luis Rodríguez Zapatero, de seguir con la tendencia ya abierta por los gobiernos de Felipe González hacia el aumento de la inversión pública en ciencia. (Que había de alcanzar el 2% del PIB en el 2010). Una tendencia insuficiente a todas luces y no del todo cumplida según lo prometido, pero bastante palpable. Habíamos comenzado bien. Solo había que seguir por esa senda.

Pues bien, ha bastado el tardío reconocimiento público de que hay una grave crisis económica en nuestra economía para que el Gobierno haya decidido recortar los presupuestos para la investigación científica. La consiguiente protesta, muy enérgica, de la comunidad científica no se ha hecho esperar. Nuestras mujeres y hombres de ciencia no ven razón alguna para que no sea este Gobierno –presuntamente comprometido con el anhelo de modernización en todos los campos, y por lo tanto en educación y en ciencia– el que por fin rompa con la maldición hispana. Las últimas noticias nos llenan de melancolía e inducen al desencanto.
Pensábamos algunos que la llegada del siglo XXI cerraba para siempre uno de los capítulos peores de la historia española: haberse descabalgado, después de un notable siglo XVIII lleno de avances en ciencia y cultura, de la corriente general europea hacia el desarrollo científico. Pese al ingente esfuerzo de modernización humanística y científica iniciado a principios de siglo XX por el Institut d’Estudis Catalans, en Barcelona, y por la Institución Libre de Enseñanza y su afín Junta para la Ampliación de Estudios, en Madrid –que dio resultados espectaculares de inmediato–, el descalabro de la guerra civil y el triunfo del oscurantismo franquista dieron al traste con la gran ilusión. Todo fueron, por parodiar al gran Honoré de Balzac, en otra dimensión, illusions perdues. Pero si la trilogía balzaquiana relata una tragedia individual, que al ser parte de su inmensa Comédie humaine lo es menos de lo que aparenta, nuestra ilusión, hoy a punto de zozobrar, no puede de ningún modo sublimarse en historias novelescas.

Los diputados de los partidos políticos más progresistas aseguran que darán la batalla en el Congreso para obligar al Gobierno, y a la ministra Cristina Garmendia, a enmendar sus inexplicables recortes. (Yo mismo la escuché, hace exactamente un año, en una notable reunión hispano-británica en Valencia, prometer mejoras sustanciales en la promoción de una investigación que su ministerio tiene la obligación de fomentar: me acuerdo ahora con sonrojo. Lo que dijo consta. Y a lo peor, los sabios ingleses allí presentes hasta se acuerdan). Esperemos que sus señorías presenten ese frente unido de rescate de la ciencia ante el Gobierno al que apoyan, y que lo hagan con tal energía que los resultados se plasmen en el presupuesto.
El progreso de un país no se mide solamente por las victorias de sus deportistas (y menos si son profesionales y, por lo tanto, sujetos a los atractivos del lucro), ni tampoco por su red de trenes de alta velocidad o su orientación hacia las energías renovables. Estas dos últimas empresas, en las que España es adelantada (aunque la red ferroviaria es más radial que otra cosa, y no hay ni siquera un plan de alta velocidad Murcia-Alicante-Valencia-Girona), son aspectos muy loables. Pero hay corrientes más profundas, que son las que a la postre importan: la calidad de la vida cotidiana, la protección de la naturaleza (España, ay, va a la cola en medidas de ahorro energético), el aumento de capital humano en el nivel educativo (demasiado fracaso escolar) y el crecimiento constante en conocimientos humanísticos y científicos.

El temple de un Gobierno que se define como amante del progreso y de la igualdad y la libertad entre su ciudadanía no depende únicamente de la promulgación de leyes ilustradas ni de la creación de ministerios de igualdad y otras burocracias de dudosa justificación en tiempos de penuria. Tampoco de que su presidente se erija en su propio secretario de Estado para el Deporte. Depende de que, con coraje y en plena crisis, proclame sus prioridades de progreso y de ruptura civilizada y firme con un pasado demasiado negro y oscurantista. Que no produzca ilusiones perdidas en quienes de algún modo simpatizan con él. Esta vez la desilusión podría ser para siempre.

Salvador Giner, presidente del Institut d’Estudis Catalans.