Ciencia sin virtud

Con el virus llegó el fervor por la ciencia. Si se permite el anacronismo, los periódicos ya no se abrían por la sección de deportes, sino por la de ciencia. A los lectores de Investigación y Ciencia se nos saltaban las lágrimas. Por fin se despertaba el interés por el conocimiento. Una buena noticia en tiempos de delirios irracionalistas, cuando hasta las leyes de Mendel están bajo sospecha ante los nuevos cardenales Belarmino del antifascismo. Pero, según es costumbre, la alegría duró poco. Ya la propia naturaleza del entusiasmo tenía más de fe ciega que de creencia bien fundada. Bastaba con ver cómo se recibían las noticias de la vacuna. Se daban por buenas predicciones imposibles acerca de la fecha de su obtención. Un puro despropósito: salvo en los casos triviales (cuando abra el cajón mañana sabré lo que hay dentro) no hay modo de conocer hoy lo que descubriremos en el futuro. Ni siquiera si lo descubriremos. Clavos ardiendo para supersticiones que en otro tiempo terminaban en Lourdes.

La degradación llegó no solo de la demanda de ciencia sino también de la oferta. Las redes comenzaron a llenarse de artículos delirantes originados en la academia que se publicaban sin revisión alguna. E incluso cuando la revisión parecía producirse, los procedimientos dejaban mucho que desear, como sucedió con el trabajo aparecido en The Lancet, aplaudido por la OMS, sobre la supuesta letalidad del tratamiento con hidroxicloroquina, avalado por unos datos que nadie se había molestado en verificar. De pronto descubrimos que el mundo de las revistas académicas no escapaba al ruido y la furia. En rigor, nada nuevo. También la ciencia es un negocio incierto. No se sabe lo que se sabrá ni si los esfuerzos fructificarán. Ni siquiera se sabe si se está en el buen camino. Un serio problema con importantes consecuencias. Para empezar, para los investigadores, que se enfrentan a una elección complicada: el tiempo dirá si está justificada su apuesta de hoy por un proyecto, pero eso solo lo descubrirán si se comprometen a ciegas, a la espera de encontrar mañana los resultados que avalen sus decisiones presentes. Hoy carecen de razones para decidir, pero solo si deciden sin ellas descubrirán mañana si su elección está justificada. Más o menos como en el amor.

Y anudado a este problema hay otro que también ha asomado estos días. Por ejemplo, a la hora de invertir. Que hay pocas razones para hacerlo. Con la ciencia básica es casi un problema definitivo derivado de su condición pública: se trata de un saber común y explícito. No por casualidad Robert Merton, el clásico de la sociología, nos recordó que las comunidades científicas se rigen, entre otros, por principios comunistas. Y es que, por definición, las teorías han de ser (de)mostradas, se han de explicitar los procedimientos y los resultados, entre otras razones, para poder valorarlas. El reconocimiento de un descubrimiento requiere compartirlo. Por ello, para disfrutar del privilegio de descubrir una teoría, hay que perder el privilegio de poseerla en exclusiva y, además, hay interés en perder ese privilegio, en hacerla pública. Esta circunstancia tiene su manifestación en el particular sistema de incentivos de la ciencia básica: no hay medallas de plata. Llegar tarde a un resultado es no llegar. Una dinámica que se compadece mal con una inversión privada que reclame beneficios.

Con las tecnologías –y las vacunas son tecnología, conocimiento básico aplicado– las cosas son diferentes. No solo hay distintas maneras de resolver el reto –distintas medallas– sino que, y eso es lo importante para los hipotéticos inversores, cabe la posibilidad de asegurarse alguna forma de monopolio temporal susceptible de rentabilizarse. Una demostración adicional, dicen algunos, de la superioridad del capitalismo. En los detalles, la demostración está lejos de resultar convincente. Desde luego, funciona el sistema de incentivos, pero no siempre para bien. Lo vimos a cuenta de la «vacuna» de Moderna, tan jaleada entre nosotros, entre otras razones porque un español pasaba por allí y nadie pierde nunca ocasión de exhibir pecho patrio. Andando los días nos enteramos de que el historial de promesas de la empresa se correspondía con el de sus fracasos. Pero no todo eran malas noticias. Seguro que quienes compraron acciones de Moderna días antes de la noticia y las vendieron más tarde celebraron el «descubrimiento». En los últimos días de nuevo se anuncian «buenas noticias». Las acciones vuelven a subir. Los resultados, pues ya veremos.

Sucede con frecuencia. Cuántas veces hemos leído en los periódicos que unos investigadores sostienen que sus trabajos «permitirán en el futuro desarrollar soluciones a ….». En sus motivaciones hay algo más que afán de hacernos partícipes de su entusiasmo. Se trata de pelear por recursos y para eso, en estos tiempos, es imprescindible ganarse a la opinión pública. Y eso supone un precio nada despreciable: cuando las disputas científicas se dilucidan en el lodazal de los medios dejan de operar las reglas de criba de las comunidades científicas. Allí, por definición, no caben los refinados argumentos: no hay modo de valorar el conocimiento si no se dispone de conocimiento, si no se forma parte de la particular comunidad científica. Una vez se gana la batalla del público, a los políticos, tan incapaces como los ciudadanos de valorar el conocimiento, no les quedará otra que tirar de chequera. Y ¡ay de quien levante la voz!. Las campañas de publicidad de la NASA y de buena parte de la investigación médica (piensen en los primeros años del Sida y los ahora discutidos estudios de resonancia magnética funcional de áreas cerebrales) son casos clásicos de cómo se busca la victoria en la arena pública para obtener los recursos necesarios que allanarán la victoria también en la comunidad académica. La moraleja: conviene aparecer con el mejor perfil. Un botón: buena parte de nuestra confianza en los antidepresivos reposa en un sesgo de publicación, en que los hallazgos negativos rara vez llegan a las revistas académicas (The New England Journal of Medicine, enero, 2008). Si no me acabo de explicar, piensen en la historia de la consolidación académica de los llamados estudios de género, que ni son ciencia ni tecnología. En el mundo ideal, todo es más pulcro. Y en buena parte de la historia. La investigación científica, mal que bien, ha conseguido que, incluso en los terrenos más turbulentos, se acabe imponiendo el afán de verdad. No es mérito de los científicos sino de las reglas de juego de la ciencia que, con independencia de la calidad moral de sus protagonistas, aseguran los buenos resultados. El diseño institucional es conocido: se combinan reglas pragmáticas (a) sobre el funcionamiento de las comunidades científicas (los argumentos deben ser públicos, no cabe apelar a la jerarquía, etc.); reglas metodológicas (b), referidas a las conjeturas (claridad, consistencia, adecuación empírica, potencial predictivo, etc.); y reglas epistémicas (c), que rigen la aceptación y justificación de las conjeturas (búsqueda de las tesis correctas, evaluación imparcial, disposición a corregir sesgos, etc.) para obtener las mejores teorías. Tal como están diseñadas las comunidades científicas (reglas a), la valoración de las conjeturas (por las reglas c) asegura el correcto comportamiento que conduce a la selección de las teorías correctas (que cumplen las reglas b). No importa que los científicos busquen la fama, el dinero o el éxito sexual: el diseño institucional se impone y los investigadores, incluso para satisfacer sus miserias, se ven obligados a jugar limpio, a buscar la verdad.

No hay razones para pensar que tan exquisito mecanismo se haya estropeado. En las disciplinas más afinadas y con menos contaminación mundana funciona (casi) impecablemente. En otras no es tan seguro. Sobre todo si, además, por la propia naturaleza de los asuntos, hacen acto de presencia los intereses materiales, ese otro juego sórdido de incentivos. Entonces las cosas se complican. Especialmente en nuestros días, que tan poco se parecen a los de la small science, cuando para facturar conocimiento bastaban lápiz, papel y, a lo sumo, un modesto laboratorio. La investigación contemporánea reclama enormes presupuestos que no se activan por devoción a la verdad. Los conocimientos han de resultar útiles, han de dar pie a tecnologías. O por lo menos parecerlo. En esas circunstancias, aumenta la disposición a desdibujar la distinción –impecable conceptualmente– entre ciencia básica y tecnología, algo que no se ve refutado por la historia reciente: cada vez es menor la dilación temporal entre los descubrimientos y sus aplicaciones.

Por supuesto, debemos alegrarnos de que los dineros de todos, que son los que alimentan la investigación básica, nos ayuden a mejorar el mundo. Pero no debemos desatender el escenario, tan propicio a que, a cuenta de la utilidad, nos cuelen la burra ciega. Por eso, a ratos, los antiguos, a pesar de todas las urgencias, añoramos los viejos tiempos en los que todavía cabía entregarse al placer del pensamiento abstracto.

Félix Ovejero es profesor de Ética y Economía de la Universidad de Barcelona. Su último libro es Sobrevivir al naufragio. El sentido de la política (Página Indómita).

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