Ciencia y Religión

A finales del XIX se publicaron dos obras que han ejercido un más que notable influjo en la propagación de la idea de la contienda irreconciliable entre ciencia y religión. Una fue la de Draper, History of the conflict between religion and science; otra la de White, A history of the warfare of science with theology in Christendom. Sostenían que el progreso de la ciencia se producía a la contra o a pesar de la fe cristiana. Semejantes tesis se propagaron con rapidez generando un «mito» que aún envuelve muchos ámbitos de la sociedad. Está vivo incluso hoy que el positivismo radical ya no manda y sí están fuertes, en el extremo opuesto, diversas versiones de posmodernismo que critican tanto la visión cristiana del mundo como la herencia de la razón ilustrada, hogar de la ciencia moderna.

Y es que la historia humana está impregnada de mitos que penetran el inconsciente colectivo y personal. Mitos que siempre remiten a cuestiones hondas de la existencia: el origen de la vida, el misterio de la muerte, la tragedia del mal, la belleza del amor… Son respuestas elaboradas ante aquellos aspectos de la realidad que nos asombran e inquietan, ante experiencias que necesitamos comprender, interpretar y transmitir. El hecho es que en nuestra cultura existe un mito sobre la eterna e irremediable confrontación entre las comprensiones científica y religiosa de la realidad.

Este tema casi siempre reaviva la memoria de Copérnico, Giordano Bruno, Galileo o Darwin. Es cierto que algunos de esos casos terminaron de una forma tan trágica que han llevado a la Iglesia no solo a entonar el mea culpa y pedir perdón, sino que son combustible inagotable para avivar el mito de un conflicto perpetuo. Tomados fuera de su contexto o al margen de los problemas teológicos que suscitaron, rápidamente se tiende a construir sobre ellos un relato que no se ajusta a la realidad de los hechos. Porque las disputas e incluso las condenas no fueron por las ideas científicas que defendían, sino por los problemas teológicos que suscitaban al poner en cuestión, por ejemplo, la literalidad de la Escritura. El problema no era de la ciencia o los científicos, tampoco de la religión y los creyentes, sino de la mala lectura que se hacía de la Biblia. Se la tomaba como un tratado científico sobre astronomía, biología o geología, sobre el origen del universo o su creación, cuando en absoluto es ni pretende ser eso: «La Biblia no desea enseñar cómo se creó el cielo, sino cómo se puede llegar a él» (san Juan Pablo II).

Esos casos ya clásicos sí alertan en torno a los límites de la ciencia y también al ámbito propio de la religión. Las ciencias explican el funcionamiento del mundo, pero no dan razón de su origen ni de su sentido último, ni, por tanto, del papel de Dios en él. Y no lo hacen porque no es su competencia, como tampoco lo es el de la teología la explicación de las leyes o modelos físicos o biológicos que rigen la realidad visible. La ciencia y la religión constituyen «dos visiones del mundo» (Udías) o «Magisterios que no se solapan» (Gould) o «Magisterios no simétricos» (Leach), pero, eso sí, llamados al diálogo, para enriquecer y complementar el conocimiento cada vez más profundo de lo que somos y hacia dónde vamos.

Y aquí es donde merecen reconocimiento aquellos autores e instituciones que defienden una visión dialogante de los saberes. Tal es el caso de uno de los biólogos evolucionistas más importantes del mundo, el profesor de la Universidad de California, español y estadounidense, Francisco José Ayala, al que hace unos años el New York Times llamó «hombre renacentista de la evolución». Efectivamente, aunque ha consagrado su vida al estudio de la evolución humana, Ayala es más que un biólogo evolucionista; su obra está marcada por un humanismo superador de cualquier visión parcial y reductiva del ser humano. Esta es la base de toda su investigación con protozoos parásitos, de sus aportaciones a la teoría sintética de la evolución o al reloj molecular, e incluso de su papel en la Academia de las Ciencias de Estados Unidos o en el Comité de Asesores de Ciencia y Tecnología del presidente Clinton. Recibió nada menos que el Premio Nacional de la Ciencias de EE.UU. (2002) o el premio Templeton (2010). Y juega un papel muy destacado en el ámbito de las relaciones entre la ciencia y la religión, que recorre toda su trayectoria personal y académica desde sus primeras lecturas de Teilhard de Chardin.

Siempre consideró que Darwin no era un peligro, sino una magnífica oportunidad para reconciliar la fe cristiana con los descubrimientos de la ciencia moderna, y en concreto con la teoría de la evolución, salvando tanto la racionalidad de las evidencias científicas como la razonabilidad de las convicciones religiosas. Porque para Ayala ciencia y religión son como dos ventanas abiertas a la misma realidad. Y por eso la teoría de la evolución no es enemiga de la religión, sino un don que permite entender mejor al ser humano, al mundo y, en último término, también a Dios.

Se comprende, pues, que siempre haya combatido el fundamentalismo, sea religioso o científico. En el primer tipo figuran el creacionismo y el «diseño inteligente», que distorsionan la imagen cristiana de Dios. En el segundo, el cientifismo y los principales representantes del denominado «ateísmo científico». En el fondo unos y otros caen en el mismo grave error de confundir los respectivos ámbitos y epistemologías, reduciendo el concepto de verdad a la mera evidencia empírica. Escribió Ayala al final de su obra Darwin

y el diseño inteligente: «Es posible creer que Dios ha creado el mundo, mientras se acepta al mismo tiempo que las estrellas, los planetas, las montañas, las plantas y los animales aparecieron después de la creación inicial, por procesos naturales. La verdad no puede ir contra la verdad. Todos los creyentes deberían ver en las asombrosas hazañas de la ciencia moderna una manifestación de la gloria de Dios y no una amenaza para su fe».

La teología cristiana piensa que por el hecho mismo de la creación todas las cosas están dotadas de su propia consistencia, firmeza, verdad y bondad y de unas leyes y orden propio que estamos obligados a respetar: la autonomía de la realidad temporal (GS, 36). El respeto se hace efectivo reconociendo el método propio de cada una de las ciencias o artes, así como abriéndose al diálogo entre disciplinas y visiones. Aunque a veces el resultado parezca ser la confrontación, la última palabra no será nunca la oposición definitiva, puesto que «la verdad no puede contradecir a la verdad». Claro que es justo alegrarse como dice Laudato si’ por los avances de la ciencia y la tecnología, y entusiasmarse ante las amplias posibilidades que nos abren estas constantes novedades; son «un maravilloso producto de la creatividad humana donada por Dios». Pero también es justo pedir que el progreso científico-técnico vaya acompañado de una criteriología ética que lo oriente realmente al servicio del ser humano.

Julio L. Martínez, rector de la Universidad Pontificia-Comillas Icai-Icade.

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