Ciencia y tecnología para descifrar la historia

Uno de los hitos culturales del año que acaba de dejarnos fue la celebración del centenario del comienzo de la Primera Guerra Mundial (1914-1918). No fueron pocos los libros y artículos dedicados a analizar los orígenes, desarrollo y consecuencias de aquella terrible contienda. Al repasar mentalmente esos escritos, aquellos, al menos, de los que supe, observo que por encima de sus muy diferentes enfoques y contenidos, algo los unía: poco o nada se decía en la inmensa mayoría de ellos acerca de la ciencia, y eso que sin ella es difícil comprender aquella guerra. Por supuesto, no nos debemos extrañar: por mucho que se diga, independientemente de que ya sea casi un lugar común reconocer el notable papel que la ciencia y su hermana, la tecnología, han desempeñado y desempeñan en la historia de la humanidad, cuando se trata de “la cultura” y de celebraciones culturales, la ciencia o no aparece o es algo así como un comparsa secundario u ocasional. Parece como si aún viviéramos en los tiempos en los que se aceptaba la idea de historia que se resumía en una frase que unos atribuyen a Herbert Baxter Adams (1850-1901) y otros a sir John Seeley (1834-1895), Regius professor de Historia en Cambridge: “la historia es la política del pasado y la política es la historia del presente”. Frente a semejante aseveración, hay que insistir que el gran motor de los cambios que se han producido a lo largo de la historia de la humanidad se halla en los desarrollos científico-tecnológicos.

Ciencia y tecnología para descifrar la historiaEsto no implica, evidentemente, que los individuos —los grandes, los Julios César, Mahomas, Cristóbal Colones, Napoleones, Hitleres y demás, pero también los más menesterosos y aparentemente, sólo aparentemente, pasivos sujetos del devenir histórico, como el molinero que revivió Carlo Ginzburg en su memorable El queso y los gusanos (1976)— no deban ocupar un lugar central: al fin y al cabo, todo lo que hacemos, lo hacemos nosotros, las personas; no somos víctimas de fuerzas impersonales que atenazan nuestros destinos. Ahora bien, limitarse a semejante base contextual constituye una miopía, fruto de la ignorancia.

Y sin embargo, esto es lo que, en general, sucede, especial aunque no únicamente en España, cuna y albergue de excelentes historiadores, así como de ensayistas dotados de la capacidad de conmover nuestros espíritus, pero tanto unos como otros habitualmente sólo en lo que se refiere a un escenario parcial, limitado (de los políticos, prefiero no hablar ahora: su ignorancia es desoladora). Se dirá que “una de las tareas del intelectual es entender y ayudar a entender el mundo en el que vivimos”, y que en lo que se refiere a España, objetivo preferente de los análisis de buena parte de nuestros intelectuales-comentaristas-ensayistas, lo que nos ocupa y afecta poco tiene que ver con el conocimiento de las leyes que rigen los fenómenos naturales, el uso que hacemos de ellas y cómo ese uso repercute en nuestras sociedades, y mucho con cuestiones como “corrupción”, “transparencia”, “nacionalismos”, “paro”, “redes sociales” o “corrientes culturales” (entendidas éstas relativas a actividades como la literatura, la pintura, el cine o la música). Y aunque, desgraciadamente, tal argumentación tenga una indudable base, lo que pone en evidencia son las limitaciones de lo que entendemos por “cultura” y, subsidiariamente, por “historia”. Prestar atención a la ciencia y a la tecnología posee, además, otras virtudes: nos obliga a adoptar perspectivas más globales y cosmopolitas, ya que ciencia y tecnología no se pueden entender de otra forma. Y el mundo actual es, más que nunca, eso, global. (A propósito de esto, conviene recordar que el Premio Nacional de Historia, que otorga anualmente el Estado español, únicamente es para obras que versen sobre la Historia de España; libros que estudien episodios correspondientes a la historia de otros países no pueden competir, teniendo, si acaso, que buscar el refugio del Premio Nacional de Ensayo.)

Volviendo al ejemplo de la guerra de 1914-1918, en los estudios que se dedicaron a ella las menciones a la ciencia y a la tecnología se limitaron, en el mejor de los casos, a recordar la “guerra química”; ningún arma conmocionó tanto a la opinión pública mundial entonces como la utilización con fines bélicos de gases venenosos. Todavía, un siglo después, aun habiendo sigo testigos de horrores mucho peores, nos impresiona ese recuerdo, plasmado maravillosamente en el cuadro de John Sargent, Gassed (Imperial War Museum de Londres). Aun así, la guerra química no fue determinante en el resultado de la contienda. Ni siquiera los militares alemanes estuvieron preparados para aprovechar estratégicamente las ventajas de haber sido los primeros en utilizar, el 22 de abril de 1915, en Ypres, aquella arma. Desde el punto de vista de los usos militares de la ciencia y tecnología (y aquí no hay que pensar únicamente en la química, sino también en, por ejemplo, la detección de submarinos, que implicaba a disciplinas como la acústica, hidrodinámica y electrónica), la Primera Guerra Mundial fue, sobre todo, una de “entrenamiento” para los militares, para que éstos y sus gobiernos adquiriesen conciencia del papel central que para su profesión tendrían en el futuro: la Segunda Guerra Mundial ya fue, plenamente, una tecnocientífica (electrónica —radar—, aviación, matemática —descifrado de códigos secretos y análisis de sistemas— y energía nuclear).

Pero una guerra no es sólo armamento y combates. Es preciso, por ejemplo, preguntarse cómo fue posible que en 1913, Alemania —cuya población había crecido de 25 millones en 1800 a 55 millones en 1900— consumiera 200.000 toneladas de nitrógeno al año, de las que 110.000 eran importadas en forma de nitratos naturales procedentes sobre todo de Chile, a los que dejó de tener acceso durante la guerra, mientras que entre mayo de 1921 y abril de 1922, con una extensión geográfica menor que en 1913, utilizase 290.000 toneladas, toda producida dentro de su territorio y empleada la mayor parte para cosechas intensivas. Los vegetales, recordemos, necesitan de grandes cantidades de nitrógeno y que para que un terreno pueda producir cosechas sucesivas, y para que Alemania fuese capaz de continuar alimentando a sus ciudadanos durante la Gran Guerra, tenía que disponer de abonos ricos en nitrógeno, e incapaz de importarlos, no sólo dispuso de ellos sino que aumentó su producción. ¿Cómo? Por la habilidad de sus químicos, y en particular de dos: Fritz Haber y Carl Bosch, que desarrollaron un proceso para producir amoniaco (NH3) utilizando nitrógeno atmosférico (N). En este sentido, para Alemania al menos, la Primera Guerra Mundial sí fue la “guerra de la química”.

En el otro bando, el hecho de estar enfrentados a Alemania, la nación líder en la producción de numerosos productos científico-tecnológicos, obligó a tomar medidas. Al poco del inicio de la guerra, en el Reino Unido, por ejemplo, comenzaron a escasear tintes artificiales, que la industria textil necesitaba, entre otras cosas, para teñir los uniformes de sus soldados; también escaseaban productos farmacéuticos, y otros, como acetona y fenol, necesarios para la fabricación de explosivos. Para evitar esto, finalmente se creó una nueva organización, la Board of Invention and Research, con la que la ciencia y la tecnología pasaban a formar parte del aparato institucional del Estado. Y ejemplos parecidos, públicos o privados, se dieron en Estados Unidos (su industria química —Du Pont en especial— comenzó a convertirse en líder mundial durante la guerra).

La historia, en suma, no se puede reducir, a la política, o a la economía (por citar otro elemento privilegiado en las reconstrucciones históricas) del pasado. Vivir de espaldas a la ciencia y a la tecnología a la hora de intentar comprender el mundo, su historia, limitarse a, como mucho, ser meros usuarios de sus resultados y productos, representa, hoy aún más que ayer, una injustificable limitación. Y si hablamos de Historia, convendría que en las Facultades dedicadas a esta maravillosa y fundamental materia no se olvidase que pobre será la educación que se dé en ellas si la historia de la ciencia y la tecnología no reciben la atención que su papel en el pasado, el presente y el futuro merece.

José Manuel Sánchez Ron es miembro de la Real Academia Española y catedrático de Historia de la Ciencia en la Facultad de Ciencias de la Universidad Autónoma de Madrid.

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