Cinco años después

Iván Duque (izquierda), junto a Álvaro Uribe en la campaña de 2019.Nacho Doce
Iván Duque (izquierda), junto a Álvaro Uribe en la campaña de 2019. Nacho Doce

Escribo en la madrugada del 2 de octubre, cinco años después del día en que los colombianos fuimos a las urnas para votar sobre los Acuerdos de Paz de La Habana. Los acuerdos eran el fruto de largas negociaciones que habían dejado una fractura visible en la sociedad colombiana, y así llegábamos a ese domingo: divididos, enfrentados, peleados con nosotros mismos como no lo habíamos estado desde los 300.000 muertos de la violencia partidista de los años 50. Los enemigos del Proceso de Paz, liderados por el expresidente Álvaro Uribe, habían lanzado en los últimos meses una campaña grotesca de mentiras y distorsiones que calaron en una ciudadanía adolorida, vulnerable y crédula; y así llegaron miles a votar, convencidos de que los acuerdos convertirían a Colombia en la nueva Venezuela, le quitarían a la gente sus pensiones para dárselas a los guerrilleros y buscarían secretamente —mediante un arma temible llamada ideología de género— la destrucción de la familia cristiana.

Lo que sigue es historia conocida: los acuerdos fueron rechazados por un margen de 54.000 votos; los negociadores volvieron a sentarse, y los acuerdos renegociados (mucho mejores que los originales, todo hay que decirlo) se acabaron aprobando en el Congreso. Y a pesar de que se comprobó que la campaña de mentiras había sido deliberada, pues el organizador responsable lo reveló involuntariamente en una entrevista, y a pesar también de que el texto definitivo incluía 56 de las 59 exigencias de los opositores, el presidente Uribe y su partido cerraron filas alrededor del rechazo a lo acordado. Cuando su candidato ganó las elecciones de 2018, lo hizo cabalgando sobre la promesa de corregir los acuerdos, empacada en una de esas frases frívolas a las que nos tiene acostumbrados: “Ni trizas ni risas”.

Una de las primeras jugadas del nuevo presidente fue presentar una serie de objeciones a la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP), los tribunales de justicia transicional creados por los acuerdos. Nadie pensaba que las objeciones llegarían a ninguna parte, porque no tenían el más mínimo asidero legal, pero eso no le impidió a Duque presentarlas. Humberto de la Calle, jefe de los negociadores del Gobierno en La Habana, me dijo por esos días que las objeciones estaban condenadas al fracaso: en ocho o nueve meses, vaticinó, las cortes rechazarían las objeciones y volveríamos al punto de partida, con el único resultado de demorar la capacidad de la JEP para tomar decisiones. Eso fue exactamente lo que pasó; mientras tanto, el clima de inseguridad jurídica llevó a muchos excombatientes a renegar del proceso, al mismo tiempo que el partido de gobierno, con cinismo impagable, acusaba a la JEP de inoperancia y de fomentar la impunidad. Lo único que logró entonces el presidente, vocero o instrumento de su partido, fue entorpecer la aplicación de la justicia transicional.

De manera que ahora, cuando Duque declara ante las Naciones Unidas que su Gobierno ha hecho más que el de Santos por la aplicación de los acuerdos, y cuando sostiene sin mover una ceja que el problema es un acuerdo de paz “frágil”, quienes hemos querido de verdad que los acuerdos avancen tenemos derecho a un cierto escepticismo. Para demostrar su compromiso con la implementación, el Gobierno se llena la boca con cifras propias, pero en cambio desestima las ajenas: el Kroc Institute, por ejemplo, que ha analizado la implementación de los acuerdos de paz de medio mundo, publicó hace poco un reporte que contrasta duramente con el autobombo del Gobierno, y la Comisión Interamericana de Derechos Humanos se ha mostrado preocupada por los avances escasos en lo relacionado con sustitución de cultivos ilícitos. Duque, mientras tanto, sigue puerilmente culpando de lo que pueda al presidente que lleva tres años fuera de su cargo.

Pero nada de esto es lo esencial: en la realidad de la gente, donde la violencia trastorna las vidas, las cifras tienen poco peso. Lo que sí tiene efecto, en cambio, es el discurso de los líderes, y el partido de gobierno ha mantenido con admirable constancia un discurso que alimenta el enfrentamiento entre los colombianos, provoca desconfianza en los acuerdos y trata todos los días de dinamitar la legitimidad de las instituciones que han salido de ellos: la JEP, principalmente, pero también la Comisión de la Verdad, cuya misión es contarle al país lo ocurrido en la guerra y que Uribe, jefe natural del partido del presidente, ha declarado no reconocer. Esas actitudes —públicas y visibles— son lo que ha dificultado que los acuerdos se conviertan en un lugar de encuentro entre los colombianos. Usar los acuerdos no para unir, sino para dividir a los votantes de cara a las próximas elecciones: eso es lo que busca el partido del Gobierno. Y los acuerdos pueden estar blindados jurídicamente; pero si los ciudadanos no creen en ellos, será muy poco lo que puedan cambiar.

Juan Gabriel Vásquez es escritor. Su última novela es Volver la vista atrás.

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