Cinco años después del 1-O: deslealtad y declive

«Insisten en la idea que en 2017 les llevó a protagonizar la respuesta más represiva frente a la voluntad persistente de la ciudadanía catalana de poder decidir su propio futuro, con la que sembraron las razones que nos llevaron a ganar la moción de censura contra Mariano Rajoy». El presidente de Cataluña, Pere Aragonès, se dirigió así este martes en el Parlament al diputado del PP Alejandro Fernández. Situaba con claridad la motivación que condujo al PSOE al poder en 2018 y el preciso instante en el que la onda sísmica del 1-O provocó la herida profunda que recorre la vida pública española.

Cinco años después del 1-O: deslealtad y decliveEs verdad que había precedentes de la convergencia entre el Partido Socialista y los nacionalismos en el rechazo identitario a todo lo que tenga que ver con el centro derecha, y del tensionamiento de los consensos sobre la idea de España. Pero no fue hasta ese momento de 2018 cuando se produjo la quiebra definitiva de la confianza entre las fuerzas vertebradoras del Estado, que habían acertado en la respuesta conjunta -el 155- que hizo fracasar el desafío existencial que representó la subversión más grave del orden constitucional en un parlamento europeo desde la Segunda Guerra Mundial. Pedro Sánchez aceptó los votos de quienes desplegaron ese comportamiento antidemocrático inaceptable y después los legitimó políticamente.

Nada ha vuelto a ser igual y nada volverá a serlo. Desde entonces, las bases electorales del centro derecha continúan fragmentadas, el discurso socialista sobrevive contaminado del populismo que cuestiona «el régimen del 78» y la gobernabilidad descansa sobre formaciones tóxicas que erosionan el Estado. Cinco años después del 1-O, este deterioro de la centralidad es su consecuencia viva más perniciosa. No hay grandes acuerdos ni puede haberlos. La crisis institucional es la más importante de las que padece España, aunque la emoción ciudadana surja de las graves preocupaciones económicas y sociales que también le asuelan.

El desprecio por la legalidad y por el concepto de autoridad es también el punto de partida del declive de Cataluña y de la degradación de su motor principal, que es Barcelona, mientras se acentúa la pujanza de Madrid y emerge Andalucía. «Cataluña necesita una estabilidad política de la que actualmente carece, por las constantes discrepancias entre los dos socios del Govern», se lamentaba este martes Josep Sánchez Llibre, presidente de Foment, en un reportaje de EL MUNDO. Por eso ese establishment ha respaldado la fenomenal bofetada que Aragonès le propinó esta semana a Junts. Carles Puigdemont, que mantiene desde Waterloo su influencia sobre el decadente esencialismo postconvergente, calculó mal sus fuerzas, torpemente asistido por ese vicario taciturno y desastrado que es Jordi Turull. Si la coalición aguanta, será zombi.

El golpe de mano de Aragonès coloca a ERC en cabeza para hacerse con la hegemonía del nacionalismo y el monopolio del poder. Cuenta con el estímulo de Moncloa y con la seguridad de encontrar una mayoría alternativa en los comunes de Ada Colau y el solícito PSC de Salvador Illa. Culmina así el tránsito del procés insurreccional que diseñó Artur Mas al que patrocina Oriol Junqueras, «más gradualista, más sutil, más peligroso para la integridad territorial de España», como escribía con acierto nuestro analista de referencia en Cataluña, Iñaki Ellakuría. ERC es una fuerza con 90 años de historia, con un objetivo existencial definido y un ADN fundacional de imprevisibilidad y resentimiento. Durante los últimos cuatro años, Esquerra ha aprovechado la oportunidad que le da Sánchez de desgastar al Estado y desquitarse contra las instituciones que combatieron el 1-O: la Justicia, desairada con los indultos que ni siquiera obtuvieron la contrapartida moral del arrepentimiento, y los servicios secretos, descabezados y desprestigiados tras el affaire Pegasus. Esa estrategia continuará.

Ante los Presupuestos, es previsible que Aragonès exija la contrapartida que necesita para presentar un triunfo antes de la cita crucial de las municipales. Es difícil que el PSOE pueda concedérsela sin pagar un altísimo coste electoral, pero Sánchez sólo tiene un camino. La «desjudicialización» pasaría por una reforma de la sedición que evitaría la cárcel para 44 dirigentes separatistas a la espera de juicio. El blindaje del catalán, clave de la postración de los ciudadanos no nacionalistas, está a la espera de hacerse con el control del Constitucional, batalla que pasa por el bloqueado CGPJ. Y el llamado referéndum a la canadiense, que ya respaldó en su día Miquel Iceta, precisaría de algo con lo que no contará nunca: la fuerza de la opinión pública en el conjunto del país. La pregunta es qué hará el independentismo si en 2023 la derecha accede al Gobierno: Alberto Núñez Feijóo haría bien en tomar nota del entrecomillado que abre esta carta. El nacionalismo catalán no regresará a la lealtad al pacto constitucional. Mientras eso sea así, no se detendrá el declive

«No fuimos conscientes de la fortaleza del Estado», decía Gabriel Rufián en su entrevista con este diario. La conciencia moral de los ciudadanos que encarnan las instituciones que son la garantía del Estado de Derecho, con el Rey al frente, será un dique. Mañana se cumplen cinco años, también, del memorable discurso en el que la Corona renovó el vínculo de conexión con su pueblo a través de la figura de Felipe VI. El separatismo lo ha convertido en objetivo irrenunciable. A él, y a la Princesa Leonor, símbolo de la continuidad de la nación. Confíen siempre: la Constitución prevalecerá.

Joaquín Manso, director de El Mundo.

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