Cinco ideas sobre la OTAN

Me engañaría si afirmase que la reunión sevillana de los ministros de Defensa de la OTAN redunda en provecho de una discusión franca, entre nosotros, sobre lo que es hoy la Alianza Atlántica. A los ojos de la mayoría de nuestros conciudadanos, la de la OTAN es página pasada, y ello por mucho que siga pesando cierto resquemor ante lo que, al amparo de un aciago referendo celebrado en 1986, se entiende que fue un comportamiento poco edificante del lado del grueso de nuestra clase política.

Y, sin embargo, parece que sobran las razones para enjuiciar críticamente una alianza militar cuyo perfil presente sólo puede acatarse si se aceptan en paralelo, y sin rebozo, las reglas del juego que los grandes del Norte del planeta imponen hoy. El hecho de que la España de estas horas se haya sumado sin cautelas al carro correspondiente no significa en modo alguno que hayamos de acatar el formidable ejercicio de propaganda que rodea a la OTAN de principios del siglo XXI.

Y es que importa subrayar, en primer lugar, que la Alianza Atlántica es la principal de las alianzas militares pertrechadas por los países ricos. Como tal, no hay motivo mayor para dudar de que estamos ante el brazo armado mayor del proyecto económico que aquéllos defienden, esto es, la globalización en curso, con sus secuelas de especulación, concentración de la riqueza, desregulación y deslocalización. Si así se quiere, a la OTAN, por su especificidad guerrera, le corresponde tanto peso como al Fondo Monetario, al Banco Mundial y a la Organización Mundial del Comercio en conjunto.

Claro que, y en un segundo escalón, lo suyo es recordar que la Alianza Atlántica sigue siendo instrumento principal de los designios que avalan los gobernantes norteamericanos del momento. Hace unos días un analista político vinculado con la derecha más pronorteamericana sostenía que lo que acabo de anotar sólo lo defiende hoy la izquierda europea más rancia. No parece que sea así: todos los datos invitan a concluir que Estados Unidos dicta las reglas del juego a las que debe ajustarse en su comportamiento la OTAN, en la que, por añadidura, no consta que haya emergido ninguna señal, ni poderosa ni liviana, de contestación de la política norteamericana. Entiéndase bien: aunque no han faltado los miembros de la Alianza que han expresado coyunturales disensiones con respecto a las querencias de Washington -allí estuvieron Francia y Alemania en su contestación de la agresión estadounidense en Irak a principios de 2003-, nunca hemos tenido conocimiento de que la OTAN, como alianza colectiva, haya manifestado disidencia alguna. El entrampamiento de la Unión Europea en esta trama se antoja, por lo demás, evidente.

Uno de los indicadores -y pasemos a un tercer argumento- de la sumisión otaniana al dictado de la Casa Blanca lo ofrece una generosa expansión del área de acciones militares de la Alianza, que hoy parece no aceptar al respecto ninguna suerte de limitación. De manera singular, la OTAN, por sí sola un poderoso estímulo para el crecimiento del gasto militar en tantos lugares, ha empezado a mover sus peones en una región vital para los designios imperiales de Estados Unidos, como es el Oriente Próximo entendido en sentido amplio. La mayoría de los proyectos que apuntan a mejorar las prestaciones de la Alianza nacen precisamente del designio de perfilar instrumentos de empleo rápido en esa conflictiva región. El plegamiento de la OTAN a la estrategia norteamericana es tal que sus responsables han acatado sin pestañear lo que en unos casos -Afganistán- han sido demandas de franca imbricación y en otros -Irak- llamativas y unilaterales decisiones de marginación.

Claro es que, y anunciemos una cuarta idea, la principal fórmula de legitimación de la Alianza Atlántica de estas horas no es otra que la que ofrece el intervencionismo autotitulado humanitario. Sobran los argumentos para concluir que las acciones correspondientes obedecen a la defensa de los intereses más tradicionales y mezquinos, y ello por mucho que se adoben de la superstición de que por detrás de ellas despunta el designio de liberar a pueblos acosados o restaurar derechos conculcados. Si la OTAN desea que sus críticos engullan tal mitología, bien haría en colocarlos en situación delicada de la mano, por ejemplo, del despliegue de sus soldados en Gaza y Cisjordania, para exigir la rápida evacuación del Ejército israelí, o en el Kurdistán, para reclamar lo propio de los militares turcos. No parece, sin embargo, que en la agenda de la Alianza Atlántica se barrunten tan honrosos objetivos.

Agreguemos, y vaya una quinta apreciación, que la OTAN ha sido y es elemento central de descrédito del sistema de Naciones Unidas. Pocas veces se recuerda que, cuando la Alianza celebró su quincuagésimo aniversario, en 1999, aprobó una declaración en virtud de la cual señalaba que en adelante sus acciones militares no tendrían por qué ajustarse a una resolución específica del Consejo de Seguridad de la ONU. Quien piense -y traduzcamos el argumento- que Estados Unidos violenta abruptamente la legalidad internacional mientras, en cambio, la OTAN se muestra escrupulosamente respetuosa de ésta haría bien en repasar sus conocimientos.

Cuando el presidente español, Rodríguez Zapatero, defiende -y en su derecho está- su proyecto de una Alianza de Civilizaciones, infelizmente separa de manera artificial el mundo de lo cultural y lo civilizatorio, por un lado, del mundo de la economía y los hechos militares, por el otro. Y es por desgracia este segundo universo el que determina -no nos engañemos- la mayoría de los problemas y tensiones en el planeta contemporáneo. La Alianza Atlántica configura, en esa trama, un instrumento central para ratificar atávicas exclusiones y desigualdades. Ningún motivo hay para concluir que su concurso anuncia nada saludable a la hora de acabar con las primeras y reducir las segundas.

Carlos Taibo, profesor de Ciencia Política en la UAM y colaborador de BAKEAZ.