Cinco minutos de apagón

La bienintencionada Alliance pour la Planète, francesa, exhortó a la ciudadanía europea a que comenzáramos el mes de febrero con un apagón a las 19.55 horas que durara hasta las 20.00. En esos cinco minutos, la benemérita alianza no esperaba postergar el cataclismo ambiental que se nos va echando encima, sino llamar la atención de la ciudadanía ante ella. Sus militantes preveían --no fue difícil adivinarlo-- que el informe que emitiría un panel de expertos de las Naciones Unidas al día siguiente no iba a augurar nada bueno. Confirmaría el insostenible consumo energético al que tan alegremente estamos entregados.

Lejos de mí deseo alguno de unirme al sarcástico coro de quienes consideran ingenuo e inútil el gesto. Al contrario, me parece muy bien. Les felicito por su sagacidad mediática. La Alliance contó conmigo: apagué luces y desconecté todos los enseres eléctricos en stand by. Pertenezco a la crédula grey de quienes se toman en serio el Día sin Coches mientras sorteo angustiado el endiablado tráfico con que nos regalan los automovilistas. A ellos les importa un bledo esa peregrina idea, y menos aún si se lo dice un alcalde.

Con esto por delante, cabe preguntarse si vamos a alguna parte con estas campañas cívicas minimalistas que piden de nosotros gestos simbólicos. No serán, sin duda, brindis al sol (en este caso a la belleza del firmamento, con un descenso fugaz de la polución lumínica), pero son manifiestamente ineficaces. Serán, seguro, efímeramente espectaculares, si las sigue suficiente número de ciudadanos de buena fe. Pero no pondrán coto a nada, porque ladran a la luna. En el caso del microapagón del jueves, es literalmente lo que hacen. Ima- gínense ustedes que los ambientalistas dieran un golpe de timón a su estrategia. Que abandonaran los gestos. Que confeccionaran una lista de prioridades sustanciales. Veríamos entonces que, en el elenco de destructores de nuestro medio ambiente, los enseres eléctricos en stand by y las bombillas domésticas ocupan un lugar más que secundario. Los invasores con cemento de las costas y los montes presentan un riesgo mayor para la vida decente de la ciudadanía. Los enemigos del control de natalidad, también. Y lo mismo los que ensucian y esquilman los mares. Hay gentes que se enfrentan a estos y otros males. Pero no bastan todavía, ni en número ni en poder.

Hacen falta dos cosas, si es que queremos hacer algo más que postergar la agonía planetaria ad calendas graecas mediante una acción eficaz. A saber: imponer legislación eficaz que controle toda nueva agresión injustificada contra la naturaleza y usar la lógica en nuestro discurso público. Para que nos entendamos: es inaceptable que se quejen de los efectos del cambio climático sobre la falta de nieve quienes más contribuyen a la falta de nieve. Quien corta bosque, produce colas interminables de vehículos, consume cantidades de gasolina para producir nieve artificial y un astronómico recalentamiento atmosférico en sus residencias y hoteles de montaña es el último que puede quejarse de que no nieve. Pero se queja. Y cómo. No espero que de la noche a la mañana los empresarios de las cumbres se transformen en filósofos analíticos, pero sí que se imponga un razonamiento que entendamos todos. O que no nos tomen por necios. Quien destruye no tiene derecho a quejarse de la destrucción.

Los entusiastas de la libertad consumista se alzarán contra mi propuesta de una legislación protectora eficaz contra lo que sabemos a ciencia cierta que está acabando con este lamentable planeta. Para empezar, no a todas las gentes les preocupa ese fin: los fanáticos de todas las ideologías y religiones (no las religiones, sino los fanáticos de ellas) tienen otras preocupaciones. No hay más que ver con qué entusiasmo se matan entre sí o matan a gentes inocentes en nombre de sus certidumbres. Cualquiera les sermonea a estos con lo del cambio climático. Cualquiera les explica a los tutsis y a los hutus del África central que en la raíz de su odio genocida y desesperación absoluta estaba una explosión demográfica en condiciones de precariedad agraria que nadie quiso paliar. Aunque sabíamos cómo hacerlo.

Pero a los entusiastas del desenfreno capitalista tal vez les satisfaga la noción de que para seguir gozando de él (con algún modesto recorte, eso sí) se necesita algo más que un apagón de cinco minutos. Una legislación efectiva. Lo que nos deja melancólicos es que los partidos políticos que adornan sus siglas con el color verde y sus programas con propuestas ambientalistas sean tan cobardes como son. Tan prosistema como son en su temor cerval por cumplir con pundonor con lo que ellos mismos proclaman.

Observen ustedes que estos renglones no son utópicos. Ni siquiera son antisistema, por utilizar un lugar común ridículo. Más bien se apoyan en una modesta y doble proposición reformista: coherencia en lo que argumentamos, por un lado, y legislación efectiva, por otro. Con cinco minutos de estética estática no vamos a ninguna parte. Cosas y juegos simbólicos de países opulentos: los que con mayor brío conducen a la humanidad a su previsible y todavía evitable fin. Un fin producido por el propio hombre.

Salvador Giner, catedrático de Sociología.