Cinco minutos (una revelación violenta)

Cinco minutos (una revelación violenta)

Las salas de espera de un hospital público son lugares capaces de hacer de esbozo del mundo, de cómo se organiza un mundo, una comunidad, de cómo se cuida, qué vidas enferman y esperan y cuáles no las transitan porque no pueden o simplemente cuentan con una salud de hierro, buena genética, alimentación sana, vida tranquila y probablemente una asistencia pagada.

Cuando esperas en ellas y observas, puede ocurrir que de pronto lo acostumbrado se te muestra con otra cara, como si lo que contradictoriamente está a vista de todos no siempre fuera visto y necesitara una pausa, un respirar despacio. Puede que entonces la revelación llegue como un sonido violento. De esta manera se refería el filósofo Gilles Deleuze al paso de una percepción sensorio-motriz a otra óptico-sonora. Lo decía aludiendo a la película Europa 51 de Roberto Rosselini cuando la protagonista, mirando (como otras veces) las condiciones de trabajo en una fábrica, sintió ser atravesada por “un sonido demasiado violento”, como “un rayo visual demasiado fuerte”, algo que estaba allí sin que antes lo hubiera visto y de pronto se le hacía “lo intolerable, lo insoportable”.

En este caso, el sonido llegó de una enfermera que susurraba a la doctora en prácticas: “No podemos dedicar más de cinco minutos a cada paciente o colapsaremos”. Fue un rayo demasiado fuerte. Yo había abandonado la sala apretada de enfermos y estaba junto a la doctora. Sentía que quería ayudarme, pero la presión de afuera le dificultaba intercambiar un consejo conmigo, una empatía ampliada en un “te escucho, cuéntame cómo estás y cómo avanzas”. No podía. Ella estaba tan estresada como yo y la maquinaria nos hacía engranajes. La angustia siguió en el camino de vuelta como quien recibe el veredicto de un diagnóstico de lo que no puede tratarse ni hablarse. “—Pero…. —Tiene que pasar el siguiente. —Pero… —Tiene que pasar el siguiente”. Y se hizo bucle sintiendo el riesgo de que nos den por perdidos. A ellos como médicos que buscarán otros destinos, a nosotros como enfermos que van derivando a un apagamiento pronosticado.

Últimamente, paso mucho tiempo en estas salas de espera de Madrid. Tengo varias enfermedades y una de las que llaman huérfanas que te tratan tratando partes distintas del cuerpo. Hay días que llevo los ojos, días que van los oídos, días que traigo tiroides, días que me trae el estómago y otros que vengo con los riñones. Es difícil vernos en conjunto porque no hay tiempo, no somos rentables o no hay recursos. No al menos como los hubo para esos meritorios comisionistas y conseguidores afines a gobernantes que lograron sumas indignas de dinero público para su valiosísimo trabajo de “ser más ricos”, a diferencia de la banalidad del trabajo de médicos e investigadores que pueden ayudarnos a “seguir vivos” o a vernos en conjunto, vaya.

Sin embargo, debo decir que mi experiencia anterior es distinta. He transitado gran parte de mi vida en las salas de espera de la sanidad pública andaluza no para tratar mis enfermedades recientes sino para acompañar a otros. Tengo inmensas deudas de gratitud con las personas que allí nos han cuidado. En los últimos 30 años esa sanidad ha salvado a mi padre de tres cánceres, ha operado varias veces a mi madre y nos ha acompañado en la enfermedad y muerte de mi hermana, dándolo todo. Al llegar a Madrid hace unos años me sorprendió que la mayoría tuviera seguro privado, aunque pensé que era una opción positiva poder elegir. Poco tardó en cambiar esta percepción al comprobar que no eres tú quien elige, que tú puedes ser o no elegido, aceptado o no por la mutua. Para quien puede, comienza siendo opcional y termina viéndose obligatorio. Así también se normaliza y se cultiva la desigualdad. Mientras la sanidad pública cae en el pozo, primero del abandono, después de la saturación.

Empezamos con un seguro privado para complementar determinados servicios médicos que no se cubren con agilidad en la pública como ginecología u oftalmología. El uso aumenta paralelamente a las listas de espera de la pública. Las cuotas suben conforme la edad avanza y las enfermedades aparecen o se agravan. Pero llega un momento en que o no se puede pagar una cuota tan alta o directamente la aseguradora no renueva el contrato por considerar que usted tiene más enfermedades de las que resultan rentables. No olvide que para ella usted es un paciente, pero ante todo usted es un negocio y si tiene cáncer, diabetes, discapacidad, enfermedad crónica o simplemente es viejo, es desalojado de ese sistema privado a no ser que pague los cuantiosos recibos de sus pruebas y tratamientos como persona adinerada. Las hay, pero suelen verse más atendidas y vigiladas, menos estresadas por su colchón económico. Y juraría que enferman menos, que nos parecen más guapas, se cuidan y les cuidan, comen mejor, esquivan la ansiedad laboral que la mayoría de ciudadanos sufrimos y nos anuda las vísceras.

¿Recuerda esas películas estadounidenses donde lograr un seguro de salud es clave para una vida tranquila o una elección laboral? Nadie nos dijo que era nuestro futuro y en muchos lugares de España es nuestro presente. Algunos creen que podrán tener estos seguros toda la vida, pero no. Por ello, la revelación tiene una segunda parte, en la que usted y yo nos encontraremos en las salas de espera. Cuando su cáncer o esa otra enfermedad no sea rentable para su mutua y le deriven a la sanidad pública. No se extrañe si los médicos se han marchado de la ciudad o del país porque no se les pagaba bien, estaban en desacuerdo con las infinitas listas de espera o la excepción de atendernos en cinco minutos se ha convertido en norma.

Para que esa revelación de futuro posible no acontezca, la movilización social que nace de un detenerse a pensar en este riesgo y actuar solidariamente es nuestra esperanza. Proteger y curar la sanidad pública es cuidarle a usted y a mí. Y no me refiero a soluciones temporales ni a efectismo electoralista. Necesitamos cambio de rumbo, cuidar este tesoro como suelo social que nos garantice la salud, escuchada, atendida con un tiempo humano, financiada.

Madrid es muchos Madrid, pero para vivir en el que aparece en los anuncios hay que tener un suelo de garantías donde el cuerpo enfermo sea cuidado. Esa intrahistoria no enfocada en las bellísimas terrazas y fiestas que aquí podemos disfrutar nos necesita vivos; y a los políticos bajando de esa arrogancia que les obceca en no darse por aludidos mientras pasan los servicios públicos a las empresas de quienes se lucran con la salud, que no debiera ser negocio.

Asumimos que la sanidad pública estará siempre, pero su deterioro ha sido tan progresivo, tan silencioso, que se nos pone en juego cuando es el pulmón de nuestro país, el tesoro que nos ha hecho más iguales de todo lo que, público, tiene este propósito. “No puedes dedicar más de cinco minutos o colapsaremos”. Y esta frase se hace futuro para el resto del país si esta inercia no se cambia.

La demografía y los datos lo indican. En breve seremos tantos los enfermos y los ancianos que necesitamos una sanidad pública fuerte. No se trata de una medida concreta, se trata de construir una política que cuide los cuidados y la sanidad, que nos permita vivir y ser, se trata de dejar de normalizar lo intolerable, la salud como negocio.

Remedios Zafra es investigadora en el Instituto de Filosofía del CSIC y autora de Frágiles. Cartas sobre la ansiedad y la esperanza en la nueva cultura (Anagrama).

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