Cinco paradojas europeas

"Si tratas de fracasar y lo consigues”, preguntaba el monologuista estadounidense George Carlin, “¿qué es lo que has logrado?”. Lo que responda cada uno a esta pregunta indicará qué piensa de la elección de Ursula von der Leyen como presidenta de la Comisión Europea. En mi opinión, la antigua ministra de Defensa alemana merece dirigir la Unión, pero el turbio proceso de su candidatura ha convertido el deseo de los ciudadanos de tener una UE más democrática y abierta en una broma. El escaso margen con el que ha sido elegida no tiene que ver con sus cualidades de líder, sino con las negociaciones entre bastidores. Lo paradójico es que, si bien los votantes han acudido a estas elecciones europeas pensando más que nunca en los intereses de Europa, las decisiones sobre los altos cargos se han tomado, también más que nunca, pensando en los intereses nacionales.

El destino actual de Europa parece consistir en oscilar entre la esperanza y la humillación. Y existen, al menos, cinco paradojas esenciales.

Varias semanas antes de las elecciones, el sondeo realizado por el Consejo Europeo de Relaciones Exteriores reveló la suprema paradoja: el hecho de que, aunque la confianza en la Unión Europea (UE) es hoy la mayor de los últimos 25 años, una mayoría de los europeos en todos los países investigados, salvo España, cree que el bloque acabará roto en el plazo de 20 años. No ven ninguna alternativa a la UE, pero eso no quiere decir que vaya a sobrevivir.

En segundo lugar, si bien la Unión Europea no ha logrado resolver ninguna de las crisis que la han desgarrado en el último decenio (la crisis del euro, el conflicto entre Rusia y Ucrania, el Brexit, la crisis de los refugiados), su concatenación ha creado milagrosamente las condiciones que han permitido aguantar a la Unión. Sigue siendo tan frágil como siempre, pero sus posibilidades de resistir son mucho mejores que hace tres años.

Tercero, una consecuencia inesperada del ascenso de los partidos populistas y antieuropeos es que hoy, en Europa, nadie defiende abiertamente la salida de la Unión. Si, hace tres años, había más de 16 partidos en Europa confiados en ganar las elecciones con su plan de salir de la Unión o al menos del euro, hoy el -exit ha dejado de ser una prioridad política. No se sabe si la reconciliación de los populistas nacionalistas con la idea de una Europa unida es una buena o mala noticia, pero desde luego es la noticia.

La cuarta paradoja es que se preveía que las elecciones fueran un referéndum sobre Europa, un choque entre partidos proeuropeos y antieuropeos, pero, a la hora de la verdad, la frontera entre esos dos grupos ha sido la más porosa de todo el continente. La nueva presidenta de la Comisión —que se declara partidaria de una Europa federal— resultó elegida con los votos de algunos partidos antieuropeos (el Movimiento 5 Estrellas italiano, el Partido Ley y Justicia de Polonia), mientras que algunos proeuropeos (los socialistas, los liberales y seguramente algunos diputados conservadores) votaron en contra. Los grupos políticos del Parlamento Europeo tienen tal fragmentación interna, que Bruselas corre peligro de acabar invadida por una disfuncionalidad al estilo del Brexit. Si la elección de la presidenta de la Comisión Europea es indicativa de lo que nos espera, es fácil imaginar que el Parlamento empezará pronto a parecerse al Westminster del Brexit, con unos diputados capaces de formar mayorías de bloqueo pero no de configurar mayorías constructivas.

La quinta paradoja derivada de las últimas elecciones, y probablemente la más importante, es que, aunque la elección de la ministra de Defensa Ursula von der Leyen para la presidencia de la Comisión dé la impresión de que se refuerza la hegemonía alemana en Europa, la realidad es que Berlín ha perdido influencia, y eso puede ser peligroso para la UE. Desde luego, Alemania sigue siendo el miembro con más poder, pero cada vez es menos influyente.

Alemania no es ni tan poderosa como muchos temían en Europa ni tan estable como muchos esperaban, y es probable que la retirada de la canciller Angela Merkel deje aún más al descubierto la nueva vulnerabilidad de Berlín. Los alemanes han disfrutado de unas largas vacaciones de la historia, pero ya se han terminado. En la última década, mientras las sociedades europeas se desgarraban en medio de la angustia y la indignación, los ciudadanos alemanes, en su mayoría, estaban satisfechos con su situación económica. Antes de la crisis de los refugiados, confiaban en los políticos e incluso en los grandes medios de comunicación, y por eso Alemania insistía en mantener el statu quo y hacía oídos sordos a los problemas ajenos. Populismo era una palabra que no tenía traducción allí. En los días de la crisis financiera, había tantas diferencias entre Alemania y sus socios europeos como entre una comedia romántica y una película de terror. Sin embargo, las elecciones legislativas de noviembre de 2017 demostraron que la fantasía se había terminado, y las elecciones europeas de 2019 lo han confirmado.

Fue la llegada de refugiados en 2015 —y el pánico cultural y demográfico que causó— lo que acabó con la excepción alemana. De la noche a la mañana, se ha convertido en un país europeo como los demás. Sus grandes partidos sufren una crisis existencial y la amenaza de extinción. El extremismo está en alza. La confianza de los ciudadanos en las instituciones, en declive. Los que antes eran problemas de otros países de pronto se han convertido también en problemas alemanes. En 2014, a propósito del “momento alemán” que se vivía en la historia (el hecho de que a Alemania le iba bien mientras que todos los demás países europeos estaban mal), Thomas Bagger, uno de los intelectuales políticos más profundos del país y actualmente asesor de Política Exterior del presidente federal, advirtió sabiamente que “el momento alemán tiene la limitación de que es solo alemán, y no un momento europeo”.

La “cuestión alemana” —la influencia excesiva de Berlín en la política europea— ha sido crucial en cualquier discusión sobre el futuro de la UE desde la crisis financiera y el Brexit. Pero el quid de esa cuestión no está en la fortaleza de Alemania, sino en la debilidad que ahora ha quedado al descubierto. La pregunta es saber si Berlín seguirá comprometida con la UE en un momento en el que la capacidad de decisión de Alemania en la Unión ha disminuido y muchos europeos siguen responsabilizándola por un poder que ya no tiene.

Con el modelo económico alemán en crisis como resultado de una conjunción de cambios tecnológicos y geopolíticos, y cuando la sociedad alemana ha perdido la confianza en sí misma, el compromiso de Berlín con la UE no puede darse por descontado.

Los sondeos de opinión de las dos últimas décadas indican que, mientras los Estados miembros de la periferia (tanto España como Polonia) confían en las instituciones europeas porque tienen una profunda desconfianza en sus propias instituciones y clases dirigentes, las sociedades de los Estados miembros que forman el núcleo de la UE (Holanda, Alemania, Francia) tienden a confiar más en sus instituciones nacionales que en las europeas, y su fe en la UE depende de que piensen que sus Gobiernos pueden determinar las políticas europeas.

Hay que preguntarse qué visión va a tener ahora Alemania de Europa, cuando muchos alemanes están poniendo en duda la eficacia de sus propias instituciones y los partidos de la oposición han sido los críticos más feroces de la nueva presidenta de la Comisión (que es alemana); la respuesta definirá la diferencia entre el éxito y el fracaso de la UE.

Ivan Krastev es columnista de opinión, presidente del Center for Liberal Strategies, investigador permanente en el Instituto de Ciencias Humanas Sciences de Viena y autor, entre otros libros, de After Europe. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

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