Cuando se trata de geopolítica, siempre hay mercado para el pesimismo. En este sentido, los últimos tiempos han sido de bonanza: The Economist, Foreign Affairs y muchas otras publicaciones menos exaltadas rebosan afirmaciones sobre el desmoronamiento del orden mundial, la decadencia terminal de la capacidad (y del deseo) estadounidense para salvarlo, y sobre lo ilusorio de las posibilidades de evitar un grave conflicto en la década entrante.
Abundantes eventos recientes –junto con los fantasmas de 1914 y 1939– han dado un espaldarazo a las reputaciones, los derechos de autor y los ingresos de los agoreros actuales. Tenemos el aventurerismo ruso en Ucrania, la reafirmación territorial de China –y la nueva ofensiva de nacionalismo japonés– en el este asiático; las continuas catástrofes en Siria y, en términos más amplios, la confusión en Oriente Medio; el resurgimiento de crímenes de atrocidades en Sudán del Sur, Nigeria y otros sitios de África; y la ansiedad por los renovados conflictos comunales en India después de la apabullante victoria electoral del nacionalista hindú Narendra Modi.
Pero, si bien las condiciones políticas mundiales distan de ser ideales –nunca lo son– hay abundantes motivos para creer que tampoco son tan terribles como muchos afirman. Estos son los cinco motivos más importantes para evitar perder tanto el sueño como proponen algunos entendidos.
En primer lugar, la Segunda Guerra Fría no está a la vuelta de la esquina. A Rusia y China no les gusta la apropiación estadounidense del liderazgo mundial, disfrutan molestando siempre que pueden, desean una mayor influencia regional y (al igual que EE. UU.) periódicamente dan la espalda al multilateralismo cooperativo. Pero ambos países están profundamente integrados al orden mundial existente y ninguno de ellos tiene el impulso ideológico, el interés económico, la capacidad física ni el apoyo de aliados para desafiarlo. Desean una mayor influencia en las instituciones internacionales, pero no derrocarlas.
En segundo lugar, el deterioro del poder y la influencia estadounidenses sobre China y otras potencias emergentes es natural, inevitable, y no es motivo de alarma entre quienes desde hace mucho dependen de la protección y el apoyo estadounidenses. Es inconcebible que EE. UU. hubiera podido mantener por siempre el dominio unipolar que exhibió en los primeros años posteriores a la Guerra Fría, cuando producía cerca del 30 % del PIB mundial y la mitad del gasto militar en el mundo. Otros estaban destinados a jugar para igualarlos.
La realidad es que, en términos absolutos, el poder económico y militar estadounidense aún es enorme y ese país tiene –algo que continuará durante el futuro próximo– muchos más aliados, amigos e influencia que cualquiera de sus competidores. Lo que importa es cómo decide ahora ejercer ese poder. Como escuché a Bill Clinton decir en privado, poco tiempo después de su presidencia, esa opción no debe «buscar perpetuarnos como los jefes de la manada para siempre, sino crear un mundo en el cual nos sintamos cómodos cuando ya no lo seamos».
Tercero, si bien la ambición de las potencias nacientes por más espacios e influencia es una certeza, no es siquiera remotamente inevitable que esta búsqueda deba asumir una forma militar. Todos tienen demasiado que perder. Las principales potencias del mundo son mucho más interdependientes financieramente y en términos de las cadenas de aprovisionamiento que en 1914 –el año de insensato optimismo que a los pesimistas les encanta citar– y los horrores acumulados del siglo XX han cambiado fundamentalmente el entorno normativo. El belicismo –la noción de que la guerra es noble y puede purificar y limpiar– ha muerto más allá de toda duda.
Cuarto, la disminución de la dependencia del poder militar para solucionar problemas geopolíticos no es signo de que los cobardes están a cargo, sino de que los adultos lo están. La credibilidad estadounidense no está en riesgo –ni frente a sus aliados ni frente a sus enemigos– cuando toma decisiones cuidadosamente calibradas sobre el equilibrio del riesgo y el beneficio del uso de esa fuerza en casos particulares.
La crítica recurrente dirigida al presidente Barack Obama por no seguir su amenaza de ataque a Siria si usaba armas químicas está completamente equivocada. La idea era evitar que esas armas fueran usadas por el régimen de Assad y la diplomacia –respaldada con la amenaza de la fuerza– parece haber logrado exactamente eso (aunque hubo informes recientes, no confirmados pero preocupantes, tanto de su uso por los rebeldes como de reincidencias por parte del régimen).
Por supuesto, la fuerza militar debe continuar entre las herramientas disponibles, para responder a estados que libran guerras agresivas, como Iraq en 1991. La capacidad militar también es necesaria para cumplir con la responsabilidad global de proteger a los ciudadanos en riesgo de genocidio y otros crímenes de atrocidad masiva si no hay opciones menores y si intervenir hará más bien que mal, como hubiera sido el caso en Ruanda en 1994. Pero si los días de vaqueros de George W. Bush han terminado, es algo que aplaudir, no para lamentar.
Quinto, el sistema internacional ha estado respondiendo a los desafíos geopolíticos de manera más eficaz de lo que por lo general se reconoce. A pesar del colapso en su relación respecto de Crimea, EE. UU. y Rusia han continuado trabajando juntos para negociar una solución diplomática a la cuestión nuclear iraní y (con China), desarrollar respuestas colectivas del Consejo de Seguridad a las sucesivas crisis en África. En casi todas las áreas de rivalidad entre las grandes potencias, los problemas potencialmente volátiles son compartimentados, mientras que se continúa con la cooperación en el resto.
Ningún responsable de políticas puede confiarse. No parece haber un final cercano para la pesadilla Siria, el respiro en el este de Ucrania puede resultar temporario y en las relaciones chino-japonesas parece primar un déficit de serenidad. Tampoco escasean otras mejoras sistémicas ni problemas –entre los cuales la reducción del armamento nuclear no parece ser el menor– en los cuales trabajar.
Pero el pesimismo alarmista se alimenta a sí mismo, es derrotista y debe ser refutado. Hay muchos motivos para creer que, para lo más importante, hemos aprendido enormemente de los errores del pasado. Si logramos mantener la calma y no perder la cabeza, los peores de esos errores no han de repetirse.
Gareth Evans, former Foreign Minister of Australia (1988-1996) and President of the International Crisis Group, is currently Chancellor of the Australian National University and Distinguished Visiting Professor at the Central European University in Budapest. He co-chairs the New York-based Global Center for the Responsibility to Protect and the Canberra-based Center for Nuclear Non-Proliferation and Disarmament. Traducción al español por Leopoldo Gurman.