Cinco verdades sobre el terrorismo

La política estadounidense parece un rehén del terrorismo. En diciembre de 2016, las encuestas indicaron que uno de cada seis estadounidenses, cerca de un 16% de la población, identifica hoy al terrorismo como el problema nacional más importante, frente a apenas un 3% del mes anterior. Se trata del porcentaje más alto de mención en cerca de una década, aunque sigue siendo muy inferior al 46% que se midiera tras los ataques del 11 de septiembre de 2011.

El efecto de este cambio en la opinión pública ha sido especialmente fuerte en las primerias presidenciales republicanas. No hay duda de que reforzó la candidatura de Donald Trump, cuya retórica antimusulmana ha sido particularmente dura (aunque no incendiaria). Algunos políticos están comenzando a referirse a la lucha contra el terrorismo como la “Tercera Guerra Mundial”.

Como demostrara el ataque de diciembre en San Bernardino, California, el terrorismo es un problema para Estados Unidos, pero tanto los candidatos como los medios que responden al viejo adagio de “si sangra, manda” lo han llevado a niveles desproporcionados. Para ponerlo en su verdadera perspectiva, los estadounidenses (y otros) deberían tener en cuenta las siguientes consideraciones.

El terrorismo es una forma de teatro. A los terroristas les interesa más llamar la atención y poner sus problemas al frente de la agenda que la cantidad de víctimas que causa per se. El Estado Islámico, o ISIS, presta especial atención a la puesta en escena. Las bárbaras decapitaciones que se difunden por las redes sociales están pensadas para causar impacto e indignación, y así llamar la atención. Al exagerar sus efectos y hacer de cada acción terrorista un titular noticioso solamente les hacemos el juego.

El terrorismo no es la mayor amenaza a la que se enfrentan los países avanzados. Mata a mucho menos personas que los accidentes de coche o los cigarrillos. De hecho, ni siquiera es una gran amenaza: es más probable que a uno le caiga un rayo a que muera víctima de un terrorista.

Los expertos estiman que el riesgo anual de que un ciudadano estadounidense muera por un ataque terrorista es de uno en 3,5 millones. Es más probable que muera en un accidente doméstico en la bañera (uno en 900.000), causado por un electrodoméstico (uno en 1,5 millones), por un ciervo (uno en 2 millones) o en un avión comercial (uno en 2,9 millones). Seis mil estadounidenses mueren cada año por enviar mensajes o charlar con el teléfono al conducir, varios cientos de veces más que las víctimas del terrorismo. El terrorismo radical islámico causa la muerte de menos estadounidenses que los empleados o estudiantes descontentos que disparan a sus compañeros de trabajo o estudio. El terrorismo no es ninguna Tercera Guerra Mundial.

El terrorismo global no es nuevo. A menudo debe pasar una generación antes de que surja una ola terrorista. A comienzos del siglo veinte, guiado por ideales utópicos, el movimiento anarquista mató a varios jefes de estado. En los años 60 y 70, las Brigadas Rojas y la facción del Ejército Rojo, de filiación “neoizquierdista”, secuestraron aviones en ruta internacional y asesinaron a políticos y empresarios (así como a ciudadanos comunes y corrientes).

Los extremistas del yihadismo actual son un venerable fenómeno político envuelto en vestiduras religiosas. Muchos de sus líderes no son fundamentalistas tradicionales, sino personas desarraigadas por la globalización y que buscan sentido en la comunidad imaginaria de un califato islámico puro. Para derrotarles serán necesarios tiempo y esfuerzo, pero la naturaleza cerril del ISIS limita el alcance de su atractivo. Con sus ataques sectarios ni siquiera puede atraer a todos los musulmanes, ni mucho a menos a los hindúes, los cristianos y personas de otras confesiones. Acabará por ser derrotado, tal como lo fueron otros terroristas internacionales.

El terrorismo es como el jiu jitsu. El luchador más pequeño aprovecha la fuerza del más grande para derrotarlo. Ninguna organización terrorista es tan poderosa como un estado, y pocos movimientos terroristas han logrado derrotar a uno. Pero si pueden irritar y frustrar a sus ciudadanos y hacer que emprendan acciones contraproducentes, pueden albergar la esperanza de lograrlo. Al-Qaeda logró que Estados Unidos entrara a la guerra de Afganistán en 2001. El ISIS surgió de las cenizas de la subsiguiente invasión estadounidense a Irak.

Para derrotar al terrorismo se necesita poder inteligente. El poder inteligente es la capacidad de combinar poder militar y policial con el poder blando de la atracción y la persuasión. Pocos terroristas fanatizados están abiertos a la atracción o la persuasión, y para su captura o eliminación es necesario el poder  duro. Al mismo tiempo, el poder blando sirve para inmunizar a aquellos que los fanáticos intentan reclutar en la periferia.

Por esa razón la atención a la narrativa y la manera como las acciones de EE.UU. repercuten en las redes sociales es tan importante y necesaria como los ataques aéreos de precisión. La retórica antagónica que aleja a los musulmanes y debilita su disposición a proporcionarnos información de inteligencia crucial nos pone a todos en peligro, y por eso es tan contraproducente la actitud antimusulmana de algunos de los actuales candidatos presidenciales.

El terrorismo es un problema serio y merece ser una de las grandes prioridades de nuestros organismos de inteligencia, policiales, militares y diplomáticas. Es un componente importante de la política exterior, y crucial para evitar que los terroristas accedan a armas de destrucción masiva.

Pero debemos tener cuidado con no caer en la trampa de los terroristas. Dejemos que sus acciones ocurran en un teatro sin público. Si permitimos que ocupen el escenario de nuestro discurso público, socavaremos la calidad de nuestra vida cívica y distorsionaremos nuestras prioridades. Habrán utilizado nuestra propia fortaleza para golpearnos.

Joseph S. Nye, Jr., a former US assistant secretary of defense and chairman of the US National Intelligence Council, is University Professor at Harvard University. He is the author of Is the American Century Over?. Traducido del inglés por David Meléndez Tormen

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