Cincuenta sombras de amarillo

¿Quiénes son los Chalecos Amarillos? ¿Cuáles son las verdaderas raíces de su alzamiento? ¿Y qué quieren? Seis semanas después de que empezaran a sacudir la política francesa y un mes después de que estallara la violencia en los Campos Elíseos, estos interrogantes todavía son debatidos acaloradamente en Francia.

Los Chalecos Amarillos son sumamente visibles y sumamente enigmáticos. Su rebelión comenzó con la ocupación de rotondas en todo el país, pero llegó a los titulares con manifestaciones violentas en París. Han retenido el apoyo de alrededor del 70% de la población y cerca de tres millones de personas se suscribieron al “Contador Oficial de Chalecos Amarillos” en Facebook, pero sus protestas nunca excedieron los 300.000 participantes –muchos menos que en manifestaciones pasadas organizadas por los sindicatos contra las reformas sociales-. Han sido ubicuos en los canales de noticias pero no tienen portavoces reales. Cuando, en el pico de la crisis, el primer ministro Édouard Philippe invitó al diálogo y abrió su puerta, no apareció nadie.

No es fácil determinar qué es lo que quieren realmente. Los Chalecos Amarillos ya han mutado dos veces. El levantamiento fue desatado inicialmente por el anuncio de impuestos adicionales al combustible, destinados a fomentar una reducción de las emisiones de dióxido de carbono. Pero después de que el gobierno cancelara el incremento planeado del impuesto, el foco de las protestas pasó a ser el poder adquisitivo estancado. Una vez más, el gobierno cedió terreno: el presidente Emmanuel Macron anunció el 10 de diciembre la revocación de las alzas impositivas para los pensionados y un aumento de los beneficios sociales de los trabajadores que incrementará un 8,5% el ingreso de las personas que ganan el salario mínimo. Los manifestantes respondieron con displicencia y recrudecieron las demandas políticas, entre ellas un mayor espacio para la democracia directa, especialmente a través de referendos populares.

El motivo de las protestas iniciales está claro. Los impuestos a la energía son regresivos: la gente de bajos y medianos ingresos gasta un porcentaje importante de lo que gana en calentar sus casas y llenar los tanques de sus autos. En las últimas décadas, muchos hogares de clase media se han trasladado a lugares alejados del trabajo donde la vivienda es más económica (Francia se ha norteamericanizado considerablemente en este sentido). Consideran que los impuestos al carbono son injustos –los ricos no los pagan en el transporte aéreo y los hípsters se benefician de un transporte público subsidiado-. Para que resulten aceptables, los ingresos se deberían haber destinado a apoyar la transición verde, o redistribuido explícitamente en forma de recortes impositivos generalizados. Por razones presupuestarias, las medidas de apoyo estaban limitadas al 10% inferior de la población. La gente inmediatamente por encima se sentía ignorada y apremiada, y fue a las rotondas en señal de protesta.

Cuesta más entender por qué tanta gente de clase media baja siente que no puede llegar a fin de mes. Mientras que el ingreso mediano de los hogares se estancó en Estados Unidos y Alemania desde el cambio del milenio, no fue el caso en Francia. A pesar de la crisis financiera, el ingreso real de los hogares aumentó un 8% de 2007 a 2017 –más que en muchos otros países europeos-. Es más, hubo una redistribución significativa en la escala de ingresos. Los cambios en los impuestos y las transferencias se llevaron el 5% del ingreso del 10% que más gana, y aumentó 5% el ingreso del 20% de más abajo.

Parte de la explicación es demográfica: el envejecimiento y el aumento de hogares de una sola persona o de un solo padre han incrementado la cantidad de unidades de consumo y disminuido su poder de compra individual. Parte es sociológica: los estándares de consumo de la clase media –teléfonos celulares, cenas en restaurantes y vacaciones en la playa- han aumentado en línea con el ingreso de la gente acomodada, mientras que a la clase media le han resultado difíciles de afrontar. Parte es geográfica: desde 2000, a las áreas metropolitanas les ha ido bastante bien, mientras que las ciudades más pequeñas han tenido dificultades. Los precios de la vivienda en las áreas metropolitanas han aumentado, mientras que en las pequeñas ciudades han caído, lo que empobreció a sus propietarios. No sorprende que haya habido muchos más Chalecos Amarillos en ciudades con 50.000 habitantes que en Lyon o Toulouse.

La cuestión más profunda es que la gente de clase media siente que se rompió el contrato social. Alguna vez creía que los crecientes niveles de educación traerían mejores empleos, mayor ingreso, más prosperidad y una movilidad social ascendente para sus hijos. Pero el crecimiento se ha vuelto demasiado magro como para generar incrementos significativos en los ingresos, los empleos de la clase media están amenazados por la revolución digital y la competencia por el acceso a las mejores escuelas cada vez más parece tendiente a beneficiar a los que ya están arriba. Un pesimismo francés profundamente arraigado no hace más que reforzar su ansiedad.

Macron tenía el diagnóstico correcto. Habló de gente relegada y privada de oportunidades. Quería destrabar el crecimiento, fomentar la movilidad y promover la igualdad de acceso. Dijo atinadamente que con un gasto público mucho más alto que en otros países avanzados, más impuestos y gasto social no pueden ser la respuesta. Pero subestimó la magnitud del cambio en perspectiva que estaba reclamando, y no supo responder a la demanda de justicia en el diseño de las reformas. Sus primeras medidas –recortar los impuestos a la riqueza y de plusvalías- le valieron el apodo de “presidente de los ricos”. No importa que esos impuestos muchas veces reflejaran todo el ingreso de capital real o que, dadas las limitaciones presupuestarias, la decisión de recortarlos anticipadamente y aplazar los recortes impositivos para la clase media fuera racional desde un punto de vista económico. Política y socialmente, Macron era visto como benefactor de los adinerados.

Como resultado de ello, un deseo de insurrección ahora ha echado raíces en la sociedad francesa. La izquierda y la derecha han complacido descaradamente a los Chalecos Amarillos, sin ofrecer respuestas reales. El ganador bien puede ser la Agrupación Nacional de extrema derecha de Marine Le Pen (anteriormente, Frente Nacional). Alternativamente, los Chalecos Amarillos pueden terminar creando un partido propio de cara a la elección del Parlamento Europeo en mayo. Pero no resulta claro qué podría representar un partido de esas características. La evidencia anecdótica sugiere que mientras que el movimiento tiene una amplia base desde un punto de vista social y político, los activistas en su interior están más cerca de la derecha dura e incluyen modelos declaradamente antisemitas y anti-musulmanes.

Gente de todo el espectro político ha compartido la misma ira en las rotondas. Todo un segmento de la sociedad francesa que no se sentía representada y que se consideraba prácticamente invisible ha encontrado un color y ha empezado a construir una identidad. El interrogante ahora es si el movimiento encontrará una voz política y, de ser así, cuál.

Jean Pisani-Ferry, a professor at the Hertie School of Governance (Berlin) and Sciences Po (Paris), holds the Tommaso Padoa-Schioppa chair at the European University Institute and is a senior fellow at Bruegel, a Brussels-based think tank.

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