La Constitución de 1978, que acaba de cumplir 38 años, rubricó la muerte del franquismo y un cambio radical en nuestra historia. Lejos de la idílica visión de una transición pacífica y una democracia otorgada, Franco murió en la cama, pero la dictadura feneció en la calle, en un ambiente tenso, entre atentados terroristas, conspiraciones de la extrema derecha, huelgas y una dura represión. La legalización del Partido Comunista demostró que las fuerzas armadas perdían su derecho de veto. Más que un punto de partida o llegada, fue un punto de encuentro.
La Ley de leyes estableció un Estado social y democrático de derecho abogando por una “democracia avanzada”. En su artículo 9.2 señala que “corresponde a los poderes públicos promover las condiciones para que la libertad e igualdad del individuo y de los grupos en que se integra sean reales y efectivas y remover los obstáculos que impidan o dificulten su plenitud”. El 128 afirma que “toda la riqueza del país en sus distintas formas y sea cual fuere su titularidad está subordinada al interés general (…)”.
José Saramago manifestaba que “nuestra Constitución puede servir de programa político a cualquier partido de izquierdas”. Julio Anguita decía hace unos meses que “muchos rojos imbéciles hablan de cambiar la Constitución. No, primero cumple esta”. Sin embargo, Alberto Garzón, pese a reconocer que el artículo 128 “es el programa de Izquierda Unida” y que “la Constitución se ha hecho de ultraizquierda porque la sociedad se ha ido derechizando”, afirma que “reformarla no tiene ningún sentido” y reclama una nueva.
Situados en la necesidad de actualizar el pacto constitucional, el proyecto solo prosperará si se busca cierto grado de consenso: hoy la correlación de fuerzas es peor que en 1978. Abogamos en nuestra propuesta de máximos por un Estado federal, laico y republicano, plurinacional, democrático y solidario, en la perspectiva de un doble federalismo, español y europeo. En la mesa, los cuatro puntos sobre los que informó el Consejo de Estado: fin de la preeminencia del varón sobre la mujer en la sucesión de la Corona; inclusión del nombre de las comunidades autónomas; reforma del Senado y una referencia a nuestra pertenencia a la UE. Hay un abanico de propuestas para el reconocimiento de la plurinacionalidad y la diversidad lingüística; la aclaración de competencias entre Gobierno, comunidades y Ayuntamientos, junto a su financiación respectiva; la conversión del Senado en cámara territorial; la laicidad del Estado; la reforma del sistema electoral y del Poder Judicial; la revisión, ampliación y blindaje de derechos y libertades… Todo esto muestra la dificultad del ejercicio.
La crisis social y política derivada de las políticas de austeridad ha provocado la degeneración de la ideología en dogmatismo y cinismo político. En el último aniversario de la Constitución hemos visto desde la apropiación a la descalificación: gestos y discursos vacíos en un momento importante para la necesaria regeneración democrática. Paradójica apropiación la de quienes no la protagonizaron y más han contribuido al vaciamiento de sus contenidos sociales, los derechos civiles y el reconocimiento de la pluralidad territorial, en su momento con el precedente del referéndum OTAN y con la reforma exprés del artículo 135 (2011). Pero descalificación más dolorosa e incomprensible por parte de quienes, formando parte del bloque social y político que más luchó y contribuyó al pacto constitucional, hoy incurren en el repudio a la Constitución con términos falsos como “restauración borbónica”, “imposición franquista” o “régimen del 78”.
No santificaremos la Constitución. Sí diremos que no se puede ignorar que sus contenidos democráticos y sociales eran los de una democracia avanzada para la época, un salto sin parangón en los derechos políticos y sociales para un país que salía de una dictadura con sus aparatos de poder íntegros. Salvo la forma de Estado, parte del sistema electoral y la ambigüedad del modelo territorial, las principales insuficiencias que se achacan al texto constitucional son más fruto de la gestión timorata de los sucesivos Gobiernos, en particular del PSOE. Ocurrió en la construcción titubeante del Estado del medio estar, la sesgada aconfesionalidad o la integración en la OTAN.
La reforma es imprescindible, pero no será a través del dogma ni del cinismo. Solo se conseguirá mediante respuestas a los problemas actuales con previsión de futuro, una ciudadanía implicada y acuerdos políticos que garanticen mayorías para hacerlas posibles.
Montserrat Muñoz es portavoz de Izquierda Abierta y exdiputada.