Cipolla y los estúpidos

Los griegos clásicos designaban con la voz ‘idiotés’ al hombre que, volcado en sus propios asuntos, vive de espaldas a la vida pública. A través del latín, y con variaciones flexivas mínimas, españoles, franceses, ingleses o alemanes adoptarían el término para calificar al simplemente tonto o carente de luces. Se verificó, en fin, una contaminación plural de las hablas vulgares por un concepto que en origen había abrigado un contenido sociopolítico. Hace cuarenta y cinco años pelados el historiador de la economía Carlo M. Cipolla decidió invertir, como dicen los de su gremio, el flujo importación/exportación: introdujo en un término de uso corriente, ‘estúpido’, una dimensión teórica. Sobre la invención del italiano, desarrollada en un opúsculo agudo y breve (‘Leyes fundamentales de la estupidez humana’), sabía yo muy poco, quitando algunas generalidades extraídas de citas o comentarios casuales. Pero su pirueta empezó a interesarme a raíz de la pandemia por el motivo que dentro de un instante se verá. Así que me hice con el libro, y me preparé para pasar un buen rato.

A fe mía, que no me sentí defraudado. Cipolla escribe un poco a la manera de Jonathan Swift, aunque prefiere embozar la sátira en la parla aséptica del científico social. Este disfraz forma parte, digamos, de la propia sátira. La definición de ‘estúpido’ a lo Cipolla se ajusta como anillo al dedo al tipo que acude a una discoteca en lo más florido de la peste vírica y, aparte de contraer la pelagra, la transmite a amigos, hermanos, padre o abuelos. Resumiendo: el estúpido se perjudica a sí mismo al tiempo que perjudica a sus congéneres. En esto difiere del bandido, quien saca para sí un beneficio del daño que inflige a terceros. Según Cipolla, los estúpidos son mucho más numerosos, y también más peligrosos, que los bandidos. Los últimos son agentes racionales y resultan por consiguiente previsibles, mientras que nadie, absolutamente nadie, puede determinar cuándo su paz familiar, su bienestar o su fortuna se verán malogrados porque un estúpido se ha cruzado en su camino.

De las varias leyes sobre la estupidez que Cipolla formula, la más enjundiosa es la que lleva por título ‘Distribución de la frecuencia’. Nótese, de nuevo, el sesgo aparentemente técnico que el italiano imprime a su exposición. Y es que la estupidez, para él, constituye un fenómeno natural, tan ineluctable y regular como las sístoles y diástoles de las ondas víricas conforme la infección se propaga dentro de una población humana. Bien, voy a la tesis fundamental del panfleto cipolliano: existe un coeficiente de estupidez cuya vigencia no depende de cuáles sean las características sociales o culturales del grupo que decidamos investigar. No hay ni más ni menos estúpidos entre los bedeles de una universidad, observa Cipolla, que entre los estudiantes o los profesores o el personal adscrito a la administración. Ni siquiera mengua la estupidez si subimos a lo más alto, por ejemplo, los Premios Nobel. El punto es crucial. ¿Por qué? Porque hace compatible la estupidez con el tipo de destreza, o de listeza, que supuestamente captan los test de inteligencia. Un prodigio para las matemáticas no cometerá, por impresionante que sea su IQ, menos estupideces que un ciudadano medio en el trance de hacer el amor, estar al volante o, ¡ay!, acudir a las urnas. Como la moneda caiga enseñando la cruz, sembrará la frustración amorosa, la muerte viaria o el caos político con el mismo, incontinente frenesí, que el vecino del quinto, el cual no se ha puesto a cavilar nunca sobre lo que son las ecuaciones diofánticas. Se es estúpido, en fin, en la medida en que se carece de lo que los escolásticos denominaban ‘sensus communis’, ‘sentido común’ o ‘sindéresis’, facultad genérica que se manifiesta sobre todo en la vida práctica y de la que no andan más sobrados los poetas laureados que los grafiteros, o el músico sublime que el trombonista charanguero.

La impertinencia e incorrección política del ensayo de Cipolla se aprecian considerando las consecuencias que todo lo anterior trae consigo, y que el autor fía, por así decirlo, a la implícita discreción del lector. Nos encontramos, verbigracia, con que la mejora de la sociedad desde el punto de vista que interesa a las organizaciones internacionales (grado medio de instrucción, dominio de la tecnología, etc.) no tiene por qué afectar a lo fundamental de la persona, a saber, su madurez moral. Un campesino calabrés o un destripaterrones de la Auvernia no serían en promedio menos complejos, en lo que hace a su comportamiento doméstico o la relación con su entorno inmediato, que un doctorado de Derecho por la universidad de Bolonia o un licenciado de la parisiense École des Mines. Ocurre lo mismo si elegimos movernos en el tiempo y no en el espacio. El automóvil desde mediados del XX, internet en el siglo XXI, han potenciado innegablemente nuestras vidas. Sin embargo, ni el automóvil ni internet han servido para que el tonto fuera menos tonto, o el listo, más listo. En el caso de internet, yo agregaría que el llamado ‘progreso’ ha abierto avenidas inéditas, literalmente interminables, a los incurablemente estúpidos. «Las ciencias adelantan que es una barbaridad», afirmó don Hilarión en ‘La verbena de la Paloma’. Y es verdad. Pero las ciencias tiran por un lado, y los hombres por otro.

Por supuesto, Cipolla no está hablando del todo en serio. Pero tampoco lo está haciendo del todo en broma. Existe otro corolario digno de ser reseñado: la persistencia de los estúpidos puede revertir el progreso incluso en su acepción convencional. La razón es que el equilibro de las pasiones o la viabilidad de las actitudes, virtudes todas ellas anejas a la sindéresis y no, en rigor, al conocimiento o la pericia excepcional, determinan en el fondo todo lo demás: la eficacia de las instituciones, la disciplina en el trabajo, la estabilidad de los mercados, el orden en la familia. En el largo plazo, no habrá desarrollo si falla lo que Tocqueville y los doctrinarios significaban por ‘moeurs’, ‘costumbres’. Reparemos en los desquiciados USA, o, por no tender la mirada tan lejos, en nosotros mismos (más ricos, más altos, más cosmopolitas que los españoles antañones), y sumemos dos más dos. ¿Estamos preparándonos para durar? El que esté seguro, que levante la mano.

Álvaro Delgado-Gal es escritor.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *