Círculo de corrupción

La proliferación de casos de corrupción urbanística y el más reciente descubrimiento de una trama que traficaba con concesiones y favores públicos pone a prueba tanto la responsabilidad que ha de asumirse desde el ámbito político y partidario respecto a la actuación de la justicia como la actitud ciudadana ante tan manifiestas irregularidades. El principio de presunción de inocencia permite a partidos e instituciones eludir o postergar decisiones incluso ante los casos que resultan más flagrantes, a sabiendas de que la asunción de culpa siempre será más difícil de administrar frente al favor de los electores que la persistente negación de ésta o su retórico sometimiento al veredicto de los tribunales. Además, dado que la casuística de la corrupción es tan diversa, tanto por la naturaleza de los posibles delitos que se investigan como por los indicios y pruebas que obran en manos de los jueces, partidos e instituciones pueden escabullirse con mayor facilidad a la hora de fijar un criterio único para proceder políticamente ante cada denuncia.

Prácticamente todos los casos de corrupción que han salido a la luz en España describen maquinaciones tan burdas y descaradas que sólo pueden explicarse por la coincidencia en los últimos años de un inusitado crecimiento económico con un clima de impunidad alentado desde la prepotencia política. El cobro de comisiones en metálico o en especie a cambio de contratos públicos se presume tan sencillo y natural que acaba formando parte del paisaje como un sobreentendido. Además hay tanta gente que - con motivo o sin él-se siente partícipe de los beneficios de tal estado de cosas, que el relato de la corrupción acaba siendo algo banal. Sólo así puede explicarse que los procesamientos y condenas que han recaído sobre representantes locales no hayan modificado las tendencias de voto en aquellos municipios afectados por escándalos de corrupción.

Pero el malsano círculo que describe la corrupción no sólo se extiende a través de esos muchos ciudadanos que se sienten favorecidos, por ejemplo, por actuaciones urbanísticas sin barreras en su calidad de propietarios de terrenos, viviendas o negocios. Porque la banalización del mal alcanza al conjunto de la opinión pública, y lo hace gracias a la compartimentación partidista de la opinión publicada.

La comprensible lentitud de la acción de la justicia propicia que toda denuncia o indagación en torno a un supuesto caso de corrupción se convierta en algo opinable y sujeto a la utilización que las formaciones políticas hagan de estas en la pugna partidaria. De manera que toda acusación adquiere un carácter interesado según los partidarios de las siglas que son objeto de una u otra denuncia. Hasta el punto de que los responsables objeto de la pesquisa policial o del procesamiento pueden alegar con notable soltura que son víctimas de la persecución por parte de sus adversarios políticos.

Todo ello invita a pensar en la corrupción como un mal endémico que pervierte muy seriamente la democracia más porque logra penetrar en la conciencia ciudadana como un asunto banal que por la apropiación indebida que supone del poder y del erario. No es sólo que la sociedad perciba la corrupción como parte de la fatalidad a la que se ve abocada la democracia. Es que el propio mal parece diluirse, sin que al ciudadano no alineado le resulte fácil identificar la culpa y al culpable y, sobre todo, discernir qué es y qué no es reprochable tanto moral como legalmente. Algunos de los argumentos expuestos en torno al caso Gürtel para trivializar el cohecho que pueden comportar los regalos a cargos públicos demuestran que el cinismo constituye la última línea de defensa de la corrupción.

La persistencia de casos de corrupción y su dificultoso enjuiciamiento por parte de los tribunales obliga a que se conviertan en tema de debate público, con el riesgo de que surjan procesamientos paralelos que induzcan la vulneración del secreto del sumario. Pero el hecho de que ese debate público esté condicionado por la disputa partidista no sólo limita sobremanera su efectividad a la hora de atajar el problema y depurar responsabilidades en el plano político.

Además contribuye a crear un estado de opinión partidista y desdeñoso respecto a la actuación de la justicia. Lo cual cierra el círculo viciado de la corrupción, mientras partidos e instituciones eluden adoptar medidas de control sustituyéndolas por simples códigos de buena conducta, como si la responsabilidad de prevenir la corrupción fuese personal e íntima y no una obligación orgánica y regulable.

Kepa Aulestia