Hoy, jueves 11 de mayo de 2023, hace exactamente medio siglo que nos dejó uno de los poetas españoles del siglo XX que más he leído durante los últimos cincuenta años y con cuya deslumbrante producción poética he disfrutado más a lo largo de mi vida. Este medio siglo sin Juan Eduardo Cirlot (Barcelona, 1916-1973) me pedía un comentario al respecto, y esta página de ABC me parece la mejor de las tribunas para llevarlo a cabo. La edición de la lírica cirlotiana de última hora, 'Poesía 1966-1973', a cargo de Leopoldo Azancot, es un libro de color negro con letras amarillas en la cubierta. Auspiciado por Editora Nacional y publicado en 1974, un año después de la muerte del poeta, ese libro supuso un hito importantísimo en mi experiencia como lector y procuró cauces de escritura y de pensamiento al joven entusiasta que era yo entonces, iluminando mi futuro.
Aquella fue una época especialmente contestataria en lo político y también, cómo no, en el ámbito de la literatura: sirva de ejemplo la creación por parte de un grupo de jóvenes inconformistas de unos Premios de la Nueva Crítica, instituidos como oposición a los Premios de la Crítica, que se nos antojaban viejunos e irrelevantes. El hecho fue que en algún momento de 1975 nos reunimos en El Buda Feliz, un restaurante chino que acababa de inaugurarse y que estaba –y continúa estando– en la calle de Tudescos, muy cerca de la Gran Vía, para fallar los Premios de la Nueva Crítica. El galardonado en poesía fue Cirlot (o sea, aquella 'Poesía 1966-1973' de Editora Nacional), en narrativa no me acuerdo, y en ensayo mi amigo el filósofo Ignacio Gómez de Liaño por su libro 'Los juegos del Sacromonte'.
Me remonto al resultado de aquel ingenuo divertimento juvenil para subrayar el carácter rompedor, moderno y novedoso que tenía y sigue teniendo un autor como Cirlot, siempre en los márgenes de la poesía que se ha escrito en España en la segunda mitad del siglo XX, pero en unos márgenes gozosos y hasta gloriosos para el lector culto y sensible. Posteriormente, la publicación de su poesía completa en tres gruesos volúmenes de Siruela y la excelente antología de sus versos al cuidado de Clara Janés en Cátedra han contribuido a desterrar su leyenda de poeta maldito inexistente en librerías.
Guardo como si fuera el diamante azul que lucía Kate Winslet en 'Titanic' tres memorabilia de Cirlot que tiendo a identificar como regalos de mi viejo amigo Javier Ruiz: el recordatorio de su fallecimiento, díptico que en su primera página contiene un dibujo en color azul de un crismón encima de la expresión latina 'in memoriam', y en su página 4 un emocionante poema, titulado 'Epitafio' y fechado el 28 de septiembre de 1972; un tríptico, igualmente desplegable, con un impresionante retrato del poeta en la portada y, en las páginas interiores, una bibliografía de sus publicaciones, tanto de las poéticas como de sus obras sobre simbología, arte en general y arte contemporáneo en particular; y 'last but not least', una fotocopia de su controvertido poema sobre Rudolf Hess, el solitario de Spandau. Mi colección de ítems bibliográficos de Cirlot va mejorando con el tiempo en cantidad y en calidad, pero esos tres tan queridos 'memorabilia' permanecen donde siempre, encartados 'sine die' en el libro arriba citado de Editora Nacional, origen de mi devoción por el vate barcelonés.
Lo de 'vate' no lo escribo para no repetir el término 'poeta', sino porque en el vate se da una relación con lo sagrado que no es imprescindible en el poeta, aunque 'Das Heilige' (y aprovecho para rendir homenaje al estupendo libro de Rudolf Otto del mismo título, publicado en 1917) esté presente de alguna forma en todos y cada uno de los poemas de un poeta que se precie de serlo.
Mi poema favorito de Cirlot es 'Momento'. Comienza así: «Mi cuerpo se pasea por una habitación llena de libros y espadas y con dos cruces góticas; / sobre mi mesa están 'Art of the European Iron Age' y 'The Age of Plantagenets and Valois', aparte de un resumen de la 'Ars Magna' de Lulio». A mí me pasa igual que al yo poético del maestro, pero no hay espadas ni cruces góticas en mi derredor. Debo conformarme con varias decenas de miles de libros y con una colección cirlotiana cada vez más nutrida. Para muestra un botón: el ejemplar encuadernado por Brugalla que ahora tengo en las manos, número 1 (de 50 ejemplares) de 'Cordero del abismo' (Barcelona, 1946), uno de los conjuntos más hermosos de letanías típicas de su autor, con las que recreaba el mundo a golpe de runa indescifrable, como uno de aquellos ocultistas que surgieron en la Edad Moderna europea y que con tanta erudición y agudeza estudió François Secret en su espléndida monografía 'Les kabbalistes chrétiens de la Renaissance' (1964).
Pero volvamos a 'Momento', porque ese poema de Juan Eduardo Cirlot nos ofrece un autorretrato digno de los grandes retratistas británicos de la segunda mitad del siglo XVIII (los Joshua Reynolds, Thomas Gainsborough, George Romney, Henry Raeburn y compañía), solo que con versículos de raíz bíblica en lugar de con pinceladas. Lo está escribiendo –él mismo nos lo dice en uno de esos versículos– a las seis de la tarde de finales de mayo de 1971, y de repente le surge una pregunta inevitable, angustiosa, perentoria: si fuese a morir esa misma tarde y él lo supiese de antemano, qué sentiría y pensaría minutos antes, tal vez segundos antes, de su desaparición definitiva, de su viaje sin regreso al país donde las espadas, las cruces góticas y los libros carecen de sentido. Y se responde a sí mismo: «Sé que me espera la nada, y como la nada es inexperimentable, me espera algo no sé dónde ni cómo, / posiblemente ser en cualquier existente como ahora soy en Juan Eduardo Cirlot». Y ahí comienza un proceso de metempsícosis donde iremos viendo a Cirlot bajo la especie de un guerrero de los tiempos románicos en busca de su amada perdida, o como un vendedor de caballos en el Egipto faraónico, pero siempre señalado por los demás con el sobrenombre de «el Triste».
El primer verso del primer soneto que publicó en su vida, perteneciente a la 'plaquette' barcelonesa 'Seis sonetos y un poema del amor celeste' (1943), nos sitúa ya en la gama cromática que domina su paleta: «De esta atmósfera gris, desamparada», reza ese endecasílabo inaugural. En otra ocasión dijo: «Voy vestido de gris. / De vez en cuando una corbata rosa». No cabe duda de que el gris y el rosa combinan a la perfección.
Luis Alberto de Cuenca es miembro de la Real Academia de la Historia.