Cirugía estética para huir de ti mismo

En las sobremesas navideñas se dan situaciones variopintas; por ejemplo, este año terminé festejando con la cuadrilla de un amigo, entre risas y gin tonics, hablando de cirugía estética. Un muchacho nos contó con pasmosa naturalidad los retoquitos que planeaba hacerse. Nunca pensé que esa práctica estuviera tan extendida entre la gente de mi quinta, hasta que otros del grupo manifestaron el mismo deseo de tocarse la cara a sus treinta y pocos años.

Y que cada cual haga lo que quiera, faltaría más, si pueden permitírselo. Nadie está para juzgar cómo otros sobrellevan sus complejos. Pero mientras subía al bus, me pregunté de dónde nacía esa necesidad voraz de corregirse cuando la naturaleza aún te mantiene terso. Me vino a la cabeza el comentario de una amiga a otra sobre las intervenciones estéticas: “¿Y si dejas de parecer tú? ¿Y si luego no te reconoces ante el espejo?”.

Quizás sea eso: en esta sociedad abundan las facilidades para dejar de ser uno mismo, mientras crecen las ganas de evitar serlo. Aceptar cómo somos, ese físico que nos viene en los genes, se vende como un trance engorroso. No se trata como antaño de disipar algunos signos del envejecimiento. Está de moda ahorrarse, desde muy joven, la mínima frustración por el desarrollo de una identidad propia, cuerpo y mente, desdeñando aquellos rasgos o defectos que nos hacen distintos.

Prueba es que la edad media de inicio de un tratamiento de medicina estética ha bajado de los 35 a los 20 años, según un informe de la Sociedad Española de Medicina Estética. Es decir, que hay chavales que se “corrigen” la cara, los pómulos, la nariz o el cuerpo casi sin haber tenido tiempo de gustar o gustarse con sus atributos. Quizás ni saben cómo son plenamente: de descubrirlo va la adolescencia y la veintena, pero creen conocer lo que gusta al mundo, como si este fuera homogéneo.

Tras ello subyace una huida del reconocimiento de la identidad propia, máxime a esas edades. Muchos cirujanos confiesan que a su consulta llegan jóvenes con las fotos de sus influencers de moda o con filtros de aplicaciones móviles. A la chavalada no le importa ir todos con el mismo labio, como antaño se imitaban la ropa, el peinado, o el bolso de las famosas, creyendo tal vez que su inseguridad se acabará imitando otros físicos ajenos.

Es curiosa la paradoja que enfrentamos. Justo cuando la política sufre más un problema de identitarismo, el drama en la calle es la huida de la gente de aceptar su identidad personal. Los retoques juveniles no son simplemente una anécdota o un mero modelaje del cuerpo. Obsesionarse con el aspecto sirve, muy a menudo, para evitar enfrentar otros malestares más profundos: lo saben bien esos jóvenes que luchan contra trastornos alimentarios terribles.

Aunque quizás hay otras lecturas menos graves. Probablemente, en el pasado la gente deseaba igualmente retocarse, pero ello estaba sólo al alcance de los famosos. En la actualidad, resulta fácil que la influencer de turno muestre sus operaciones, dando la impresión de que es un trámite sencillo. Qué malo habrá en que los chavales se hagan un retoquín, si con eso se ven más estupendos, pensarán de buena fe algunos padres.

Sin embargo, esta sociedad de las redes puede volverse una especie de cárcel a largo plazo, empujando al diferente al sufrimiento o a la compulsividad del pinchazo. Hay hasta cuentas que parodian toda esa parafernalia de lucir estupendo. Corremos el riesgo de lanzar el mensaje de que la única autoestima posible pasa por la habilidad del bisturí. E incluso, que el amor que merecemos de otros, o el nuestro, está subyugado por determinados cánones sobre lo que debe ser perfecto.

Llegando a casa, me miré en el espejo y a mis 31 años recién cumplidos me sonreí al verme enorme parecido con mi madre. Claro que el físico importa: nos indica de quiénes venimos y cómo pasa el tiempo. Pero lo que no se sabe de jovencita, a los 20, se acaba aprendiendo a partir de los 30: que la experiencia, por suerte, no se opera, sino que nos regala sabiduría y fortaleza para amarnos cada vez más plenos. Es decir, con todo eso que nos hace parecer nosotros, al dejar constancia de nuestra existencia finita, cambiante, imperfecta… pero que no se parece a ninguna otra. Es exclusiva, porque es nuestra.

Estefanía Molina

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