Ciudadano en campaña

Que hay algunos ciudadanos que son tontos es tan cierto como que hay algunos ciudadanos que son inteligentes. Lo que es manifiestamente falso es que todos o, al menos, una inmensa mayoría sean tontos. Pues bien, por alguna oscura razón, los partidos políticos suelen creer esto en cuanto llega una campaña electoral. Por otra parte, no cabe duda de que ninguna teoría democrática puede sustentarse en el supuesto de que el conjunto de la ciudadanía -esto es: el sujeto de la soberanía- tiene una debilidad mental que le hace despreciar los mensajes mínimamente complejos o las apreciaciones racionales en la decisión del voto. Y sin embargo, insisto, los partidos parecen convencidos de lo contrario en cuanto se acercan los procesos electorales.

Los candidatos deben recordar su existencia, y, para ello, practican ceremonias tales como besar a niños llorones, abrazar a ancianas alteradas y hacer como que escuchan los consejos de los arbitristas que habitan en cada barrio. Para propiciar el acercamiento a estos especímenes especializados en prometer su voto a todo candidato que se deje palmear la espalda hay que repartir puzzles, globos, mecheros o estampitas del líder del partido o del patrón de la localidad. Lo malo, lo auténticamente malo, es cuando toda la campaña electoral se reduce a la oquedad de estos gestos. O casi toda: porque en algún momento los candidatos pliegan sus sonrisas y les plantan a los vecinos programas y propuestas, si bien suelen hacerlo con la desgana del que teme estar perdiendo un tiempo precioso, entregado a ciudadanos pedantes y a periodistas especializados, en vez de estar sudando en el palco del equipo de fútbol de la tierra, reunido con la asociación local de picadores, montando en un rutilante globo o removiendo el sofrito de una paella gigante. Un candidato, ya, no es el que es escuchado sino el que es visto.

¿Exagero? Sí. Pero no creo que tanto como para invalidar la opinión sobre la existencia de tendencias que se van consolidando, sobre todo cuando afectan a los municipios, en los que el cultivo conservador de algunas señas de identidad acentúa el sentimiento de vergüenza ajena. Y ahora ha llegado la cosa digital: blogs en los que los aspirantes cuentan, como adolescentes atormentados, cada minuto de sus más recónditos pensamientos, o chateos fugaces en los que tenemos la sensación de participar pero en los que, en realidad, sólo recibimos respuestas intrascendentes con faltas de ortografía -no otra cosa permite el formato-.

En definitiva: durante varias semanas se repolitiza el espacio urbano con vallas, carteles, voces, ocupación intensiva de canales informativos, lemas chispeantes y empleo de 'photoshop' para reparar las heridas del tiempo en las pieles de los postulantes. Y el precio que se paga es el de despolitizar de manera acusada los mensajes que, se supone, no interesan a los súbditos estólidos. A eso se dedican asesores y estrategas, cultores intrépidos de los sondeos, intérpretes de la inteligencia y de la decencia de los votantes.

Y es que la política, en trance de venta, no puede escapar de las prácticas culturales que modelan su entorno. Y, siendo fenómeno de masas, lo televisivo está disponible para echar una mano. Lo que significa: A) Como sucede con la construcción de audiencias, no se trata de maximizar apoyos sino de evitar rechazos; o sea, que se renuncia a la tentación de un pensamiento vigoroso y complejo. B) La pluralidad tiende a ser aparencial ya que los modelos que se suponen triunfales se imitan y refuerzan mutuamente; o sea: que todas las candidaturas acaban hablando de lo mismo, básicamente de seguridad y limpieza, cosas a las que nadie se opone. C) Las interrupciones publicitarias son tantas que los programas con contenido molestan a los espectadores en la relajada visión de la propaganda que apela a las pasiones; o sea, que desaparece la seducción inteligente, sustituida por la orden perentoria.

Lo que más me sorprende es que todavía se sorprendan algunos políticos del desprestigio de la política, de las opiniones de los que creen que todos son muy parecidos y que las promesas se hacen para incumplirse -al fin y al cabo, seguro que las ciudades seguirán siendo algo sucias, algo inseguras-. No: la ciudadanía no es tonta, aunque sea ése un argumento que viene muy bien a los preclaros estrategas para, llegado el caso, justificar derrotas. La ciudadanía, en fin, es altamente responsable. E incluso acude a votar después de padecer estas campañas.

Manuel Alcaraz Ramos, profesor de Derecho Constitucional de la Universidad de Alicante.