Hay debates que desaparecen con el tiempo y que vuelven a estar en la agenda pública cuando el contexto lo reclama. Uno de estos es el debate entre ciudadanía de primera (o ciudadanía plena) y ciudadanía de segunda clase. Me refiero a su dimensión socioeconómica, la que está directamente relacionada con la pobreza y la exclusión social. Detrás está el valor de la libertad y de la autonomía (que siempre defino como libertad consciente). Los ciudadanos de segunda no pueden ejercer como ciudadanos plenos por falta de recursos o de unos mínimos exigibles como la vivienda o el trabajo, y tener medios de subsistencia y de vestirse.
Este debate socioeconómico surgido en plena época neoliberal de los años 80, encabezado por los gobiernos de Ronald Reagan en EEUU y de Margaret Thatcher en Gran Bretaña, fundamentaba sus políticas de dejar hacer al mercado sin intervención en la teoría del Estado mínimo. Estas políticas provocaron una reacción, centrada en las islas británicas pero que se expandió a todo el continente europeo, sobre los efectos democráticos que tenían en la categoría de ciudadanía y de igualdad. El «mercado sin política», el «mercado sin moral» (sin rostro humano), podía provocar, como de hecho se produjo, un incremento de la exclusión social y un grave problema democrático: la emergencia de personas que no podían ejercer la ciudadanía porque no tenían cubiertos sus derechos básicos.
Estos ciudadanos de segunda, que en otras épocas se categorizaron como «miserables» (Victor Hugo), comienzan a ser una categoría explicativa de las desigualdades de la sociedad. Este nuevo ciclo económico provoca un problema estructural sin precedentes en nuestra corta historia de tradición democrática, el hecho de que para poder ejercer como ciudadano necesito tres ingredientes básicos: derechos, identidad comunitaria (nacional) y comportamiento colectivo y cívico.
El primer ingrediente, el de los derechos, el que otorga el estatus de ser ciudadano, plantea problemas muy visibles hoy en día. Los ciudadanos, para poder ejercer como tales, necesitan unos derechos sociales mínimos. Sin ellos, los derechos civiles y los políticos quedan invalidados, puesto que ¿cómo ejercer la libertad y la autonomía, cómo participar en la vida pública, si un banco o el mercado te arranca sin piedad y te tira a la cesta de la exclusión, sin protección política mínima? Avanzamos hacia un problema estructural sin precedentes que bien puede afectar a las bases mismas de nuestras democracias liberales, hasta el punto de que puede convertirse en un sinsentido para muchas personas ser considerado ciudadano. Y una sociedad sin ciudadanos plenos deja de ser sociedad. Esta crisis de mercado lo está devorando todo, y si la política no toma en serio el timón y domina estos vientos bancarios y de mercado que afectan al fundamento mismo de la democracia y la categoría de ciudadanía, entonces ¿qué podemos hacer? ¿Aplaudir los esfuerzos del político que ejerce como gestor con dos discursos dominantes básicos? Me refiero al discurso de los «recortes» y al discurso de «el culpable es la otra Administración» como un dominó circular.
Los movimientos sociales que reclaman derechos ciudadanos deben volver. Los movimientos cívicos que reclamen valores al mercado y a la política, también. Movimientos pacíficos, con sentido común y orientación democrática, y que denuncien este proceso que divide al ciudadano en varias clases. Hace falta recuperar un activismo de la sociedad civil que reclame una sociedad con ciudadanos plenos. Seguramente este activismo tiene un componente enérgico más legitimado que el anterior, ya que la reivindicación de derechos plenos hoy en día es una reclamación de recuperación de derechos perdidos.
Por lo tanto, este movimiento tiene un componente más conservador (apela a la tradición de derechos) que el del siglo pasado, más progresista en el sentido que se reclamaba lo que no se había tenido nunca. Y quizá por este componente conservador este movimiento pierde rumbo, puesto que no solo se quiere recuperar lo perdido, sino conservar lo mínimo que uno tiene. Porque, y esta es una lógica existente, «¡si uno protesta igual sale al final con menos que con más!» En esta relación entre conservar lo mínimo que a uno le queda y recuperar lo perdido, perdemos un tiempo enorme que solo deja sin obstáculos esta caída de lava volcánica del mercado. Aquí también hay que hacer reflexiones sobre por qué, habiendo motivos suficientes, la gente no sale a la calle con más contundencia y decisión. No los de siempre, sino aquellos que nunca han salido pero que ahora tienen razones suficientes porque su mismo estatus ha caído en picado. La relación entre sociedad, política y mercado en esta década deja, por ahora, una imagen clara para futuros historiadores. Recuperar y conservar es un círculo ciudadano que hoy por hoy sigue paralizando a la sociedad. Y mientras, la política va mirando cómo el mercado ejerce el poder y la autoridad.
Ricardo Zapata-Barbero, profesor de Ciencias Políticas (UPF).