¡Ciudadanos del mundo, volved a uniros!

La pandemia del coronavirus ha lanzado al planeta a un peligroso estado de desequilibrio en que los cantos de sirena del nacionalismo populista y la clara y urgente necesidad de cooperar globalmente y adoptar acciones colectivas se encuentran trabadas en un combate a muerte. Por desgracia, hasta ahora parece estar ganando el nacionalismo. Pero los ciudadanos con vocación global de todo el planeta pueden, y deben, responder de vuelta, comenzando por los Estados Unidos.

En las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos desempeñó el papel de potencia hegemónica global (principalmente) benévola. Su supremacía económica y militar generó en la nación un claro interés por establecer y mantener las reglas de la cooperación y la acción colectiva internacional. Por eso, EE.UU. tuvo un papel prominente en la creación de instituciones como las Naciones Unidas, la Organización Mundial de la Salud, el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial y la Organización Internacional del Comercio (anteriormente denominada Acuerdo General sobre Aranceles y Comercio).

Pero ahora que el poder y la influencia estadounidenses se están debilitando, al menos en comparación con China, la administración del Presidente Donald Trump se ha replegado a una actitud aislacionista. Con muy pocas reacciones políticas adversas en el frente interno, Trump ha impulsado drásticas medidas contra la inmigración, ha generado una guerra comercial con China y se ha negado a colaborar con sus aliados del G7 y el G20 para dar respuesta al declive económico producido por la pandemia.

El hecho de que Estados Unidos se haya restado a la acción colectiva global, ha envalentonado a otros gobiernos a adoptar respuestas individualistas similares frente a la pandemia, como restringir las exportaciones de alimentos y mascarillas y apresurarse en la carrera por los derechos intelectuales y las utilidades de una vacuna eficaz contra la COVID-19.

Mientras tanto, la decisión de Trump de congelar los fondos estadounidenses a la OMS en el medio de la pandemia es menos importante financieramente que como una expresión simbólica de su doctrina de “Estados Unidos primero”. La ironía es que el rabioso antiglobalismo de Trump se refleja en la creciente polarización en su propio país, donde la pandemia está poniendo al descubierto y ampliando las desigualdades preexistentes.

Por desgracia, no hay ningún otro sitio donde buscar liderazgo internacional. La Unión Europea post-Brexit se encuentra luchando por contener el nacionalismo aislacionista entre sus propios estados miembros y ha sido incapaz de acordar ni siquiera una modesta carga compartida para acoger refugiados. Y el bloque está en punto muerto sobre el asunto de emitir “coronabonos” de manera conjunta para ayudar a rescatar a sus propias economías en la actual crisis.

Entretanto, el Presidente chino Xi Jinping carece del instinto y la credibilidad internacional necesarios para impulsar la cooperación global. No hay duda de que China está intentando asumir ese papel. Se ha unido a otros acreedores del G20 en la suspensión del servicio de la deuda de los países de bajos ingresos a todos los acreedores bilaterales –entre los cuales China es el mayor y más costoso debido a la Iniciativa Belt and Road- y ha prometido $2 mil millones a la OMS. Pero, al mismo tiempo, está aprovechando la pandemia para ejercer su autoridad en Hong Kong y el Mar del Sur de China. Sus pasos positivos giran más en torno a competir con Estados Unidos que con fomentar la colaboración internacional.

No es de sorprender la respuesta nacionalista “en piloto automático”. Aunque, como el cambio climático, el coronavirus no conoce fronteras, la mayoría de las personas se identifican como ciudadanos de su propio país. En el fondo, casi todos somos nacionalistas o, si se prefiere, patriotas.

Más aún, cuesta imaginar una alternativa al actual orden internacional basado en estados soberanos. Por lo general, los historiadores ven la creación del actual sistema de estados como un aporte clave a un mundo menos violento en que más personas viven vidas mejores que nunca antes en la historia humana. De hecho, el economista Dani Rodrik ha argumentado que el estado-nación es un requisito para la existencia de la democracia liberal, y la democracia no podría funcionar a nivel global.

No obstante, al mismo tiempo la pandemia nos ha servido de recordatorio de nuestra enorme dependencia de la cooperación entre estados, que puede ser explícita (como en los acuerdos de comercio) o implícita (como en la gestión del riesgo financiero global o el logro de los objetivos del acuerdo climático de París). Hoy, si fracasamos en contener la pandemia de COVID-19 nos veremos todos en peligro, ya que cada uno es vulnerable al virus hasta que nadie lo sea.

De manera similar, para combatir el nacionalismo destructivo personalizado por Trump es necesario que los buenos ciudadanos de cada país presionen a sus gobiernos para que colaboren y apoyen a las instituciones multilaterales, y trabajen para recoger los beneficios de adherir a las reglas y normas internacionales acordadas. Como nunca antes, en este siglo esas iniciativas beneficiarían a todos los países y a sus ciudadanos.

Afortunadamente, identificarse como ciudadano del país en que se ha nacido no excluye identificarse también como un ciudadano del mundo. Por ejemplo, a fines de la década del 2000, más un 80% encuestados en 17 países desarrollados estaban de acuerdo con que “tenían una responsabilidad moral de trabajar por reducir el hambre y la pobreza extrema en los países pobres”.

Todos nos beneficiamos de lo que hacen organizaciones como la OMS, el FMI, el G7 y el G20, y cuando ellas trastabillan no deberíamos culpar su debilidad, sino el que sus países miembros más poderosos no sustenten su solidez. Y, tal como la pandemia está creando una noción de solidaridad entre los ciudadanos estadounidenses, puede enseñar a las personas de otros lugares a dar el salto mental más allá de sus fronteras nacionales y abrazar la idea de la solidaridad global.

Los ciudadanos estadounidenses deben tomar la iniciativa en este respecto. Están habituados a que sus gobiernos lideren en crisis globales, como hizo la administración del Presidente

George W. Bush en la lucha contra el SIDA y la de Barack Obama en enfrentar la crisis financiera global y la epidemia del ébola. Ahora deben exigir a la administración Trump que combata la pandemia con una estrategia que equilibre los intereses nacionales estadounidenses con su indispensable alcance y capacidad internacional.

Estados Unidos ya no es la potencia hegemónica global, pero su liderazgo sigue siendo la mejor opción en la actual crisis. Si alguna vez hubo una oportunidad de poner esto a prueba, es ahora.

Nancy Birdsall is President Emeritus and a senior fellow at the Center for Global Development. Traducido del inglés por David Meléndez Tormen

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *