Ciudadanos o 'gente'

El portavoz de Podemos arremetió con dureza contra la historia reciente del PSOE y contra Felipe González en el reciente debate de investidura. Esta actitud de Iglesias creó malestar en las filas socialistas, pero insuficiente para impedir que sus dirigentes hayan seguido pidiendo su voto para la investidura de Pedro Sánchez. Me desagradó su desenvoltura ignorante y sus ataques a personajes recientes del socialismo español, pero me preocupó mucho más la falta de oposición a su discurso, confirmando mis peores temores. Me pareció que los mayores inconvenientes para el acuerdo no eran las matemáticas parlamentarias, ni las ofensas personales, sino la incompatibilidad radical de la socialdemocracia española con el discurso de Iglesias. Durante toda su intervención, abundante en exhibiciones sentimentales y recursos demagógicos, fue frecuente su recurso a «la gente» como factor legitimador de sus pretensiones políticas, de sus ataques a los adversarios, de su descalificación a todo lo realizado desde la aprobación de la Constitución del 78 hasta su 'providencial' arribada al Congreso de los Diputados.

El líder de Podemos, como todos los populistas, se dirige y esgrime a «la gente» como sujeto y objeto a la vez. «La gente», en su lenguaje político, juega el papel de «el pueblo» en los nacionalistas o de «la clase» en los comunistas ortodoxos. El concepto se impone a los individuos y justifica la acción política; fuera de la gente, del pueblo, de la clase, no existe nada ni nadie. «La gente» está para Iglesias por encima de las personas, de las partes, de las leyes, del Estado... todo lo justifica. Es sabido que el pueblo, «la gente» en nuestro caso, entendida sólo como se puede entender en el discurso populista requiere una vanguardia que la dirija y un líder en el que deposite su fe; proceso muy bien descrito en lo que Wilhelm Reich denominaba «el deseo del fascismo de las masas», que podía ser el deseo del nacionalismo de los pueblos o el deseo del comunismo de la clase. Deseo basado en factores muy diversos y ya muy estudiados: desamparo y frustración, miedo a la responsabilidad individual, la seguridad que presta el grupo, el anonimato, la energía que pasa del líder a los integrantes de la masa, el evitar hacerse preguntas y responderlas; todo está solucionado por el conjunto, por la exclamación ensordecedora de «la gente» hecha verbo por el líder. «La gente» como sujeto político está más cerca de la venganza que de la justicia, del Lynch que del jurado; reivindica lo que considera suyo por encima de conveniencias generales, del interés común, y a la minoría la convierte en enemiga, en nuestro lenguaje en facha, casta u oligarca.

Y justamente en esa pérdida de la individualidad, en esa repulsa de la pluralidad, en la negación de la existencia de los conflictos complejos en las sociedades democráticas, en la falta total de respeto a las opiniones discrepantes... reside la base del discurso populista y de liderazgos como el de Iglesias. Efectivamente, su estatura es inversamente proporcional a su desconfianza en la sociedad. Necesita una masa informe, dispuesta a ser moldeada para erigir un liderazgo, que sería incompatible con una sociedad integrada por ciudadanos, por individuos que pueden coincidir en sus necesidades, en sus deseos, en sus objetivos privados o públicos, pero que están por encima de los grupos y a los que sólo se puede convencer individualmente, aunque formen parte de una clase social o de un pueblo. Aristófanes dice en 'Los Caballeros': «Oh Demos, qué bello es tu imperio... Es fácil manipularte: te encanta que te halaguen y te engañen siempre escuchando a los charlatanes, con la boca abierta»; claro que es más fácil manipular a «la gente» que convencer a un ciudadano. Si en el discurso político no se establecen límites, si hacemos ver que todo es posible, que con nosotros empezará de nuevo todo, que el cielo prometido lo encontraremos en la tierra durante nuestra vida, el ciudadano dudará, porque sabe bien que el sistema, ciudadanos y democracia no se entienden separadamente, tiene límites y es el resultado del esfuerzo continuado de distintas generaciones; por el contrario la gente, el pueblo o la clase en marcha no tendrán inconveniente en creerlo.

Deberíamos sospechar al ver la coincidencia en la raíz de palabras tan distintas como democracia y demagogia. La primera es el gobierno de los ciudadanos por ellos mismos a través de la delegación o, en ocasiones limitadas, directamente. La demagogia por el contrario es la genuflexión del pueblo ante el líder, el traslado al partido, a la organización, a la dictadura, a la persona carismática de todos nuestros anhelos, deseos, seguridades e inseguridades. Dos conceptos, democracia y demagogia, con tantas similitudes que nos pueden llevar a la confusión, pero alrededor de los que giró la historia de la antigua Grecia y la de las modernas democracias, una batalla permanente que nunca se acaba de ganar. Y justamente ésta, no los insultos a nuestra Historia o a nuestros santos laicos, es la base fundamental de nuestra incompatibilidad con Podemos. Ellos se dirigen a la gente, nosotros a los ciudadanos, ellos no tienen que demostrar nada, nosotros tenemos que demostrarlo todo. Nosotros sabemos que nos dirigimos a personas inteligentes y lo hacemos individualmente, aunque coincidan en necesidades, anhelos y proyectos vitales; ellos manipulan una masa informe dispuesta a tener fe. Nosotros intentamos convencer, ellos imponen. Es tanta la diferencia y tan clara que no me explico cómo aún no la ven algunos dirigentes del PSOE. Durante muchos años la intelectualidad francesa, con muy honrosas y heroicas excepciones, y con ella la continental ocultaron y justificaron la falta de libertad y los crímenes de la URSS. No nos podemos explicar fácilmente como mentes tan brillantes y lúcidas fueron capaces de mantener en la oscuridad el siniestro régimen comunista de Stalin, y los que se opusieron, o fueron descalificados o fueron desterrados de la cultura oficial. Fue tan grande su ceguera, tan ofensivo su silencio, creó tanto desasosiego su servidumbre, que años después Kundera no se explicaba cómo había podido suceder: «Nunca en la historia de la humanidad tanta gente tan brillante dio la espalda al sufrimiento de tantas personas» -cito de memoria-.

Podría callarme, quedarme en descalificaciones 'ad hominem', podría recurrir a sus ataques a nuestros dirigentes para defender nuestro alejamiento o desenmarañar su pasado reciente lleno de relaciones oscuras, pero creo que es necesaria una réplica a su discurso ideológico. Somos todavía pocos los que estamos dispuestos a rechazar desde posiciones socialdemócratas que las diferencias con Podemos sean exclusivamente de grado, a admitir que son idénticas a las mantenidas entre Fernando de los Ríos y Lenin en los años 20 del siglo pasado o a las que tuvieron 30 años después Sartre y Camus en Francia. Pero efectivamente las diferencias se basan en la apreciación que tenemos sobre la libertad individual o los límites del Estado, las que se establecen entre como intervenir en una sociedad integrada por ciudadanos y en una integrada por «la gente» o la confusa división entre «los de arriba y los de abajo»; entre una base ideológica que permita un discurso reformista e integrador o un sistema de ideas vengativo y adánico.

Ahora, aquí dirán muchos que exageramos los que así pensamos, que no es para tanto. Pero corremos el riesgo de que esa España sin élites comprometidas con el espacio público y esa incapacidad española para enfrentarse con espíritu crítico a las modas, a lo nuevo, a lo extraño, consigan fácilmente desechar, quitar importancia a nuestros avisos o descalificarnos al grito ignorante de: ¡son unos fachas!

No descarto que la falta de referencias internacionales -la URSS desapareció y los más modestos ejemplos del cono sur americano han perdido fuelle según ha ido bajando el precio del petróleo- y la fuerza de la democracia termine transformando a los de Podemos en una izquierda más radical que la que representa el PSOE pero claramente institucional. Me alegraría sin duda, pero a día de hoy esto aún no ha sucedido.

Nicolás Redondo Terreros es presidente de la Fundación para la Libertad y miembro del Consejo Editorial de EL MUNDO.

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