Ciudadanos y pandemia

Anónimo: La peste en Sevilla de 1649 (Hospital del Pozo Santo de Sevilla)
Anónimo: La peste en Sevilla de 1649 (Hospital del Pozo Santo de Sevilla)

Cuando un gran mal sucede en una democracia en el siglo XXI, la inmediata reacción es mirar hacia las instituciones públicas que tienen instrumentos y medios que resultan imprescindibles: capacidad para producir reales decretos leyes, órdenes ministeriales, resoluciones... para dar las órdenes de cómo y quiénes deben actuar, cuáles son los medios que hay que movilizar y cuáles los recursos económicos de los que disponer para las tareas más urgentes. Nadie duda de que, en las sociedades evolucionadas, donde la Administración hace acopio de bienes y, por otra parte, de competencias, a ella corresponde tomar las más inmediatas decisiones. Se espera mucho de un estado que dispone de un importante presupuesto procedente de los impuestos.

Durante el tiempo que dure un estado de alarma, las acciones de un gobierno que dirige la política interior y exterior, la Administración civil y militar y la Defensa deben ser dadas a conocer en todos sus pormenores, del modo en que las circunstancias lo permitan. Es decir, debe mostrar no sólo lo que se ha movilizado, sino su coste, a quiénes se les ha encomendado, así como explicitar las razones por las que considera que deben proseguir medidas excepcionales, que incluyen supresión de derechos y de libertades.

La maraña normativa que vamos a alcanzar en España en tres meses por razón de nuestras circunstancias debería limitarse a asuntos relacionados con la situación sanitaria, de investigación, económica y de asistencia social; es improcedente y abusivo tramitar, por ejemplo, una ley educativa que requiere un estudio sosegado, escuchar la opinión de cualificados docentes de diversas disciplinas, momentos de tranquilidad y reflexión, y que no es urgente; tampoco procede aprovechar el momento para incluir en un organismo que administra información nacional e internacional muy sensible (CNI) a un vicepresidente del Gobierno que ni siquiera inspira confianza entre personas del Ejecutivo; y es abusivo aumentar plantillas no útiles para un momento de alarma.

Por otra parte, resulta difícil entender la negativa a dar a conocer los nombres de las personas que en esas circunstancias asesoran al Gobierno. Si se trata de verdaderos expertos, sus nombres y currículos pueden tranquilizar a la opinión pública. Las personas solventes y muy competentes en sus profesiones no se dejan presionar fácilmente porque conocen su responsabilidad en los resultados de la tarea que tienen entre sus manos. El resistirse a dar los nombres es impropio de una democracia, y supone desconfianza hacia los propios expertos.

Pero también hay una responsabilidad que corresponde a la ciudadanía, lo cual es inherente a un estado democrático de derecho. Un comportamiento responsable parte de la base de recibir una información veraz, completa, no cambiante de continuo, que incluya las disculpas por las omisiones o por las equivocaciones. Sobran intervenciones altisonantes y retóricas que reprenden al personal y subrayan las acertadas acciones de un buen gobierno sin cuyas medidas habríamos alcanzado la muerte de 300.000 personas, como ha dicho el presidente hace pocos días. La cifra de 50.000 sanitarios infectados no permite presumir de actuación alguna, a excepción de la de los propios sanitarios, la de miembros del Ejército, de las Fuerzas de Seguridad y de quienes de forma voluntaria y desinteresada han prestado toda clase de ayudas.

Cuando los ciudadanos reciben toda la información y se razonan los motivos que dan lugar a prorrogar confinamientos y a medidas que suprimen derechos y libertades entienden cómo contribuir a lo que la nación requiere: cuál debe ser su comportamiento y las consecuencias graves que pueden derivarse del no cumplimiento de las normas en vigor.

No somos ciudadanos de un Estado donde derechos y deberes recaigan exclusivamente sobre el Gobierno o los gobiernos; hablamos de un Estado donde todos tenemos responsabilidades; una ciudadanía que tiene obligaciones y comportamientos propios de una forma política, de vida, de cultura y de conocimientos que no todos los pueblos tienen, y que en tiempos excepcionales juegan un papel, también excepcional.

Si algunos medios de comunicación, con la autorización correspondiente, entraran en las unidades de cuidados intensivos y mostraran lo que sucede en ellas durante una pandemia, seguro que muchos ciudadanos comprenderían la gravedad por la que pueden pasar si no cumplen las normas que el momento exige. Tener conocimiento de la gravedad de lo que sucede o puede suceder induce a actuar en consecuencia, y el explicarlo se convierte en una obligación pedagógica.

Las libertades pueden estar muy limitadas o reducidas durante un estado de alarma, pero ello no significa que los ciudadanos no puedan expresar sus opiniones sobre el momento por el que sus vidas discurren. Intentar desacreditar a quienes muestren su disconformidad, si lo hacen conforme a la legalidad, es algo así como una «sanción preventiva», lo que no existe en los estados de derecho.

Me viene a la memoria un cuadro que representa la peste que sucedió en Sevilla en 1649, obra que me impresionó cuando la vi por primera vez: los estragos de la enfermedad entre las gentes y al fondo el Hospital de las Cinco Llagas, grandioso edificio renacentista hoy transformado en Parlamento de Andalucía. El mal de aquel año tuvo muy graves consecuencias para la población, también para la economía de la ciudad, como explica el profesor Antonio Domínguez Ortiz, en su obra «Orto y ocaso de Sevilla». El cuadro se conserva en el convento del Pozo Santo, hoy residencia de mayores, donde la hermana Raquel me informa de que ni tienen ni han tenido a persona alguna infectada. Al lado de tanto mal como hemos sentido y visto, también tenemos mucho bien que reconocer.

Soledad Becerril fue Defensora del Pueblo.

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