Ciudadanos y Podemos ante los pactos

En el congreso fundacional de Podemos del pasado octubre Pablo Iglesias hizo suya la expresión de que “el cielo no se toma por consenso, sino por asalto”. Sin embargo, a diferencia de lo que ocurre en países con modelos institucionales mayoritarios, cuando el número de partidos se dispara, el consenso es precisamente la clave de la gobernabilidad. En estos casos, como pasa en la mayoría de países de Europa continental, la democracia se basa en la búsqueda del acuerdo y la transacción entre diferentes grupos políticos y actores sociales. Ninguno prevalece totalmente sino que llegan a un punto intermedio del que muchos se sienten partícipes, algo fundamental en sociedades complejas.

En España sabemos que el descrédito de los partidos tradicionales es notable. De ahí que la resistencia de los nuevos actores a pactar con ellos pueda comprenderse tanto entre las bases como entre sus dirigentes. Sin embargo, nuestro sistema político lo hará insalvable. No es solo por la pluralidad política que se prevé para los próximos meses, sistema electoral mediante, que aleja escenarios de mayorías absolutas. Es también porque la descentralización del país ha generado cierto grado de división vertical del poder y pluralizado los escenarios de juego. Justamente por esto las elecciones autonómicas y municipales del próximo mayo serán una buena primera prueba, con permiso de las recientes elecciones andaluzas. Ahora bien, hay tres cuestiones que merece la pena considerar.

La primera es que la traducción de este nuevo sistema de partidos en Gobiernos va a depender de dos aspectos. De un lado, de la fragmentación efectiva del sistema, que de momento está siendo mayor a la izquierda que a la derecha. Y de otro, del grado de conexión ideológica o polarización de las fuerzas políticas nuevas. Ambos componentes, tanto fragmentación como polarización, parecen favorecer a priori a los populares. Si para desbancarlos de comunidades y Ayuntamientos se debe llegar a pactos entre cuatro o hasta cinco fuerzas y los nuevos partidos, especialmente Podemos, deciden seguir la estrategia de un no rotundo a la negociación con los partidos clásicos, será complicado que haya coaliciones alternativas en liza. El Partido Popular retendría muchos Ejecutivos aunque le sea más difícil gobernar.

Es conocido que esta ausencia de coaliciones viables de signo contrario hace más probable que se formen Gobiernos en minoría, más aún cuando gobernar con crisis económica es tarea ingrata. Además, los partidos nuevos, en muchos casos claves para la gobernabilidad, saben bien que integrarse en Ejecutivos podría suponerles un desgaste insalvable y por tanto intentarán evitarlo. Descartada la idea de que estos partidos se vean tentados por consejerías, los acuerdos tendrán que sustentarse solo en programas. Por desgracia, tanto Podemos como Ciudadanos han concretado poco su propuesta a nivel autonómico y local. ¿Qué hoja de ruta o prioridades políticas tendrán entonces para apoyar o proponerse en una investidura? Avanzar en este punto será fundamental para saber en qué se materializa el cambio que proponen más allá de las buenas intenciones.

Una segunda cuestión a considerar es cómo funcionan internamente los partidos y el modo en que su propia organización territorial puede afectar a los acuerdos políticos. Hasta ahora los partidos clásicos han dado autonomía a sus ramas regionales para llegar a pactos, aunque muchas veces las direcciones nacionales han generado tensiones al promoverlos o vetarlos. Mientras que Izquierda Unida ha estado siempre muy descentralizada a nivel regional, en el PSOE la autonomía de las ramas regionales depende bastante de la fuerza de la ejecutiva federal, que ahora es más bien escasa y que tendría difícil abortar pactos. En el Partido Popular, sin embargo, la cúpula nacional suele tener un control más férreo.

Más interesante resulta, no obstante, analizar a Podemos y Ciudadanos como dos partidos nuevos pero con una estructura interna y un modelo de expansión antagónico. El primero ha tenido un crecimiento muy controlado desde la cúpula, con dirigentes afines en la mayoría de ramas regionales y que precavidamente no concurrirán con sus propias siglas a las elecciones locales. El segundo, Ciudadanos, tiene una estructura aparentemente más descentralizada y menos jerarquizada, especialmente en el nivel local. Su crecimiento ha sido menos estructurado y en muchos casos ha captado partidos locales o redes preexistentes. Probablemente ambos modelos y el grado de autonomía de sus agrupaciones locales tendrán implicaciones a la hora de llegar a acuerdos de gobierno.

En este sentido, dada su descentralización, es muy posible que en el caso de Ciudadanos vaya a haber más pactos incongruentes, que se sellarán con diferentes partidos según el lugar, frente a un Podemos que dispondrá de mayor capacidad para coordinar su estrategia en todos los escenarios. Esto hace que los de naranja puedan afrontar dilemas y desajustes similares a los del CDS en 1987, que como sabemos al final le pasaron factura. La contrapartida por su rápido crecimiento, menos pautado que el de Podemos, puede ser una mayor dificultad para disciplinar a los suyos. De ahí que podamos ver muchos casos de pactos que benefician a los dirigentes locales o regionales pero que entran en contradicción con el interés de la cúpula nacional, más orientada a maximizar sus escaños en las elecciones generales.

Finalmente, es importante tener en cuenta, como tercer elemento clave, que las decisiones que se tomen en términos de pactos necesariamente obligarán a que la llamada “nueva política” se sitúe en los términos clásicos del eje izquierda-derecha. Dicho de otra manera, que el eje de ruptura entre “lo nuevo” y “lo viejo” entra en una intersección cuando debe decidir con quiénes hace alianzas. Sea por abstención o con el voto activo, tanto Podemos como Ciudadanos tendrán que decidir si optan por el cambio o por la continuidad en innumerables escenarios. Esto necesariamente les implicará la definición de sus contornos. El único salvavidas al que podrían asirse para evitar este dilema es que los partidos clásicos optaran por pactos parlamentarios, algo que en realidad no sólo depende de ellos.

Es más, la cuestión territorial es un eje de fractura propio de Estados compuestos como el nuestro y el ser nuevos jugadores no evitará que afloren tensiones en el medio plazo. En las arenas autonómicas los nuevos actores se solapan con la presencia de partidos nacionalistas que tienen sus propias agendas y, a veces, una relación ambivalente o crítica con los recién llegados. Que aparentemente vayan a ser menos decisivos en el Congreso no les arrebata su importancia en Cataluña, Euskadi, Canarias, Aragón o Navarra. Ninguna de estas cuestiones debería perderse de vista, por más que en ocasiones los nuevos partidos hayan considerado secundarias a las elecciones de mayo, subordinadas siempre a llegar a La Moncloa. Si no saben gestionarlo con inteligencia pueden llegar desfondados a las elecciones generales.

Estas cuestiones son relevantes y harán que los españoles tengamos por fin que acostumbrarnos a la dinámica del acuerdo como un aspecto también fundamental de la democracia, y no solo el principio de la mayoría. Una lógica que muchas comunidades autónomas conocen desde hace tiempo y que nos acompasa con la mayor parte de países de Europa. Por eso es una buena noticia que tengamos un modelo institucional que vaya a hacer necesario el consenso para llegar al cielo. La necesidad de sumar escaños tendrá la virtud de obligar a nuevos y viejos partidos a sentarse en la misma mesa para ordenar y fijar prioridades.

A mi juicio esto último es lo fundamental. Es normal que este año hablemos muchos de elecciones dada la llegada de nuevos actores y escenarios más fragmentados. Sin embargo, no deberíamos dejar de hablar de lo hay que hacer tras ellas, de cómo afrontar la innumerable cantidad de retos sociales, económicos e institucionales que requieren una respuesta política. Al fin y al cabo puede haber nuevos actores políticos, pero no nos equivoquemos: los ciudadanos lo que sobre todo esperan es que haya nuevas políticas.

Pablo Simón es profesor de Ciencia Política en la Universidad Carlos III de Madrid y editor del colectivo Politikon.

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