Ciutadà Rei: en català si us plau

El Rey constitucional que será mañana Felipe de Borbón carecerá casi completamente de poderes, a diferencia de su padre cuando fue investido. Solo dispondrá de uno, en apariencia frágil: “Arbitra y modera el funcionamiento regular de las instituciones”. Pero esta limitada competencia, a la escandinava más aún que a la belga, engloba un enorme Poder, con mayúscula: el de la palabra. Mañana dispondrá de una ocasión única para utilizarlo en beneficio de la relegitimación de la institución y al servicio de la convivencia.

Sería desproporcionado cargar sobre el nuevo jefe del Estado la tarea de resolver el principal problema de España —además del desempleo—, a saber: el litigio territorial, y más concretamente, la cuestión catalana. Pero puede contribuir, y mucho, a encauzarla, con una combinación de prudencia y osadía. Sobre todo en ámbitos en que la Monarquía parlamentaria goza de capacidades acreditadas: los símbolos y las emociones.

Prudencia: “Hablando se entiende la gente”, le dijo don Juan Carlos al dirigente republicano Ernest Benach, entonces presidente del Parlament, en 2003. Osadía: “Catalunya és el que els catalans volen que sigui”, certificó el propio Príncipe de Asturias, ante el atril del Parlamento autónomo, en abril de 1990. Él mismo utiliza su idioma con mucho más que soltura en decenas de ocasiones privadas y oficiales.

Sería osado, pero también prudente, que el discurso de proclamación diese un paso más: el uso de las distintas lenguas en un acto —¡y qué acto!— a nivel de todo el Estado, al máximo nivel del Estado. Y no de forma tímida, sino abundante, siguiendo pautas simbólicas como las de la Monarquía de la Bélgica federal o la aún más equitativa de la Confederación Helvética: una apuesta decidida por el plurilingüismo, que sin duda dejaría vislumbrar los beneficios de una cooficialidad, aunque acotada, mucho más ambiciosa.

Las lenguas de España —el castellano, el gallego, el euskera y el catalán en sus distintas modalidades— constituyen “un patrimonio cultural que será objeto de especial respeto y protección”, reza el (maltrecho, por inédito) artículo 3.3 de esta Constitución que tantos alaban con la boca para conculcarla con los hechos. ¿Inédito? Por supuesto. Baste recordar que hay más interés en las universidades norteamericanas y escandinavas por las distintas lenguas hispánicas que en muchas de la propia España de matriz castellana.

Seguro que si el presidente del Congreso, Jesús Posada, ha sido reglamentariamente generoso con el uso de distintas lenguas por algunos diputados no pondrá pegas a un impulso más decidido procedente de la voz del nuevo jefe del Estado.

El impacto de una apuesta simbólica de este género sería extraordinario. Descubriría a muchos españoles (de los que aún creen en cuentos de hadas) que los catalanes no se empeñan en hablar catalán por fastidiar y solemnizaría que España es un Estado compuesto.

Y demostraría a los nuevos soberanistas de buena fe —irredentistas irrecuperables aparte— que el Estado español es capaz no solo de asumir el uso geográficamente limitado de su lengua, sino de hablar también con su propio idioma, y que se complace en ello.

El manual argumental de los partidarios de un “Estado propio”, signifique lo que sea ese concepto, recoge sinrazones pero también razones bien fundamentadas. Entre otras, la desafección que provoca la desidia —cuando no hostilidad— de la Administración central en la promoción del plurilingüismo. Esos motivos encontrarían en el uso por el Rey de los cuatro idiomas un rotundo contrapunto, que debería facilitar nuevas dinámicas de diálogo. Porque, ¿puede sensatamente considerarse nacionalmente enemigo a un Estado que habla, y ama, y enaltece, tu misma lengua?

No se trata de embaucar a irreductibles, que por otra parte cada vez se muestran más firmes en su soliloquio. Se trata de expresar a una mayoría inquieta, desasosegada, en estado de cuasi rebeldía, y susceptible de acabar de dejarse hechizar por los cantos de sirena de estos, que cabe en España. Aunque para ello esta España deba organizarse de otra manera. No contraria, sino de una mejor manera.

Si la etapa que se inicia mañana quiere perdurar, deberá inexcusablemente emprender reformas de calado, a cargo naturalmente de los partidos y organismos competentes. Las propuestas de reforma constitucional en un sentido federal, que algunos desprecian, ningunean o minusvaloran, están mucho más elaboradas de lo que parece, sobre todo a quienes no han hecho el esfuerzo de leerlas: como la Declaración de Granada, del PSOE. Y hay a disposición otras fórmulas inteligentes, como la “mutación constitucional” de Miguel Herrero.

Es en todo caso muy difícil concebir, sobre todo desde Cataluña, una España que no incorpore bastantes de los exitosos parámetros del federalismo alemán, grandioso paradigma de contrapesos y equilibrios modernos.

Pero ello no basta. Necesita alma. El alma es la cultura, y su herramienta la lengua. Por eso el Ciudadano Rey puede utilizar el poder de la lengua con mucho mayor efecto del imaginable. Solo una Monarquía de corte republicano podrá competir con éxito frente a una República (posiblemente) oligárquica. Solo un Estado federal y plurilingüe es capaz de vencer al proyecto de una pluralidad de Estados (probablemente) débiles y monolingües. De vencer y de convencer.

Xavier Vidal-Folch

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