Civiles y militares en Egipto

Transcurridos seis meses de la presidencia de Mohamed Morsi, cabe señalar que la nueva Constitución de Egipto ha concedido formalmente mayor autonomía y papel político a las fuerzas armadas del que nunca disfrutaron bajo su predecesor, Hosni Mubarak. Morsi y la mayoría islamista en la Asamblea constituyente pueden haber juzgado oportuno aceptar las condiciones planteadas por las fuerzas armadas de Egipto para garantizar su neutralidad en la fase actual de la transición democrática del país, pero el asunto conllevará su coste correspondiente.

La tarea aún pendiente plantea un reto descomunal a las nuevas autoridades civiles elegidas democráticamente: modificar el modo de funcionamiento de los sectores y empresas de titularidad estatal para liberar el potencial de la economía nacional en orden a un crecimiento económico sostenido y equitativo. Las redes de oficiales retirados permean prácticamente todos los sectores. Si esta “república de oficiales” profundamente afianzada ha de hacer frente a un programa de reformas, su oposición a Morsi y a cualquier gobierno que nombre se endurecerá y es posible que lleve al país a una parálisis.

De hecho, el Gobierno del primer ministro Hisham Qandil ya ha encontrado resistencia debido a su empeño de lograr que el aparato estatal del país vuelva a funcionar. Aunque los funcionarios no pueden oponerse política o ideológicamente a las nuevas autoridades de Egipto, su inicial postura ambivalente está adoptando una actitud de brazos caídos y no cooperación pasiva ante las directivas gubernamentales. El Ministerio del Interior se ha perfilado como el principal resistente contra Morsi: las fuerzas policiales están en huelga desde hace casi dos años tras del levantamiento que expulsó a Mubarak.

Son realidades caracterizadas por una lenta evolución. Las fuerzas armadas de Egipto no se han sumado todavía al resto de principales sectores institucionales del aparato estatal egipcio en una amplia coalición contra Morsi y su Gobierno. Las fuerzas armadas tampoco intentan activamente bloquear las políticas y objetivos gubernamentales, aunque no cabe descartar esta perspectiva. La polarización de la política de Egipto ya amenaza el ejercicio de la función de gobierno, tanto legislativa como ejecutiva, del equipo de Qandil.

A diferencia de otros sectores del aparato del Estado, las fuerzas armadas de Egipto consideran que son un protagonista institucional autónomo en posesión de un papel político privilegiado. A juicio de Morsi, a las fuerzas armadas se les ha permitido mantener una autonomía sin merma y conservar antiguas prerrogativas –e incluso incrementarlas– a fin de garantizar su conformidad mientras que los Hermanos Musulmanes, formación a la que pertenece, y sus aliados islamistas consolidan su forma de gobierno y conducen el país a través de las próximas fases de la transición democrática.

No obstante, el precio de la conformidad ha sido elevado. Suele ser un hecho común en las transiciones de un régimen militar que se intente ablandar la resistencia de las fuerzas armadas a la democratización ofreciéndoles el control del ministerio de Defensa. Sin embargo, la nueva Constitución egipcia exige formalmente que el ministro de Defensa sea un oficial de las fuerzas armadas. El presupuesto de defensa ya no se someterá al Parlamento como partida individual incluso para su teórica aprobación. El Consejo de Defensa Nacional formaliza e institucionaliza el papel político de las fuerzas armadas. La Constitución le otorga responsabilidad sobre los “asuntos y materias relativos a los métodos destinados a garantizar la seguridad del país” y debe ser consultado antes de que el presidente y el Parlamento puedan declarar la guerra o desplegar las fuerzas armadas fuera de Egipto. Está previsto que un Consejo de Seguridad Nacional análogo, dirigido por el presidente y compuesto casi exclusivamente de civiles, adopte “estrategias destinadas a mantener la seguridad en el país”. Pero el Consejo de Defensa Nacional, evidentemente, le hace la competencia e impide cualquier tipo de supervisión y autoridad de carácter civil en aspectos esenciales de la adopción de decisiones políticas, que incluyen cuestiones relativas a la gestión financiera y administrativa del país.

Los detractores de los Hermanos Musulmanes les han acusado reiteradamente de concluir un acuerdo secreto con las fuerzas armadas para permitirles que asuman el poder. Pero Egipto no tiene nada que ver con Sudán, por ejemplo, donde una estrecha alianza entre el Frente Islámico Nacional y el general Omar al Bashir reorganizó el poder estatal, así como los marcos legal y constitucional y purgó de no islamistas las fuerzas armadas.

En cualquier caso, el acuerdo en Egipto no es algo que quepa alcanzar cómodamente o con facilidad. Los Hermanos Musulmanes y Morsi pueden interpretar las previsiones constitucionales sobre las fuerzas armadas en el sentido de demarcar y separar las esferas militar y civil, como elemento precursor a la hora de hacer valer la preeminencia política de esta última. Pero la autonomía formal concedida a las fuerzas armadas se extiende más allá de sus asuntos “profesionales”, tales como la doctrina de combate y la adquisición de armamento o incluso el presupuesto de defensa, y lo cierto es que será muy difícil dar marcha atrás en el futuro.

La cuestión no consiste sólo en un desafío planteado a Morsi y a los Hermanos Musulmanes ni en un problema que ellos hayan provocado. La transferencia de poder de dirigentes militares a civiles implica siempre algún tipo de arreglo respaldado por el entendimiento explícito e implícito: quienquiera que ganara las elecciones parlamentarias y presidenciales del año pasado iba a topar con la privilegiada posición del ejército. Y con la excepción de los revolucionarios de la plaza Tahrir y del líder del Partido de la Constitución, Mohamed el Baradei, ninguno de los principales partidos políticos o candidatos presidenciales ha propuesto restringir las prerrogativas e inmunidad de las fuerzas armadas de Egipto más allá de lo llevado a cabo por los nuevos dirigentes.

El actual Gobierno egipcio y sus sucesores sea cual sea su color político se esforzarán por impulsar políticas y reformas eficaces. El fracaso desgastará su posición y legitimidad. Peor: podría minar la creencia en la transición democrática entre los egipcios y preparar el terreno para nuevos desafíos de signo antidemocrático.

Yezid Sayigh, investigador asociado en el Centro Carnegie sobre Oriente Medio, Beirut.

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