Civilización y libertad

Se suele aducir que la rebaja del nivel académico en la escuela merma la capacidad crítica general de la población, y acaba convirtiendo a los ciudadanos en meros votantes fácilmente manipulables. Lo cual es cierto, pero es sólo la mitad del problema. Porque la primera consecuencia es otra, de índole social: las familias que puedan llevar a sus hijos a centros docentes de calidad seguirán disfrutando de una formación en condiciones. Sabrán comprender textos de todo tipo, y conocerán a Aristóteles, a Cervantes y a Tolstoi. Los otros chicos quedarán expuestos a la intemperie. De modo que, en realidad, nos encontraremos con una sociedad de guetos; por un lado, quienes habrán adquirido una educación que les permita disponer de trabajos bien remunerados y un nivel cultural aceptable; por otro lado, quienes no hayan contado con esa suerte.

Civilización y libertadPodríamos profundizar en este tipo de argumentación que lleva repitiéndose, sin éxito, desde hace una generación o más. De hecho, ya el gran Francisco Rodríguez Adrados se lamentaba en los años 80 de la reducción del bachillerato a tres cursos y que solo hubiera Griego en 3º de BUP y en COU, ambos opcionales. Ciertamente, Adrados celebraba que en España hubiera aumentado, década tras década, el número de centros docentes, revistas, bibliotecas, editoriales e instituciones dedicadas a la lengua y literatura de la Antigüedad –en especial, Gredos y la Colección Hispánica de Autores Griegos y Latinos, hoy Colección Alma Mater bajo los auspicios del CSIC–. Sin embargo, su lamento por las Humanidades, que podría sonarnos a la inútil jeremiada que llevamos entonando desde la aprobación de la LOGSE (1990) y antes, se acompañaba de un mea culpa más que oportuno. Según el maestro Adrados, una porción del decaimiento de los estudios de Latín y Griego se debía a los propios académicos. ¿No consagramos los investigadores y profesores más tiempo a debates con nuestros colegas, a discusiones sobre variantes textuales y manuscritos, que a acercar al público a Calímaco, Sófocles y Marcial de una manera asimilable, pero no banal?

Tras este reparto de responsabilidades, recordemos lo esencial sobre los clásicos de la Antigüedad. De entrada, el estudio de sus lenguas nos permite dominar y entender mejor la nuestra. El latín y el griego son una herramienta idónea para conocer el funcionamiento de la gramática y la sintaxis, lo que resulta de gran ayuda a la hora de aprender lenguas modernas. Igual en lo referente al léxico: tanto el inglés cheese como el español queso proceden del latín caseus –de ahí la casei inmunitas con que una conocida empresa de alimentación publicitaba un producto lácteo. El inglés butter procede del griego boutyron a través del latín butyrum, que significa casi lo mismo. Aún más: la raíz griega de este vocablo es la que da en español buey y en francés boeuf e inglés beef. Podríamos añadir miles y miles de ejemplos: el alemán Licht comparte étimo con leucocito y con el topónimo Alicante. No se trata de pedanterías para ganar partidas de Trivial, sino de saber de dónde proceden las palabras y expresiones con que nos comunicamos entre nosotros y con el resto de Europa y del mundo. Se trata de saber estar en el mundo.

Otro de los ámbitos en que hoy los antiguos nos han de seguir enseñando es la diversidad. La suya no era una civilización monolítica. Atendiendo a la voz de los griegos y los latinos, podemos escuchar todo tipo de interpretaciones sobre la naturaleza, la sociedad, el hombre y Dios o los dioses. En la ultratumba de la Odisea, el espectro de Aquiles desea volver a la vida, aunque sea como esclavo, y sólo se solaza, al conocer que la espada de su hijo derramó abundante sangre enemiga en Troya. Por el contrario, en la Eneida, nos habla Virgilio de un más allá donde se premia a los buenos y se castiga a los perversos. Juvenal, por su parte, dice que «en los Manes y el Infierno no creen ni los niños». Podemos sacar a colación más temas en que los antiguos discutieron con ahínco, desde la homosexualidad hasta el cometido social de la mujer, pasando por las formas de gobierno o el origen de las leyes. Para superar nuestra incapacidad ante la frustración, para curtir nuestra piel y dar criterio a nuestra conciencia –y para pensar out of the box–, los clásicos han de estar en nuestras vidas. Y, como afirma Gregorio Luri, un clásico nos ofrece, desde el pasado, contemplar de manera cabal el presente.

Escuchando a los antiguos, nos reímos, nos enternecemos, nos sorprendemos, nos apasionamos. Anacreonte duda de si ama, no ama o si se ha vuelto loco. Catulo pide mil besos, luego cien, luego otros cien y otros mil más, como si perdiera la cuenta ante un ábaco. Justamente el poeta de Verona, la futura patria de los Romeo y Julieta de Shakespeare –bastante hay de Marco Antonio y Cleopatra en el Montesco y la Capuleto–, compuso este verso: «¿A quién besarás? ¿A quién le morderás los labios?». Veinte siglos después, Pablo Neruda escribió: «De otro. Será de otro. Como antes de mis besos»; Paul Hewson (el Bono de U2) cantaba «Who’s gonna taste your salt water kisses?»; y Andrés Calamaro (Los Rodríguez), «quiero ser el único que te muerda la boca».

Recientemente Rémi Brague visitó Madrid y nos recordó que los antiguos latinos y griegos siempre han sido el cimiento educativo de la civilización occidental, tanto en la Edad Media como en el Renacimiento, tanto en sus fundamentos cristianos como en sus raíces seculares. No en vano, si el humanismo cristiano de un Erasmo no se puede entender sin los clásicos, también dos maestros de la sospecha como Marx y Nietzsche fueron grandes amantes de la Antigüedad griega. De hecho, ambos realizaron su tesis doctoral sobre materias clásicas.

Por otro lado, como señalaron en su día Maquiavelo y Hobbes, estar familiarizado con la historia de la república romana supone sentar las bases para desafiar a todo poder tiránico. Las humanidades y la libertad política están estrechamente relacionadas. En esta misma idea han insistido, más recientemente, intelectuales del calibre de Simone Weil, Leo Strauss, George Steiner o Harold Bloom, entre otros. Todos ellos han puesto en valor lo absolutamente esencial de la cultura clásica para la formación filosófica de unas nuevas generaciones que amen la libertad y se enfrenten al despotismo del pensamiento único. Incluido el despotismo invisible de lo políticamente correcto, que es quizá lo que lleva a que las humanidades comiencen a estorbar de nuevo a los poderosos.

Creemos que la crisis de la asignatura de Filosofía en el bachillerato y en secundaria, el olvido general de las letras clásicas o la marginación de los humanistas en esta España del siglo XXI, no son más que la punta del iceberg de una actitud que solo valora ocasionalmente la historia cuando se convierte en arma arrojadiza contra el adversario político. Se legisla sobre memoria histórica al tiempo que se desprecia la auténtica memoria: la de los grandes textos de la tradición occidental. La Biblia, la tragedia y la filosofía griegas, los clásicos latinos, la Divina Comedia de Dante, el Teatro de Shakespeare, el esplendor del Siglo de Oro español… ésta es la memoria que hay que preservar a toda costa, o se perderá una milenaria cadena de transmisión cultural que comenzó en Atenas y en Jerusalén en torno al siglo VI a.C.

Y es que la auténtica «utilidad de lo inútil», utilizando la fórmula de Nuccio Ordine, reside en que alimenta el espíritu y le da alas para volar libre. Las humanidades formaban en las primeras universidades lo que se dio en llamar las siete artes liberales. Se llamaban así porque hacían libres a los estudiantes. Libres de pensar por sí mismos. Hoy la batalla es la misma. Y la estamos perdiendo.

Manuel Alejandro Rodríguez de la Peña es catedrático de Historia Medieval en la Universidad CEU San Pablo y José María Sánchez Galera es profesor de Humanidades en la Universidad Francisco de Vitoria.

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