Civilizar el capitalismo

En la reciente cumbre del G-20 en la ciudad china de Hangzhou, los líderes de las principales potencias han mostrado una inusitada preocupación por el mal reparto de los beneficios de la globalización. Al parecer, en la cumbre se ha hablado mucho más de la gente y mucho menos de la economía. Algunos incluso han insistido en la necesidad de civilizar el capitalismo, de construir una globalización más justa. Pero no lo han hecho por cuestiones éticas, sino porque están preocupados.

Asisten atónitos a un creciente rechazo a la globalización por parte de la ciudadanía que no supieron anticipar. Un rechazo que está dando alas a los movimientos proteccionistas y nacionalistas que ya cuentan con líderes y partidos políticos capaces de canalizar la frustración y el miedo de la ciudadanía y de llegar al poder. La victoria del Brexit en el referéndum británico les ha abierto los ojos. Si el Reino Unido puede dejar la Unión Europea, entonces todo es posible. Como anticipaba recientemente The Economist, la tradicional fractura política entre izquierda y derecha puede estar dando paso a otra entre quienes quieren mantener sus países abiertos al comercio, la inversión y la inmigración y quienes prefieren cerrarse, con la esperanza de preservar así su identidad y su bienestar material.

Como viene señalando desde hace casi 20 años Dani Rodrik, que es quien más brillantemente ha visto venir este proceso, el capitalismo puede ser el mejor sistema para generar crecimiento e innovación, pero es incapaz de auto-legitimarse políticamente si el Estado no protege a los perdedores y les da oportunidades y alternativas para reinventarse. La insuficiente capacidad de las democracias occidentales para repartir mejor las enormes ganancias de la apertura económica ha hecho saltar por los aires el pacto social que las mantenía cohesionadas, lo que ha llevado a una creciente deslegitimación del proyecto.

Sin la crisis financiera de 2008 y su pesada resaca este malestar habría tardado más en salir a la luz, pero habría terminado por hacerlo porque la mayoría de los países ricos han digerido mal el auge de las potencias emergentes y su propio declive demográfico. Aunque sus niveles de bienestar material hayan aumentado, las expectativas sobre el futuro de la mayoría de sus ciudadanos son sombrías. En general, piensan que sus hijos vivirán peor que ellos, lo que da al traste con la idea del progreso que tan imbricada ha estado en Occidente desde el final de la II Guerra Mundial.

Que los principales líderes políticos se hayan dado cuenta del problema es sin duda bienvenido. Hasta ahora, salvo en contadas excepciones, parecían haberlo ignorado. Y que hayan planteado un buen diagnóstico guiados por la preocupación no es una novedad. Civilizar el capitalismo fue precisamente lo que se hizo en los años treinta tras la Gran Depresión, y en el intento se aseguró su supervivencia.

El problema es que no está nada claro qué hay que hacer para revertir la situación. Aunque haya mayor crecimiento (algo que no está garantizado si la hipótesis del estancamiento secular de Larry Summers termina por confirmarse) la brecha de renta y de oportunidades entre los ganadores de la apertura comercial y financiera (básicamente los propietarios del capital y los trabajadores más formados) y los perdedores (los menos formados que sufren la competencia de los productos de los países de salarios bajos), no se reducirá. Hace falta un cambio en las políticas, que además debe operar a dos niveles: el de los estados y el del marco regulatorio de la economía global.

En un mundo como el actual, compuesto de estados-nación, los gobiernos son quienes deben asegurar la igualdad de oportunidades y la protección de los más desfavorecidos. Eso requiere más redistribución y un uso más efectivo de los fondos públicos, que protejan a los individuos y les den más instrumentos para enfrentar la globalización. Pero para ello son necesarios más recursos. La riqueza existe, pero para poder canalizarla hacia quien más la necesita es necesario reforzar los mecanismos de gobernanza económica global, sobre todo para luchar contra la evasión fiscal y reducir el poder de las finanzas en la economía mundial.

De no corregir el rumbo, corremos el riesgo de que la deslegitimación política de la apertura económica sea irreversible, lo que acarrearía fatales consecuencias. Quienes tienen en sus manos hacerlo se han dado cuenta de que el problema existe. Es un buen comienzo.

Federico Steinberg es investigador del Real Instituto Elcano y Profesor de la Universidad Autónoma de Madrid.

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