Civilizar el mercado de las ideas

«Cuando los hombres se den cuenta de que el tiempo ha desbaratado muchas creencias enfrentadas», escribió el juez de la Corte Suprema Oliver Wendell Holmes en su famoso disenso de 1919, “tal vez lleguen a creer […] que el bien último que procuran se alcanzará mejor a través del libre comercio de las ideas –que la mejor prueba para la verdad es el poder del pensamiento para lograr ser aceptado en la competencia del mercado y que esa verdad es la única base por la cual sus deseos pueden implementarse de manera segura».

Como cualquier mercado, sin embargo, el de las ideas requiere ser regulado: en especial, sus participantes deben regirse por normas de honestidad, humildad y cortesía. Además, todos quienes comercian con ideas deben adherir a esos principios.

Por supuesto, por años los políticos han contaminado el mercado de las ideas con invectivas. Pero en la política estadounidense, sorprendentemente, hubo progresos. Según un estudio realizado por el Centro de Políticas Públicas Annenberg, hubo menos descortesías en el Congreso en años recientes que en las décadas de 1990 o 1940. El senador republicano Ted Cruz fue ampliamente condenado por su agresivo cuestionamiento en enero al secretario de defensa entrante, Chuck Hagel. Pero poner en entredicho el patriotismo de un candidato era lo habitual en la época de McCarthy, aunque hoy sea menos frecuente.

La academia, por el contrario, parece moverse en la dirección opuesta. Se supone que una «ciencia social» como la economía está libre del vitriolo partidista. Sin embargo ahora los economistas se rebajan rutinariamente a ataques ad hominem y polémicas incendiarias.

Entre los economistas pocos hay más poderosos o influyentes que Paul Krugman. Galardonado con el Premio Nobel y docente en la Universidad de Princeton, Krugman es además columnista en el New York Times. Sus comentarios y blog, «The Conscience of a Liberal» (La consciencia de un liberal) son leídos con fervor casi religioso por los economistas y periodistas liberales (en el sentido estadounidense del término) en todo el mundo. Es una superestrella en Twitter, con más de un millón de seguidores. Una docena de epígonos bloguean en sincronía con él para volver a difundir la sabiduría del maestro.

Muchas personas creen actualmente que Internet impulsa sin atenuantes la libertad de expresión. Subestiman el grado en que tal concentración de poder en línea corrompe, exactamente como lo hace cualquier otra forma de poder.

Desde que comenzamos a debatir con Krugman sobre la política monetaria y fiscal allá por 2009, me alarma cada vez más la forma en que abusa de su poder. La semana pasada, me decidí a hablar en una serie de tres artículos, publicada directamente en el corazón de la blogósfera liberal, el Huffington Post.

De acuerdo con el entrenamiento de los historiadores, basé mi argumento en los archivos. Cité sus escritos anteriores y mostré, en primer lugar, que las reiteradas afirmaciones de Krugman de haber «acertado en todo» en sus comentarios económicos son falsas. Si bien, como muchos otros, identificó una burbuja inmobiliaria en 2006, no previó la reacción financiera en cadena que alimentaría una crisis mundial. Luego de fracasar en la predicción de la crisis estadounidense, profetizó incorrectamente la inminente desintegración de la unión monetaria europea y publicó más de 20 declaraciones sobre ese tema en 2011 y 2012. Nunca admitió esos errores; por el contrario, ha exagerado en retrospectiva su propia presciencia.

En segundo lugar, la afirmación de Krugman de que un estímulo fiscal mucho más vasto hubiera producido una recuperación económica mucho más rápida en EE. UU. es enteramente conjetural. Pero el modelo macroeconómico en el cual basa su afirmación difícilmente puede ser considerado confiable, dados sus manifiestos fracasos para predecir la crisis o la supervivencia del euro. Además, al menos una de sus columnas previas a la crisis contradice directamente su posición actual sobre la absoluta ausencia de riesgo que conllevan los niveles existentes –o incluso más elevados– de endeudamiento federal. Así que no tiene derecho a reclamar, como lo ha hecho, una «sensacional victoria» en un «épico debate intelectual».

Finalmente –y más importante aún– incluso si Krugman hubiese «acertado en todo», no habría de todas formas justificación para los numerosos, groseros –y a menudo personales– ataques que ha lanzado contra quienes se muestran en desacuerdo con él. No hay lugar en el debate para palabras como «cucaracha», «delirante», «torpe», «imbécil», «tonto», «bellaco», «idiota mentiroso» y «zombi». Me considero afortunado, ya que solo me ha llamado «afectado», «quejoso», «idiota» y, la semana pasada, «gnomo».

Lejos de involucrarse en el libre intercambio de ideas propuesto por Holmes, Krugman ha sido el equivalente intelectual de un capitalista inescrupuloso de fines del siglo XIX en EE. UU: ha explotado su poder al punto de alejar a gente decente de la esfera pública –en especial, a académicos jóvenes– a quienes comprensiblemente aterroriza ser «derribados» por el «invencible Krugtron».

Mi solución preferida hubiera sido la responsabilización. Pero he abandonado las esperanzas de que el New York Times cumpla apropiadamente su función editorial. Así que, en lugar de ello, sugeriría el equivalente intelectual a una ley antimonopolio. Por cada palabra que publica Krugman, debe comprometerse en lo sucesivo a leer al menos cien palabras de otros escritores. No puedo garantizar que leer más le enseñe honestidad, humildad y cortesía. Pero al menos reducirá su injustificada desmedida participación en el mercado de ideas económicas.

Como juez de la Corte Suprema, por supuesto, Holmes se oponía a las regulaciones antimonopólicas. Pero sus argumentos en esta área no superaban su propia «prueba de la verdad», ya que carecían del «poder […] para […] ser aceptadas en la competencia del mercado». Holmes aceptó la derrota con su habitual cortesía. Es tiempo de que Krugman –acertado o equivocado– aprenda también a comportarse de esa manera.

Niall Ferguson is Professor of History at Harvard University. His latest book is The Great Degeneration: How Institutions Decay and Economies Die. Traducción al español por Leopoldo Gurman.

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