Claret, catalán universal

Cada octubre la Iglesia celebra la fiesta de san Antonio María Claret (18071870), catalán de cuna y universal de espíritu. Recordar su figura es honrar su memoria y comprometerse con su legado. Se trata, en síntesis, de la biografía de una persona que transita al turbulento paso del siglo XIX de nuestra historia patria y que a nadie con quien se encontró dejó indiferente: «Calumniado y admirado, festejado y perseguido», afirmó de él Pío XII.

Escritor prolífico y predicador incansable, pudo misionar durante su juventud toda su Cataluña natal, más tarde Canarias, después Cuba como arzobispo y, finalmente, España entera acompañando a la Reina Isabel II. Fundó editoriales y academias, cajas de ahorros y bibliotecas populares, talleres en las cárceles y escuelas en las zonas rurales. Y no podemos olvidar su acción decisiva como presidente de El Escorial, después de la desamortización, donde hubo de emplearse a fondo en las labores ingentes de conservación y restauración para recuperar la maravilla artística, religiosa y cultural soñada por Felipe II.

En marzo de 1857 recibió en Cuba una misiva ordenándole, sin más explicaciones, su presencia inmediata en Madrid. La Reina, conocedora de su integridad y santidad, le pidió en persona que asumiera la encomienda de confesor real. El sorprendido arzobispo aceptó la delicada misión planteando tres condiciones: no vivir en palacio ni ocuparse de política; quedar completamente libre para sus ministerios, una vez cumplidos sus deberes con la familia real; y nunca tener que guardar antesala. Isabel II accedió y el P. Claret salía así al paso de verse envuelto en las intrigas de las camarillas palaciegas. No lo conseguiría. Desde los primeros momentos algunos quisieron impedir su entrada, pretextando que era «personaje desconocido», pero su majestad zanjó la cuestión: «El confesor y el médico han de ser a gusto del penitente y del paciente». En el desempeño de su cargo, también actuó como preceptor espiritual de las infantas, así como profesor y director espiritual en los primeros años del Príncipe de Asturias, el futuro Alfonso XII.

La presencia del P. Claret en la corte fue elemento estabilizador que ayudó a serenar la espinosa situación conyugal del matrimonio regio. Salvado éste y asegurados sus compromisos con la familia real, se lanzó a todo género de ministerios por la villa y corte, tratando siempre de ampliar horizontes. Para contrarrestar los duros ataques que los partidos progresistas asestaban a la monarquía, el Gobierno de O’Donnell organizó una serie de viajes reales por todas las regiones de España para agrado del espíritu apostólico del P. Claret. Pero, al mismo tiempo, tuvo que soportar una de las campañas más feroces de calumnia y difamación, una verdadera leyenda negra urdida por los partidos y sectores antieclesiales. Esta situación fue para él mucho más punzante que los más de diez atentados acreditados en forma de envenenamiento o agresión que sufrió durante su vida.

Su fidelidad a la Reina llegará hasta el 30 de septiembre de 1868 en que emprendió el camino del exilio acompañando hacia la frontera gala a aquella Reina de los Tristes Destinos. El final de sus días transcurrió entre Francia e Italia. Su paso por el Concilio Vaticano I en el verano de 1870 vino marcado por una emocionante alocución en defensa de la infalibilidad pontificia, ofreciendo su vida por preservar aquella verdad. Interrumpido abruptamente el Concilio, Claret se traslada al sur de Francia. La persecución, que le acompañará aún después de muerto, no había terminado. Refugiado en el monasterio cisterciense de Fontfroide, el 24 de octubre entrega su alma en la paz del Señor. En una sobria lápida se esculpieron estas palabras de Gregorio VII: «Amé la justicia y odié la iniquidad; por eso, muero en el destierro».

Su herencia espiritual y su legado eclesial trascendieron todas las fronteras y están presentes en los cinco continentes bajo una obra dilatada de evangelización y compromiso solidario en sintonía con la «Iglesia en salida» querida por el Papa Francisco. Con ella mantiene la fidelidad a su seña original claretiana: «Mi espíritu es para todo el mundo».

Claret fue aquel tronco de alma grande y mirada alta del que salieron las ramas jóvenes de tantos seminaristas y sacerdotes que, en el verano de 1936 y gran parte de ellos en la tierra de su fundador, derramaron su sangre al grito de «¡viva el Corazón de María!». Como las de Claret, sus actitudes sólidas nos desarman y nos estimulan en estos tiempos líquidos. Ellos nos enseñan hoy a anteponer el testimonio de la fe por encima de consideraciones políticas, culturales o territoriales. Nos impulsan a crear puentes de reconciliación y, por encima de todo, nos fortalecen en la esperanza de que su testimonio no sólo sea semilla de nuevas generaciones de jóvenes cristianos, sino fruto maduro de una sociedad fundada en la libertad, la tolerancia y la búsqueda del bien común.

Carlos Martínez Oliveras, director del Instituto Teológico de Vida Religiosa.

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