¡Claro que hay futuro!

Vivimos tiempos de confusión. Tal vez nunca dejamos de vivirlos. La vida misma es un enigma y, a ratos, hasta una demencial contradicción. Basta con pararse un segundo a mirar, no solo a ver, la realidad. Parece que España está a punto de estallar y llevarse a todos por delante: la deslealtad de los nacionalistas, la plaga de la corrupción, la crisis económica que no acaba de quedarse atrás, la devaluación de los valores inmateriales, la autoestima colectiva por los suelos y, por si era poco, los populismos en auge, con el aplauso y beneplácito de la más tonta de las derechas que nos ha tocado en suerte. Esto no es un diagnóstico. Es una descripción. La sociedad española atraviesa un periodo borroso, enrevesado y complejo, donde los profetas del Apocalipsis nadan en argumentos. Esto va mal e irá todavía peor. Este país no tiene remedio. No queda otra salida que marcharse de España.

Yo creo que se equivocan. Sinceramente. Aun a riesgo de pasar por ingenuo, ciego o voluntarista, afirmo que es el momento de volver a ilusionar a la ciudadanía. Me disgusta y preocupa como al que más la realidad que nos circunda, pero es la hora de dibujar entre todos el futuro, en lugar de negarlo de partida. Sí; estamos a tiempo de superar los problemas y de reinventar de nuevo España. Una vez más; como ocurrió y ocurrirá siempre en las democracias maduras y estables. El sistema, susceptible de ser mejorado, es bueno. La vileza radica en quienes abusan de él. Por eso, urge volver a recuperar el sentido democrático y de representación que tal vez han perdido los partidos y otros actores; y ponernos en contexto: recordar que gran parte de los escándalos que ahora afloran vienen de atrás, de aquellos años de opio en los que todos éramos felices e indocumentados.

Desde la prudencia y el sentido de la medida, reconozcamos que, aun con todas sus fallas, las instituciones funcionan. A pesar de estar en manos de seres humanos como usted y yo, la Justicia ejerce su papel. Es lenta, pero llega. También las fuerzas del orden responden. El Estado, el sistema democrático, reacciona y trata de expulsar todo lo que le es ajeno y pernicioso. Esto es una razón para recuperar la confianza en las instituciones, en la sociedad y en España. Y demandar a la clase política altura de miras, patriotismo y un sentido de la responsabilidad que pasan por entonar el mea culpa y dejar paso a los que vienen: propiciar un tiempo nuevo y saneado que implica el relevo de nombres y rostros. No se trata de tirar abajo las columnas del templo; es cuestión de propiciar una renovación inteligente para recuperar la ética política y la fe de los ciudadanos en ella. Es preciso articular un discurso nuevo ante los que proclaman ser mejores que el resto de los españoles.

Empieza a resultar cansina la salmodia de lamentos acerca del bache que atraviesa España. Tenemos la autoestima bajo cero. Asumimos ser los peores de la clase. Y nos resignamos. Somos, junto con los italianos, los pueblos con peor percepción de sí mismos. Chinos y rusos, en cambio, lideran la estadística del orgullo patrio, pese a que no poseen el estado del bienestar de España, ni su calidad de vida; aún menos la seguridad de nuestras calles. Figuramos entre los países más longevos y con más baja mortalidad infantil. Es verdad que nos falta elevar la tasa de nacimientos, que envejecemos mientras nos deslizamos por el precipicio del suicido demográfico. Pero, curiosamente, este déficit en el reemplazo generacional no aparece en el catálogo de complejos del español actual. Porque no nos gusta mirar a lo lejos, porque solo nos preocupa el corto plazo.

Vivimos en una sociedad que solo piensa en el disfrute, pero que ahora mismo está desconcertada, desnortada y desengañada. En ese río revuelto, pescan dos puntos de share cadenas de televisión demagógicas, con accionistas capitalistas; viejos políticos no resignados al relevo, jóvenes iluminados, cuyo mesianismo es más antiguo que la noche de las ideas, y todos aquellos que comercian con las desgracias ajenas, mientras crece su riqueza particular.

Solo así se explica esa asimetría, tan propia de la España actual, según la cual el gobierno socialdemócrata de Mariano Rajoy, muy dado a intervenir en tantas cosas, en parte obligado por la envenenada herencia de Zapatero, recibe un día sí y otro también el reproche y la crítica de una socialdemocracia española que ha renunciado a todas sus referencias. Basta con escuchar la respuesta de la dirección del PSOE ante el problema del independentismo catalán. O la no respuesta del populista catódico Pablo Iglesias, capaz de opinar hasta de metafísica pero que no se pronuncia sobre los nacionalismos ni sus deslealtades con el resto de la ciudadanía.

Con esta argamasa y revoltijo ideológico, con las líneas políticas cada vez más desdibujadas y cruzadas, es con lo que tenemos que convivir. Una derecha socialdemócrata, unos socialistas fascinados por la asimetría nacionalista, unos anacrónicos comunistas asustados por la demagogia envuelta en pírricas audiencias de programas de televisión y una sociedad civil casi desaparecida. Ahora bien, estamos ante un panorama incierto, pero no desconocido. Es muy antiguo. España y Europa ya vivieron tiempos parecidos. Lo que toca ahora es aprender de los ya pasados y salir mejores.

Estoy convencido de que lo conseguiremos. Pero hay que ponerse en serio. España es demasiado valiosa como para jugársela a los dados del populismo y la histeria colectiva. Los nuevos personajes que han irrumpido en medio de la confusión no traen soluciones. Ni siquiera se han parado a pensar en ellas. Vienen a amplificar los problemas de un país que lo que necesita es justo lo contrario: una serena reflexión acerca de cómo reconstruir el armazón moral y ético de una sociedad como la nuestra. Votar por negación o castigo, como amenazan algunos, es un síntoma de enfermedad política. Lo saludable es decidir desde la información y el convencimiento.

Es urgente serenarse y tomar conciencia de esa parte de la sociedad que, no sin motivos, se reconoce desengañada y enojada ante la catarata de escándalos y noticias que evidencian la enfermedad moral que nosotros mismos protagonizamos. Volvamos a poner en valor lo mucho conseguido durante años con un sistema esencialmente bueno, aunque con grietas. Retomemos el diálogo como vía de construcción frente a la denuncia demagógica. España está confusa, pero la espera el futuro. Todos tenemos una cuota de responsabilidad en que ese porvenir sea mejor que el que ahora se dibuja en el horizonte que vemos lleno de nubarrones.

Bieito Rubido, director de ABC.

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