Claroscuros de la reorganización militar

Por Jesús A. Núñez Villaverde, director del Instituto de Estudios sobre Conflictos y Acción Humanitaria, IECAH (EL PAÍS, 05/05/06):

La sorpresa del relevo del titular de Defensa, dada a conocer el pasado 7 de abril, desplazó a un segundo plano la noticia de que el Consejo de Ministros aprobó ese mismo día una profunda reorganización de las Fuerzas Armadas. En un proceso todavía por completar con la Ley de Tropa y Marinería (actualmente en trámite parlamentario) y con la Ley de la Carrera Militar (que contempla una bienvenida Universidad Nacional de la Defensa), esa decisión debe ser entendida como una pieza fundamental en un proceso de reorganización que pretende poner al día una estructura forzada con indeseable frecuencia a saltarse sus propios fundamentos.

El final de la Guerra Fría, y sobre todo la experiencia acumulada en las recientes guerras de los Balcanes y del Golfo Pérsico, hizo imperiosa ya en la década pasada la necesidad de llevar a cabo una Revolución de los Asuntos Militares (tal como fue bautizada inicialmente por Estados Unidos), en un proceso que arrastró a muchos otros países. En un contexto en el que los grandes choques de unidades militares, en el marco de conflictos interestatales, han pasado de momento a la historia, mientras que toman protagonismo las operaciones internacionales de paz, en los más frecuentes conflictos intraestatales actuales, resultaba obligado reorganizar la estructura permanente de los ejércitos y dotarlos del equipo, material y armamento más ajustado a esos nuevos escenarios. Flexibilidad, interoperabilidad, acción conjunta y combinada, ligereza de las unidades y rapidez de despliegue son, junto a otros, conceptos omnipresentes en nuestros días, asumiendo que en el mundo global en el que vivimos la defensa propia se juega en cualquier rincón del planeta en el que se pueda materializar una amenaza contra la seguridad mundial.

En España, la necesidad de una reforma profunda se viene haciendo sentir desde hace mucho tiempo. A pesar de ciertos intentos no muy exitosos (cabe recordar ahora que, en relación con el Ejército de Tierra (ET), planes de reforma como META y NORTE no cumplieron nunca sus expectativas), nuestras capacidades de defensa transmiten permanentemente, al margen del buen rendimiento de nuestras tropas en su participación en operaciones internacionales, una sensación simultánea de insuficiencia e inadaptación a las demandas actuales. Los documentos programáticos de nuestra seguridad y defensa insisten en que España no identifica ninguna amenaza en fuerza contra nuestros intereses. Se asume igualmente que no tenemos vocación conquistadora de nuevos territorios y, en consecuencia, sólo aspiramos a defender nuestros intereses nacionales y a contribuir en la medida de nuestras posibilidades a la construcción de la paz internacional.

Si se asumen esos presupuestos básicos, cabe preguntarse si lo que apunta la actual reorganización se ajusta a las necesidades de unos ejércitos pensados para la defensa nacional -no centrada en nuestras fronteras sino en la totalidad del planeta (o al menos en las áreas en las que se sienta más comprometida, junto a sus socios en estructuras de seguridad y defensa internacionales como la UE y la OTAN)-, para la prevención de los conflictos y la construcción de la paz. En ese sentido, la decisión adoptada por el Consejo de Ministros podría calificarse de positiva, en tanto que clausura definitivamente un ciclo histórico en el que nuestras Fuerzas Armadas estaban demasiado centradas en la defensa territorial clásica, todavía con ciertos resabios de épocas pasadas en las que el control del territorio nacional era una misión principal.

En todo caso, con la mirada puesta en el futuro, la decisión adoptada parece insuficiente en algunos casos y claramente desacertada en otros. Es insuficiente porque no logra desembarazarse de inercias, con obvias implicaciones presupuestarias, que han marcado profundamente el perfil de nuestros ejércitos. Al margen del carácter eminentemente marítimo de España, sigue siendo el Ejército de Tierra el que ocupa el centro de la escena (el reparto de los 86.000 soldados y marineros de las nuevas plantillas así lo demuestra, generando una preocupación añadida en los mandos de la Armada). También lo es porque, aunque se haya convertido ahora a la brigada en unidad fundamental (cuántas horas empleadas en las academias militares en manejar divisiones, cuerpos de ejército e incluso grupos de ejércitos que nunca han existido más que en el papel), no se abandona la tentación por dotarse de armamento pesado (basta con citar a los carros de combate Leopard), de improbable uso en cualquier escenario de actuación de nuestras fuerzas.

Por último, pero tal vez más relevante, porque con la estructura decidida seguimos condenados a la permanente "canibalización" de unidades cada vez que haya que activar fuerzas españolas para participar en operaciones internacionales. Sin una estructura pensada específicamente para esos supuestos de empleo, seguiremos esforzándonos por encuadrar, equipar e instruir a nuestros soldados en unidades que están pensadas para otras contingencias. Es cierto que la defensa no se puede improvisar de un día para otro, y por tanto es necesario contar desde tiempos de paz con capacidades para hacer frente a amenazas clásicas, pero también lo es, afortunadamente, que España hace mucho que no participa en una guerra y, por contra, es hoy un activo contribuyente a los esfuerzos de la comunidad internacional para prevenir y gestionar conflictos intraestatales. Esto debería reflejarse de modo permanente, no circunstancial, en la planificación y organización de la defensa.

A la espera de que se lleve a la práctica en su totalidad la reforma ahora aprobada (y los antecedentes no ayudan mucho a confiar en que así sea), también hay que señalar ya desde el principio algunos notables desaciertos del proceso que aquí se inicia. El primero deriva de una Ley Orgánica de Defensa Nacional que asigna a las Fuerzas Armadas la acción humanitaria como una de sus tareas esenciales. Ése no puede ser el camino. En ese terreno, los ejércitos sólo pueden ser un complemento de apoyo a un esfuerzo, civil por definición, que se fundamenta en principios que no corresponden a los de un brazo armado del Estado. El ejemplo de Haití (con una retirada apresurada que niega de raíz la apuesta humanitaria española en un contexto que demanda mayor implicación precisamente a partir de ahora) invalida, como ya lo han hecho otras actuaciones forzadamente "humanitarias", el pretendido perfil humanitario de los ejércitos (no de los nuestros sino de los de cualquier Estado).

El segundo es aún más chocante. Podemos asumir que en determinadas circunstancias se empleen medios, ociosos o no, de las Fuerzas Armadas para atender a catástrofes naturales o provocadas por el hombre. Pero ahora, con la creación de la Unidad Militar de Emergencias (que además queda desgajada de la estructura clásica de las Fuerzas Armadas), se da un paso difícil de entender en un Estado moderno. En lugar de reforzar las capacidades civiles para atender estos supuestos (Protección Civil, principalmente), se opta por dedicar sustanciales recursos humanos, físicos y financieros a crear una unidad que pretende reforzar la imagen social de los ejércitos. Nuestras Fuerzas Armadas no son ni pueden ser una ONG; tampoco pueden sustituir (aunque sí ayudar) a los bomberos o a los miembros de Protección Civil. En definitiva, ni vale justificar la existencia de los ejércitos asignándoles tareas impropias, ni cabe dejarse arrastrar por un supuesto estado de opinión que demandaría que nuestros soldados sean enviados como actores humanitarios ante cualquier contingencia, ni mucho menos puede buscarse en este terreno la razón de ser de quienes deben atender a tareas tan vitales como la seguridad nacional.