Clichés y bulos en torno a la Justicia

Desde hace algún tiempo parece haberse instalado en determinados sectores una serie de clichés sobre la Justicia, como que los jueces están politizados y dictan sentencias en función de su adscripción ideológica, o que los órganos jurisdiccionales, sobre todo los que se encuentran en la cúspide de la Administración de Justicia, no son democráticos, o que el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), lejos de cumplir su función constitucional de salvaguardar la independencia judicial como garantía de los ciudadanos, se ha convertido en un trasunto del Parlamento reflejo de las luchas partidistas. Incluso hay opinadores que llegan a afirmar que la Transición, con su potencial legitimador, saneó los Poderes Legislativo y Ejecutivo, pero mantuvo al Judicial enraizado en el régimen dictatorial anterior, ajeno a la regeneración democrática de España en los últimos 32 años.

Desgraciadamente, a fuerza de ser repetidas una y otra vez, como si de un mantra se tratase, tales falacias empiezan a extenderse como una mancha de aceite y a calar en algún sector de la sociedad y en parte de la propia carrera judicial, con los lógicos efectos de desconfianza, desmoralización y pérdida de credibilidad en una institución que es piedra angular del Estado de Derecho y que sustenta la democracia misma.

Decimos desgraciadamente porque estos pretendidos axiomas no sólo son falsos sino que revelan una voluntad soterrada de utilizarlos para encubrir carencias, cuando no intereses espurios.

Se dice que la Justicia no funciona. ¿Qué quieren decir quienes propagan esta afirmación? ¿Que nada funciona bien en los tribunales? ¿Que en España no existe la Justicia? El dato objetivo es que en los últimos 15 años la entrada de asuntos se ha duplicado y la planta judicial sólo ha crecido un 25%. A pesar de ello, los tiempos de respuesta han mejorado notablemente, debido a las reformas procesales y, sobre todo, al esfuerzo de juzgados y tribunales en quienes la ciudadanía continúa depositando su confianza como garantía de sus derechos. Así se desprende del incremento de las demandas de tutela judicial y del hecho de que los usuarios que han tenido contacto con la Administración de Justicia tienen una opinión mucho más positiva de su funcionamiento que quienes han permanecido ajenos. Queda mucho por mejorar, porque una justicia lenta no es justicia, pero eso no invalida al sistema en su conjunto ni minimiza el esfuerzo diario de jueces y funcionarios.

Se afirma también que los jueces están politizados y que su talante o ideología política determina el sentido de sus resoluciones, lo cual no sólo supone desconocer el proceso de elaboración judicial, sino -lo que es más grave- confundir interesadamente politización con la politicidad inherente a la convivencia. Los jueces, como todos, tienen su ideología -entendida como conjunto de ideas que caracteriza su pensamiento en todos los órdenes de la vida, y entre ellos el político, en el sentido de opinión o visión del modo en que se habrían de regir los asuntos públicos, o, más ampliamente, su conciencia y actitud ante la vida-; y esa politicidad es connatural al ser humano e impregna todo su quehacer. Pero el principio de sumisión a la ley y el sistema de recursos evita cualquier tentación de hacer política o dar orientación o contenido político a sus sentencias.

No hay sentencias políticas, sino lecturas o interpretaciones políticas de lo que no es sino aplicación de la ley que encarna la soberanía popular.

Resulta también sorprendente la pretendida tacha de que el Poder Judicial ha permanecido al margen de las transformaciones sociales y del espíritu democratizador de la Transición. La realidad es bien distinta: los magistrados y las asociaciones judiciales, alguna incluso fundada en la clandestinidad -con el coste que tuvo para alguno de sus miembros-, facilitaron la gestación de una nueva Judicatura que aunaba Poder del Estado y servicio público.

La inmensa mayoría -ocho de cada 10- de los jueces que actualmente salvaguardan los derechos de los ciudadanos eran niños o estudiantes cuando se aprobó la Constitución.

La campaña de supuestas complicidades con el franquismo y sus torturadores no es más qué una boutade, que ignora cerrilmente la realidad y olvida que el Tribunal Supremo, el Constitucional y, en general, los jueces, coadyuvaron con sus millares de resoluciones en una sociedad ilusionada con el cambio y contribuyeron a que los derechos y libertades fueran una realidad debidamente tutelada.

En cuanto al lugar común de que el CGPJ es un remedo de la política partidista, sin entrar en lo que pudo suceder en otros mandatos, basta recordar que, a pesar de las acusaciones y dificultades que desde el primer día nos han acompañado, ahora, por primera vez en los 30 años que han transcurrido desde su creación, las resoluciones adoptadas por unanimidad en el Pleno son del 92,9%. Tal unanimidad no deja lugar a dudas sobre el grado de consenso y la determinación de los actuales consejeros de superar hipotéticas discrepancias en aras a un mejor servicio a la sociedad. Sólo en una ocasión afloró la polarización, al votar en 2009 el informe sobre el anteproyecto de ley de interrupción del embarazo, cuestión ligada a convicciones personales y de conciencia más que al seguidismo a uno u otro partido político.

A pesar de ello, hay quienes dan la vuelta a esta realidad y convierten el acuerdo obligado para los nombramientos de los puestos discrecionales en mercadeo. Se argumenta que de la votación en bloques partidistas se ha pasado a la votación por cuotas asociativas y hasta que la componenda o el cambio de cromos han sustituido a los principios de mérito y capacidad como mecanismo para cubrir las plazas más elevadas de la carrera judicial.

Resulta curioso cómo lo que siempre ha sido saludable consenso, para algunos es pasteleo, obviando que la Ley Orgánica del Poder Judicial exige mayorías cualificadas precisamente para prevenir posibles rodillos y forzar una negociación enriquecedora.

Estas manifestaciones intencionadamente obvian el mérito y capacidad que concurren en todos los candidatos nombrados rozan el esperpento si tenemos en cuenta que para evitar precisamente la opacidad -y, en consecuencia, los naturales recelos y suspicacias- que siempre ha singularizado los nombramientos, este Consejo ha aprobado un reglamento para la provisión de plazas discrecionales que garantiza la transparencia. Consiste en un sistema de comparecencias públicas, emitidas en directo para los medios de comunicación, y recoge la jurisprudencia sentada por la Sala tercera del Tribunal Supremo sobre la necesidad y alcance de la motivación de los nombramientos.

Una ojeada a las designaciones efectuadas desde el inicio de este mandato, en septiembre de 2008, revela que el 62,7 % de los nombramientos han recaído en jueces y magistrados asociados, porcentaje que coincide con el de peticionarios miembros de alguna asociación. Dicho de otra manera, el total de nombramientos de no asociados (37,2%) es directamente proporcional al de candidatos presentados no asociados, por lo que difícilmente puede hablarse de discriminación de ninguna clase.

El Consejo, con sus aciertos y sus errores, trabaja para cumplir su función constitucional de salvaguarda de la independencia judicial, huyendo tanto de enfoques partitocráticos o corporativos como de la tentación de hacer cualquier otra política que no sea la judicial, ésta sí asumida con toda la determinación que impone el ejercicio de un Poder del Estado al servicio de los ciudadanos.

Nos negamos a aceptar los clichés y los bulos que tratan de ensombrecer la imagen de la Justicia y poner en entredicho el trabajo que los 4.500 jueces realizan en este país para tutelar los derechos de los ciudadanos. Estamos orgullosos de ellos.

Margarita Robles y Manuel Almenar, magistrados y vocales del Consejo General del Poder Judicial.