Clima y naciones

Ante la complejidad de que cientos de naciones consensuen cómo abordar la aún más compleja evolución del clima de la Tierra, ¿podrían derivarse de los razonamientos propios de la ciencia los principios de un acuerdo mundial? Cabe intentar un experimento argumentativo.

De entrada, conviene recordar que la física cuántica demuestra fuera de toda duda por qué las moléculas de dióxido de carbono son transparentes a la radiación solar que llega a la Tierra y actúan, en cambio, reteniendo el calor que esta genera, a distinta longitud de onda. Y lo que la física experimental no podía probar en un laboratorio, si los océanos absorberían el CO2 de la actividad humana a suficiente velocidad para que no se acumulara en la atmósfera, ha quedado probado por el gigantesco experimento de la industrialización acelerada del siglo XX: no. A estas alturas, en definitiva, jugarse el clima del planeta a la ruleta rusa parece tan inconcebible como imposible de evitar.

Ensayemos ahora una visión “termodinámica” del origen de las naciones: como simplificación de partida, podemos suponer que cada nación fue en origen un sistema cerrado que alcanzó un equilibrio estable frente a otros sistemas cerrados: el embrión de nación agrupaba a una masa crítica de población suficiente para defenderse de agresiones externas: los campesinos pagaban tributos por su seguridad a un ejército y el sistema perduraba. (Si esta descripción recuerda al modelo de negocio de Los Soprano —recoger sobres de las obras de Nueva Jersey a cambio de “garantizar” su seguridad—, tal vez su trazo sea demasiado grueso, pero mantengámoslo así por motivos expositivos).

Con el tiempo, de esos agregados de población con obligada fidelidad a un noble, surgieron sociedades organizadas y productivas, y se conocieron épocas de paz en que las gentes se orientaron al comercio o las artes. De algunas naciones prósperas surgieron imperios en torno al mismo principio de “tributos por seguridad”.

Desde el siglo XIX, el sistema evoluciona a un nuevo equilibrio. Resulta que la industrialización, aunque impulsada por los capitales privados, requiere Estados fuertes que soporten o avalen la inversión pública necesaria para el desarrollo: vías de ferrocarril, carreteras o educación pública. Hoy en día cualquier Estado moderno maneja un tercio de toda la riqueza producida en su territorio y, crucialmente, una gran parte de su actividad se destina a pagar o regular a empresas privadas, que proveen a la sociedad de carreteras, medicinas o energía. No son infrecuentes las tensiones entre los intereses de dueños o directivos de esas empresas y el horizonte de valores de la sociedad. Hoy el Estado no es solo el garante de la seguridad militar, sino un aparato burocrático que a veces entienden mejor las empresas subcontratistas que los funcionarios. Nuestras vidas no están dominadas por los tributos a un ejército y a una iglesia, sino por ese Estado cuyos políticos deciden inmensas asignaciones de dinero y por unas empresas transnacionales que producen casi todos los objetos que usamos. En ese entorno, nuestras conversaciones a menudo se orientan por climas mediáticos sobrevenidos, entre los que periodistas auténticos se siguen aferrando a la verdad más clara como razón de ser. Estados, empresas, medios… son los agentes que tienen que articular y guiar un acuerdo sobre la energía que moverá los días del mundo o iluminará las noches en 2020, 2030...

Una dificultad común a diversos debates globales radica en que los protagonistas visibles de la discusión continúen siendo naciones. Al parecer, todo dirigente necesita demostrar que el acuerdo ante la “amenaza” climática sea justo y conveniente para su nación: en las más pobres, porque no pueden renunciar al desarrollo basado en la energía más barata posible, allá envenene sus cielos; en las más ricas, porque les preocupa su “competitividad” y no sufrir ante los electorados.

Si a pesar de todos esos obstáculos, estamos hablando de que es posible un acuerdo mundial en París, quizás se ha logrado lo más difícil, ponerse en camino, aunque el final aún quede lejos. Sobre los compromisos de partida de los países, la Agencia Internacional de la Energía ha identificado los objetivos adicionales necesarios para que las emisiones globales de gases invernadero empiecen a descender antes de 2020 y no alteremos irreversiblemente el planeta. Podemos resumirlos en tres pasos.

En primer lugar, debería abordarse el término escalonado de la generación eléctrica con carbón. Eso constituiría un problema grave para China, que ha basado su crecimiento en la explotación desaforada de su carbón; un problema muy grave para India, que aspira a imitarla; y uno serio pero abordable para EEUU, en cuya electricidad aún domina el carbón.

En segundo lugar, deberían universalizarse límites de consumo más drásticos a los vehículos. Esto representaría un problema serio para los fabricantes de automóviles, ya que tendrán que invertir más para vender menos coches, pues serán más caros; y un problema relativo para las poblaciones que tardarán más en conseguir comprarse un coche. Algo parecido aplicaría a los estándares de aislamiento en edificios o electrodomésticos: implicaría que el avance de la tecnología venga determinado por normativas y no tanto por la oferta y demanda del consumo masivo.

En tercer lugar, las emisiones de metano, un gas de altísimo efecto invernadero, asociadas a la producción de petróleo y gas natural, deberían recortarse notablemente. Si una legislación mundial obligase a ello, reducirían sus ganancias las empresas que los producen y los Estados cuyo subsuelo los albergan.

¿Caerían líderes políticos por asumir compromisos en París que sus poblaciones desaprueben, serían despedidos directivos por no incrementar el EBITDA de su empresa debido al acuerdo…?

No es la cuestión.

La cuestión, por más extraña que resulte, es que los ciudadanos del mundo no tenemos más remedio que ponernos de acuerdo sobre si queremos trabajar para producir, en conjunto, más energía renovable o más juguetes de plástico; para fabricar más coches eléctricos o más ropa barata; para organizar nuestras ciudades sobre principios verdes o sobre los de siempre.

Existen posibilidades de avanzar concretas. El fondo de solidaridad global y la revisión de compromisos cada cinco años, que se esperan de París, son una buena base. ¿Qué más es posible? Un impuesto universal a la emisión de CO2, cuya ausencia sea considerada dumping y penalizada por la Organización Mundial de Comercio. Un banco verde mundial para transferir fondos que cubran la electricidad más cara a los desfavorecidos. Un sistema global que asigne a cada país un tope de emisiones de CO2 según su renta per cápita. No dejar nunca de investigar tecnologías y debatir ideas en vez de agitar reflejos nacionales. Hablar, antes de cuánto y quién, de para qué y de cómo.

El camino sigue después de París.

Emilio Trigueros es químico industrial y especialista en mercados energéticos.

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