Coalición a la inglesa

Los ingleses están contentos con la coalición entre conservadores y liberales. Puro sentido común. Visto el reparto de escaños, era la única solución razonable tras la quiebra del «two party system». Ahora ya son tres, tal vez para mucho tiempo. Lección práctica: en democracia mandan los electores y no los sistemas electorales. Ya saben que, según las «leyes» de Duverger, el mayoritario con distritos uninominales debería conducir al bipartidismo. Sin embargo, los amantes de la ingeniería constitucional se equivocan siempre, porque la política, espejo de la vida, es un ejercicio de prudencia y no de lógica abstracta. La democracia tipo Westminster sigue funcionando bastante bien. Incluso la envidian académicos ilustres como Bruce Ackerman frente a su propio modelo presidencialista a la americana. Y eso que el Reino Unido mantiene desde 1689 la fórmula parlamentaria en estado puro. Por ejemplo, no existe en los Comunes esa peculiar censura «constructiva» con candidato incorporado, aquel ingenioso invento del politólogo Carl J. Friedrich para estabilizar al Gobierno en la Ley Fundamental de Bonn. Aquí lo copiamos tal cual en la Constitución de 1978. Por eso, emergencias al margen, la moción de censura es un trasto inservible a efectos jurídicos. Una oposición sensata nunca debe utilizar un mecanismo que lleva directamente al fracaso, mal que les pese a los adversarios de Rajoy y también a unos cuantos amigos. Estos últimos, estoy casi seguro, impulsados por las mejores intenciones.

La política británica resulta aburrida para los amantes de emociones fuertes. Cumplidos de largo los tópicos «cien días», las encuestas avalan a la pareja gobernante. Con un matiz significativo. Sube con fuerza David Cameron, otra buena noticia para un padre feliz después de que Samantha diera a luz antes de lo previsto. La niña, por cierto, nació en Cornualles: hermosa tierra, allá en el límite del fin del mundo, que muchos lectores identifican gracias a «Poldark», una estupenda serie de televisión. En cambio, bajan las acciones de Nick Clegg. El «deputy prime minister», político sensato, rechaza los cantos de sirena de la izquierda y la respuesta oportunista de algunos de los suyos. Como es notorio, «tories» y «whigs» han sido rivales durante siglos, antes incluso de la Gloriosa Revolución. Signo de los tiempos: la naturaleza de las cosas invita ahora a la coalición entre los afines frente al socialismo que rechazan unos y otros. Todo ello sin olvidar el contexto: el «Labour Party», hijo de los fabianos y de las uniones sindicales, nació y morirá socialdemócrata, libre por fortuna de hipotecas marxistas y de tentaciones radicales. A día de hoy, es un partido en busca de líder, jubilado antes de tiempo Tony Blair y fallido Gordon Brown, como era previsible. Por cierto que las memorias de Blair son la sensación editorial de la nueva temporada. Los hermanos Miliband, David y Ed, apuestan por caminos diferentes. ¿Socialismo posmoderno? Su padre, Ralph, intelectual notable, escribió unas cuantas páginas que les pueden servir de inspiración…

Walter Bagehot publicó en el siglo XIX una obra clásica, «La Constitución inglesa», muy difundida en España gracias a la traducción de Adolfo Posada que acaba de reeditar el Centro de Estudios Políticos y Constitucionales con un valioso estudio preliminar de J. Varela Suanzes. Tradiciones domésticas: Bagehot fue director de «The Economist», y todavía hoy esta famosa revista titula con su nombre la sección dedicada a la política nacional. Conviene tener en cuenta la inteligente distinción del autor entre partes solemnes —«dignified»— y partes eficaces —«efficient»— de la Constitución. Entre las primeras, la Corona y los Lores. Entre las segundas, sobre todo, los Comunes y el Gabinete. Todavía practican la democracia ceremoniosa. Es una experiencia inolvidable asistir al discurso de la Reina, redactado por el primer ministro, que lo escucha de pie como si fuera un modesto M. P. en la sala de sesiones de una Cámara alta que no manda casi nada. Pura hipocresía, dicen algunos. Respeto a las tradiciones, creo yo, seña de identidad de una comunidad que se respeta a sí misma. Pero los tiempos cambian y la sociedad de masas marca la pauta, para bien y para mal. Hace pocos meses dimitió el «speaker» de los Comunes, por primera vez después de tres siglos largos. El Daily Telegraph, equivalente en Londres de nuestro ABC, desveló ciertos gastos legales pero ilegítimos de los parlamentarios. Un ejercicio impecable de democracia mediática. Al final, devolvieron hasta la última moneda: 42.000 libras, el que más, y 40 peniques, el que menos.

La Constitución que no existe formalmente cambia de hecho todos los días. «Devolution» para Escocia y Gales. Acuerdos de Stormont para el Ulster. Una ley reguladora de los Derechos Humanos, adaptación parcial del convenio de Roma a la peculiar estructura del Derecho inglés y piedra de escándalo para los euroescépticos. El Gobierno crece y se multiplica, en línea recta o por vías sinuosas. Proliferan los «quangos», o sea, con perdón para el lector no especialista, «quasi autonomous non gubernamental organisations», una fórmula pura y dura para escapar del control público. El ejemplo más reciente, por cierto, es la nueva autoridad independiente encargada de controlar los polémicos gastos de los parlamentarios. La prensa cuenta que ya se han producido unos cuantos incidentes… Mientras, la sociedad sigue a lo suyo. Por suerte, les importa mucho la educación. Se han publicado estos días los resultados globales en la enseñanza secundaria, los famosos GCSE. No están nada mal, pero preocupa el fracaso general en lenguas extranjeras y en la propia lengua inglesa. El sistema funciona bien, a juzgar por el éxito de las universidades a la hora de captar alumnos del mundo entero. Incluso algún británico se deja ver por las aulas de vez en cuando… Por lo demás, ningún joven utiliza ya el clásico «thank you», sustituido por el informal y espontáneo «cheers». Así que no se sorprendan...

Volvamos a los partidos. Como es natural por razón de mi gremio, admiro sinceramente las factorías de ideas que cultivan con esmero todas las fuerzas políticas. Sin embargo, confieso que ahora me siento muy decepcionado. Los conservadores se apuntan a una insulsa «Big Society», que no significa nada en concreto. Los liberales salvan como pueden sus contradicciones internas a base de generalidades. Los laboristas están ocupados luchando por el poder interno. Malos tiempos para la teoría, ante un presupuesto de emergencia y un plan de austeridad en el gasto que pretende una reducción drástica del déficit. Lo mejor, sin duda: tienen muchos defectos, pero en la política inglesa no hay lugar para la demagogia ni se celebran las ocurrencias para salir del paso. Termino con Aristóteles, que nunca defrauda: la gente inteligente —escribe en «Ética a Nicómaco», III, 3— delibera únicamente «sobre aquello que está a nuestro alcance y es realizable».

Benigno Pendás, catedrático de Ciencia Política de la Universidad CEU San Pablo.