Código judicial o recetario del oficio de juzgar

A Inés, magistrada de cuerpo entero.

Son varios los supuestos de los que ha de partir el juez para el buen ejercicio de la profesión y creo que quizá pudieran exponerse en un decálogo de mandamientos que no necesariamente tienen que ser 10. En el diccionario de la RAE puede leerse: Decálogo. Del latín decalogus. m. 2. Conjunto de normas o consejos que, aunque no sean 10, son básicos para el desarrollo de cualquier actividad. El recetario, además, estaría inspirado en la Resolución que sobre la Ética Judicial adoptó el Pleno de la Corte Europea de Derechos Humanos, el 23 de junio de 2008 y que, según su preámbulo, responde a la necesidad de reforzar la confianza de los ciudadanos en los jueces del Tribunal.

Si aceptamos que una buena Justicia es el fruto del trabajo de los tribunales, es hacia los jueces donde hemos de dirigir la mirada. Probemos a hacerlo planteándonos una inicial cuestión: ¿cuáles son las claves del oficio de juzgar? He aquí este breviario de modestos y bienintencionados consejos que, desde ahora, advierto nada tiene que ver con el estatuto del juez ni con el régimen de incompatibilidades y prohibiciones contemplado en la Ley Orgánica del Poder Judicial.

I. El juez debe ser independiente por encima de cualquier otra consideración y recordar que ha de ejercer sus funciones emancipado de toda autoridad e influencia exterior. La independencia judicial, subjetivamente considerada, es una virtud. Todo juez que quiera ser independiente ha de serlo hasta de sus íntimas convicciones. No invadirá el juez órbitas ajenas. Hacer política con la justicia no es menester de jueces, ni tan siquiera de políticos, sino de traficantes de la justicia. El juez cuando se siente político deviene en déspota.

II. El juez no tiene por qué carecer de ideología, pero cualquier profesión de fe a la causa de un partido es una confesión de parcialidad. En el mundo del Derecho, más que de sombras se habla de apariencias y el juez debe evitar las sospechas de falta de neutralidad. Retorcer la ley para cortar un traje que se ajuste a la ideología del juez se llama, suavemente, burla del Derecho. Ojo, pues, a la soberbia del juez que afirma que la ley es lo que él pronuncia, manda y firma.

III. El juez es siervo de la ley e instrumento al servicio de ella. La simple elección del oficio lleva consigo la renuncia a cualquier tentación de espiritismo. Ha de ser cosa bien sabida por el juez que su conciencia no puede suplir a la voluntad de la ley. Todo el interés se encuentra en aplicar la ley y detrás de esto no hay nada, salvo el fin. El juez puede pensar lo que quiera, pues es un derecho que le asiste como a cualquier hijo de vecino, pero el desoír la ley abre las espitas de la resolución injusta. Decir, por ejemplo, que es una persona comprometida o con imaginación creativa que tiene que interpretar la ley no de manera técnica sino ideológica, constituye una perversión jurídica. El uso alternativo del Derecho suele degenerar en abusos alternativos del Derecho. La radicalización del derecho libre es un bárbaro y ruinoso ataque a la seguridad jurídica. En un Estado de Derecho quien manda es la ley; pero la ley nacida del parlamento y no de la mente caprichosa del juez, que es conducta, además de inmoral, dañina para el buen orden y concierto social. No cabe duda de que quien se niega a aplicar la ley a sabiendas de su claridad, en lugar de ser siervo de la ley -palabras de Montesquieu- es un tirano que fuerza al texto legal a decir cosas que jamás el legislador pensó.

IV. El juez debe ser tan imparcial como un espejo plano y ha de acreditarla en el ejercicio de sus funciones. La imparcialidad de un juez consiste en no estar, ni haber estado en posición de parte. La ley no le excluye porque sea parcial sino por temerse, fundadamente, que lo sea.

V. En la conciencia del juez ha ser nítida la linde de lo que se debe y puede hacer. En pura ley moral, el fin no justifica los medios. El juez que crea lo contrario ha de confesar su preferencia por la siempre peligrosa razón de Estado, esa caduca teoría de Maquiavelo que tanto éxito tuvo y tiene aún entre ingenuos y mediocres.

VI. El juez ha de actuar dignamente en todo tiempo y lugar, de manera que preserve el prestigio del Poder Judicial que encarna y representa. Puede sufrir contratiempos en los que no sea fácil mantener el equilibrio, pero es peor no comportarse adecuadamente. Es seguro que a lo largo de su vida el juez recibirá varias clases de golpes, en la espinilla, en el hígado, en el corazón, mas de todos ellos sacará saludables consecuencias si acierta a digerirlos con serenidad.

VII. El juez debe aspirar al ascenso en función de su capacidad intelectual y servicios prestados a la Justicia. El juez está al servicio de algo que no de alguien. A los altos cargos judiciales ha de llegar en función de lo que de veras se vale y no por afinidades o afanes judiciales que de él se esperan. No olvide el juez aquello que Séneca decía de que el hombre más poderoso es el que es dueño de sí mismo.

VIII. Ha de ser el juez absolutamente discreto, tanto sobre los secretos de los asuntos de su competencia, como en el día a día de su función. Debe huir de la ruleta de la popularidad, esa noción que no es más que gloria en calderilla. La autoestima del juez, como la de cualquier mortal, nunca sobra, pero jamás la derroche con prodigalidad. El juez obsesionado por brillar en sociedad o que sólo se mueve para abrir telediarios, al final será devorado, sin pena ni gloria. La figura del superjuez puede ser magnífico personaje literario, pero, en sentido auténtico, es una muesca carnavalesca muy ajena a la Justicia.

IX. Debe el juez ejercer su libertad de expresión de manera compatible con la sobriedad de su cargo. Se abstendrá de hacer en público, sólo o en cuadrilla, declaraciones o comentarios que hagan dudar de su ecuanimidad. Cuando el juez desborda las posibilidades que el estatuto judicial le ofrece, en torno a él se forma un enorme vacío y su trabajo, primero aplaudido, termina cayendo en la más absoluta indiferencia. Calle el juez antes de que se deforme. La justicia no es una feria, ni un museo de figuras de cera.

X. El juez es un expósito y ha de saberse blanco de veredictos ajenos, aunque esto no signifique que contra él haya barra libre al agravio. El oficio de juzgar al prójimo es tarea delicada y sensible, pero el insulto al juez crea tensión, malestar y hasta miedo, cosas, todas ellas, no previstas en la Constitución. Los ciudadanos desean respetar a sus jueces y a cambio sólo les exigen que sean respetables, no sólo en el fondo, sino también en las formas. Que un grupo de jueces firme un manifiesto contra magistrados del Tribunal Supremo porque uno de los suyos es investigado, es mal camino y alarmante señal de injusto exceso.

XI. No puede el juez tener actividades accesorias o complementarias incompatibles con la esencia de su función. No aceptará regalo alguno, ni privilegio o ventaja que hagan dudar de su honradez. Ha de distinguir lo adjetivo de lo sustantivo. Rechazará cualquier condecoración y distinción que no sea estrictamente judicial. Tampoco practicará turismo judicial ni ocupará, de gorra, asiento en espectáculos varios.

XII. El juez debe admitir la posibilidad de equivocarse. Errar y estar herrado son cosas muy distintas. Lo primero es de humanos y el juez, como tal, se mueve en el error. No es el error de buena fe sino la injusticia consciente lo que mata la Justicia. La resolución venal es injusta hasta la iniquidad, porque ningún error se ha cometido al aplicar la ley.

XIII. Ha de ser el juez prudente en sus juicios y hasta huir de su propia voz. Escribirá siempre con la máxima corrección posible y con total respeto al destinatario de la resolución. Achicharrar a un justiciable, por muy imputado que sea, con el uso de adjetivos a contrapelo, es subterfugio excesivamente torpe y mal camino para tener razón.

EL JUEZ está obligado a medir cuanto dice y, en caso de duda, debe contar hasta diez antes de abrir la boca, darle a la pluma o a la tecla del ordenador. En los autos y sentencias sobran los malos modales, las divagaciones o los malabarismos. Si el juez tiñe y destiñe las palabras a capricho o voluntad, tarde o temprano, sus torpes garabatos lo dejarán en cueros, lo cual también acaecerá si utiliza el papel de oficio para vaciar venenos o miasmas no menos insanas.

Quiero advertir que este breviario de principios está dedicado a jueces y magistrados en activo como a los que se encuentran en servicios especiales, a los titulares como a los suplentes o sustitutos e incluso a los jubilados con rango de eméritos, especialmente a uno de estos muy significado últimamente y que aún, de forma inexplicable, pertenece a la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo. Quien no sea capaz de funcionar acorde con la misión encomendada, ya que ésta es una unidad de conducta y expresión, debería buscar trabajo en otro lugar. Ni la traición a los postulados de la profesión, ni el disimulo, ni la mentira y muchos menos la conspiración, son supuestos o situaciones admisibles.

Me permito suponer que una justicia independiente, con unos jueces imparciales conduce a aumentar la fe de los ciudadanos en la Justicia. En España hay unos 4.000 jueces que son los que la hacen. Salvo otros funcionarios judiciales no menos dignos de ser tenidos en cuenta, nadie más -excepción hecha del Parlamento y de los ministerios e instituciones legalmente competentes-, entre los que incluyo, como primer intruso, al político de turno de escasos o nulos escrúpulos que tiene ni arte ni parte en el buen orden y concierto de los tribunales, como tampoco la tienen los fabricantes de credenciales de buenos y malos jueces, progresistas, conservadores, fachas u otras especies de la fauna y flora judicial.

Digo cuanto queda dicho de sus señorías con el ruego a los lectores de que se sirvan apreciar el mucho afecto -casi pasión- que siento y proclamo hacia la Justicia y sus oficiantes. Pero hay que vivir sin telarañas en los ojos y pensando que la Justicia es como una estrella fugaz de trayectoria incierta. El juez no es más que el muro de las lamentaciones ante el que lloran a gritos o en silencio, los hombres que alimentan el clamor, a veces ensordecedor, por la Justicia.

Javier Gómez de Liaño, abogado y magistrado excedente.