Coexistencia democrática en Venezuela

Han transcurrido más de tres meses desde que Venezuela entró, el 23 de enero pasado, en una fase surrealista de su ya larga crisis política.

Durante todo este periodo, el presidente Nicolás Maduro ha seguido en posesión de atributos fundamentales del ejercicio del poder, tales como la jefatura de la administración pública o el mando de la Fuerza Armada, pero ha tenido que convivir con un presidente encargado en la figura del diputado Juan Guaidó, quien a falta de poder efectivo goza del apoyo del Parlamento, del reconocimiento de un grupo de países en su mayoría latinoamericanos y europeos, además de Canadá y, por supuesto, de Estados Unidos.

Si la cohabitación de dos presidentes en un mismo sistema político es absurda de por sí, más aún lo es que dicha situación se haya prolongado en el tiempo sin que se vislumbre una perspectiva clara de resolución. La realidad es que quienes dentro y fuera de Venezuela promovieron la ruta de la proclamación de Juan Guaidó como una alternativa política a un segundo mandato de Nicolás Maduro, lo hicieron sobre la hipótesis débil de que, en el marco de la profunda crisis económica, social y humanitaria que vive el país, el reconocimiento internacional masivo sería el elemento catalizador de un colapso institucional que llevaría, en cuestión de días, al derrocamiento de Maduro. Que la realidad fuera terca no estaba, sencillamente, en los planes.

El segundo supuesto fantasioso sobre el cual cabalgó esta estrategia es el de que las únicas fuerzas democráticas de Venezuela son aquellas que conforman la coalición antichavista que domina la Asamblea Nacional desde diciembre del 2015. Esta enorme simplificación fue la que condujo a suponer que, para que Venezuela recuperara su funcionamiento democrático, bastaba con reemplazar por la vía de los hechos a Maduro por los adversarios históricos del chavismo, sin tomar en cuenta los contenciosos que minan la posibilidad de una coexistencia democrática en Venezuela mucho antes de que se viera sumida en la terrible crisis actual.

Finalmente, suponer que en un país donde la veneración patriótica del Libertador Simón Bolívar es un elemento fundacional de la nación y de su Fuerza Armada, una solución consensual podía surgir del candidato preferido e incondicionalmente apoyado por el Gobierno de Estados Unidos, es simplemente desconocer la historia de América Latina.

Pensar seriamente en una alternativa política efectiva para Venezuela es hoy más que nunca un imperativo moral. Porque otra dura realidad es que no habrá solución a la desesperante situación económica y social en la cual estamos sumidos los venezolanos mientras no recuperemos nuestra capacidad institucional de generar políticas públicas. Hemos sido muchos en señalar que el origen y la responsabilidad de la crisis recaen sobre la irracionalidad económica del Gobierno de Maduro. Pero una vez dicho eso, es cierto también que el conflicto entre la Asamblea Nacional y el Ejecutivo generan desde 2016 un vacío jurídico que impide el normal desenvolvimiento de la economía nacional, y que a partir de agosto de 2017 las sanciones financieras impuestas por Estados Unidos impiden el acceso del país y de nuestra industria petrolera al financiamiento internacional. Desde enero de 2019, el Gobierno de Estados Unidos inició una nueva escalada de sanciones que busca abiertamente asfixiar al Gobierno venezolano, impidiéndole comercializar petróleo y congelando los activos públicos venezolanos en el exterior. El problema evidente con este postulado es que asfixiar a un Gobierno es un eufemismo para asfixiar a un país entero con el propósito de que el sufrimiento precipite un cambio político. Y mientras que el sufrimiento nos impactará sin duda alguna tarde o temprano, el cambio político, como hemos podido constatarlo a lo largo de estos tres meses, no deja de ser una hipótesis de trabajo.

El primer paso para pensar dicha alternativa es zafarnos de la camisa de fuerza que nos impone la polarización política. Si bien la división entre chavismo y antichavismo sigue siendo pertinente para valorar las sensibilidades políticas, el pueblo venezolano es abrumadoramente partidario de la democracia como sistema de gobierno, y de la coexistencia y el diálogo como métodos para dirimir las diferencias. Quienes conciben la política como una guerra en la cual la victoria consiste en la eliminación del adversario son, sin lugar a duda, minorías fanáticas y ruidosas, pero minorías al fin.

Tal vez para sorpresa de quienes observan la política venezolana desde la distancia, la inmensa mayoría de los referentes políticos del chavismo y del antichavismo, además de los liderazgos de la sociedad civil, somos partidarios del diálogo como vía para superar la crisis, además de ser perfectamente conscientes del peligro inminente de desintegración que enfrenta nuestra sociedad.

Más sorprendente tal vez aún, la Fuerza Armada venezolana es perfectamente consciente de la grave coyuntura que atraviesa la nación, a la vez que es partidaria de una solución política democrática y respetuosa de la soberanía venezolana, de la cual se siente legítima guardiana. Incurren en error de apreciación quienes la perciben como una guardia pretoriana de Maduro y, sobre ese supuesto, se dedican a insultarla. Ofender o amenazar al ejército con el cual Bolívar le dio la independencia a media Suramérica, es una extraña manera de labrar un futuro político en Venezuela.

Lamentablemente, quienes llevan hoy la conducción de ambos polos tienen mucho más presente su proyecto de poder que su proyecto de país, y son los principales interesados en mantener una situación de conflicto latente. Reducir la compleja situación venezolana a la escogencia entre dos liderazgos excluyentes es perder de vista que lo que está en juego es la viabilidad misma de nuestra sociedad y de nuestro sistema democrático.

Es tiempo de romper con este falso dilema.

Numerosos liderazgos políticos y sociales de tradición chavista, antichavista o independiente, hacemos en este momento esfuerzos dentro y fuera de Venezuela para crear espacios de diálogo y entendimiento. Coincidimos en que es necesario un proceso de retorno concertado al normal funcionamiento de nuestras instituciones democráticas, sobre la base de un acuerdo nacional inclusivo que garantice la coexistencia política de todos. Tenemos diferentes opiniones acerca de la ruta a seguir, pero coincidimos en que al final del proceso debe haber comicios que renueven los principales cargos de elección popular. La urgencia de dedicarnos tan pronto como sea posible a trabajar en la superación de los problemas económicos y sociales que nos abruman nos prohíbe permanecer de brazos cruzados como espectadores pasivos de un conflicto de poder.

Ciertamente, un proceso de diálogo político nacional debería idealmente incluir a los dos protagonistas de la crisis. Pero de no ser esto posible en lo inmediato, es necesario avanzar incluso sin ellos, congregando a todos los partidarios de una salida pacífica, democrática e inclusiva en una gran fuerza social y de opinión que actúe como un referente de razón ante la perspectiva de la destrucción total del tejido político, económico y social que aún nos une. Quienes desde la comunidad internacional dicen promover sinceramente una superación de la crisis deben repensar su estrategia a la luz del callejón sin salida por el cual ha transitado Venezuela a lo largo de estos tres meses, y deben apoyar decididamente estos esfuerzos nacientes. El tiempo juega en contra de todo el pueblo venezolano.

Temir Porras fue jefe de gabinete de Nicolás Maduro entre 2007 y 2013. Actualmente, es profesor visitante en Sciences Po, en París.

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