Cohabitación incómoda

La tregua pactada en Buenos Aires entre Donald Trump y Xi Jinping llega a su fin. Termine bien o mal, expirado el plazo se abrirá un nuevo tiempo en las relaciones bilaterales. En las últimas semanas, China, con ánimo apaciguador, ha multiplicado los gestos hacia EE UU comprometiéndose no solo a aumentar las importaciones de forma sustancial sino a rebajar aranceles y a aprobar una ley que prohibirá cualquier exigencia de transferencia de tecnología a las empresas extranjeras. Pero esas pequeñas o grandes victorias, según se vea, es probable que no sean ya concesión suficiente. En EE UU, tanto las elites políticas, demócratas y republicanas, como buena parte del mundo de la empresa parecen cada día más comprometidos con la idea de hacer un frente contra China. El discurso del vicepresidente Mike Pence en octubre pasado en el Hudson Institute fue algo más que una declaración de intenciones. China, mucho más que Rusia, es el gran rival y se va a por todas.

En el mejor de los casos, el armisticio aduanero puede convertirse en una paz más o menos definitiva pero el pulso seguirá vigente en las áreas clave. Valgan de muestra los piquetes informativos enviados por Washington a las capitales europeas para frenar la expansión de la tecnología 5G de Huawei, las restricciones a las inversiones chinas en grupos tecnológicos estadounidenses, el freno a los intercambios científicos o las anunciadas limitaciones al acceso de estudiantes chinos a sus universidades. Dicha evolución cohabita aun con otra realidad. Por ejemplo, las exportaciones respectivas han seguido aumentando pese a la elevación de los aranceles aunque las empresas de EE UU (desde Apple a General Motors) han podido apreciar en carne propia los efectos de las tensiones en sus ventas en China. Las filiales norteamericanas en China tienen una cifra de negocios de 345.000 millones de dólares, lo cual equivale a casi el triple de las exportaciones de EE UU a China y suponen del orden de 35 veces las ventas de las filiales chinas en EE UU.

Pekín observa atentamente a Washington asumiendo que el pulso actual puede ir para largo, lo que supondrá dificultades añadidas. Pero parece dispuesta a pagar un relativo precio en tanto en cuanto sea capaz de preservar la estabilidad interna, la auténtica línea roja. No va a renunciar sin más a las “características chinas” de su modelo económico o político ni a la ampliación de su influencia global, una circunstancia que pone nervioso a EE UU, ya que constituye el mayor de los desafíos a su supremacía. Aun así, a Pekín le queda un trecho delicado por recorrer en los próximos 15-30 años y necesita evitar enfrentamientos directos con esos socios occidentales a los que no puede ni quiere renunciar. Esto sugiere que la prudencia debe primar sobre la agresividad. La prioridad de la economía es indiscutible mientras que en otras áreas relacionadas con la seguridad o la defensa se debe rebajar el tono.

¿Crearía esta evolución condiciones para una cohabitación aunque sea a disgusto entre las dos grandes potencias? ¿Abandonará China su idea de acelerar el paso a un orden multipolar para transformar el actual diálogo comercial en otro más amplio que recupere el proyecto de un G2? La coyuntura actual parece poco halagüeña para la defensa de la multipolaridad. Cuenta con Rusia, pero la situación de Europa es la que es. En América Latina (Brasil) y otras partes del mundo, los llamamientos de EE UU a elegir bando pueden extremar las opciones convirtiendo toda invocación de un orden alternativo en una quimera. Incluso el entendimiento con India sobre la base del renacimiento de la civilización oriental como contrapeso del orden liberal occidental parece poco factible.

Xi Jinping sugiere una comunidad de destino compartido: ¿compartir la dirección del mundo? La potencia hegemónica no puede por sí sola. Tampoco China lo podrá hacer por su cuenta. El problema radica en que los valores y estrategias de ambos no siempre se complementan sino que se confrontan y el resurgimiento chino se ha transformado en sinónimo del declive occidental. No hay armonía entre el regreso de China a la centralidad y la hegemonía de la modernidad liberal. China ha seguido su propio camino en su evolución interna y ansía hacer lo propio internacionalmente, sin renunciar a su soberanía. Sus intereses sugieren que hay cosas que deben cambiar en la gestión del orden global conformado atendiendo a la supremacía occidental. Imaginar una China integrada en el sistema internacional sin ajustes de calado equivale a la misma ilusión de esperar un desarrollo liberal en el orden interno.

Yuan Xuetong, decano del Instituto de Relaciones Internacionales de Qinghua, sugiere una fase de contemporización pacífica que mitigue la tensión de la alternancia o aplace la redefinición progresiva del orden global establecido en la posguerra. Mientras los intereses centrales de cada parte se mantengan a buen recaudo, las diferencias podrían ser controlables. ¿Estamos a tiempo?

Xulio Ríos es director del Observatorio de la Política China.

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