Coherencia de la naturaleza

Los cristales de los minerales o los hielos, los virus, los organismos pluricelulares, las plantas con sus sorprendentes simetrías, las conchas marinas, las manchas que se observan en la piel de algunos animales, las espirales de los ciclones, de los discos protoplanetarios y de las galaxias. Estos son algunos de los fenómenos en los que la naturaleza despliega toda una serie de patrones geométricos que parecen omnipresentes: círculos y elipses, esferas, estructuras en estrella, periodicidades, espirales, hélices, etcétera. Pero, paralelamente, desde las estructuras más simples a las más complejas, la naturaleza exhibe, en cada nivel de complicación, organizaciones más ricas en las que surgen nuevas propiedades.

La generación de tales formas, o morfogénesis natural, delata una fascinante coherencia que subyace en todo el cosmos. Se observa así la omnipresencia de algunos parámetros que han adquirido connotaciones un tanto misteriosas. Pensemos por ejemplo en el número áureo, designado habitualmente por la letra griega phi, un número irracional que tiene un valor de 1,618033988… Este número, conocido desde la Antigüedad, representa una proporción que parece determinar muchísimas propiedades observadas en la naturaleza, como las nervaduras de las hojas de algunos árboles o el grosor de sus ramas.

Coherencia de la naturalezaAl construir varios rectángulos con diferentes proporciones entre sus lados y mostrarlos a unos observadores para que elijan el de proporciones más bellas, el 70% de las personas elige el que tiene como razón entre sus lados el número áureo, mientras que tan solo el 30% de personas se divide eligiendo rectángulos diversos, con otras proporciones. Por eso el rectángulo áureo se utiliza como modelo en el diseño y el arte. Desde aplicaciones banales, como la forma de las tarjetas de crédito, hasta las de mayor nivel artístico, como las proporciones del Partenón en Atenas, el número phi aparece por doquier en muchas formas en la pintura, la arquitectura y hasta en la música.

El número áureo tiene propiedades matemáticas y geométricas fascinantes. Es el único número cuyo cuadrado es igual al mismo número más uno. De hecho, todas sus potencias pueden expresarse como una suma de potencias de grados inferiores. La razón áurea está presente en todas las formas geométricas regulares o semirregulares con simetría pentagonal. Es el fundamento de la espectacular simetría del pentagrama, la clásica estrella pentagonal, pues todos los triángulos en que se descompone esta estrella tienen lados en proporción áurea. Gracias a estas propiedades, phi juega un papel fundamental en los sólidos platónicos como el icosaedro y el dodecaedro.

La sucesión de Fibonacci también está íntimamente ligada al número de oro. Esta sucesión ordenada se construye comenzando con los números 1, 1, y, a continuación, sumando dos números sucesivos para formar el siguiente: 1, 1, 2, 3, 5, 8, 13… Si dividimos un número cualquiera de la sucesión por el que le precede obtenemos un número que se aproxima más y más al número áureo según avanzamos en la sucesión. En términos matemáticos, se dice que el límite de la sucesión de estas razones es el número áureo.

La sucesión fue ideada por el matemático Leonardo de Pisa, conocido como Fibonacci, en el siglo XIII para dar solución a un problema de cría de conejos. Sus propiedades, que empezaron a ser descubiertas por el astrónomo Johannes Kepler a finales del XVI, han apasionado a los científicos desde entonces hasta nuestros días. Hoy se reconoce esta serie como subyacente a muchísimos fenómenos naturales como la disposición de los pétalos de algunas flores, la geometría de las piñas, de los girasoles, de las caracolas, de las galaxias, etcétera.

Naturalmente la maravillosa coherencia de la naturaleza radica, en último término, en la universalidad de las leyes de la física. Estas leyes, expresadas en términos matemáticos, originan la ubicuidad del número áureo y de la serie de Fibonacci en tantos fenómenos físicos. Y de las leyes de la física se derivan las leyes de la química y de la biología que, al referirse a sistemas más complicados, muestran un nivel de complejidad creciente, pero dejando traslucir tales propiedades matemáticas.

Como primero demostró el gran Alan Turing, algunas manifestaciones de la morfogénesis tienen un origen químico. Las reacciones entre diferentes sustancias se rigen por leyes como el principio de Le Châtelier que expresa la tendencia de todo sistema químico a tratar de mantener su equilibrio. Gracias a este principio se puede comprender que la variación de las concentraciones de algunas substancias en la piel de algunos animales, como las cebras o los leopardos, conduzca a patrones periódicos en su pigmentación que son hoy conocidos como estructuras de Turing.

La persecución del equilibrio es un factor que determina también la dinámica de poblaciones biológicas en ecología. La teoría del caos determinista describe de manera matemática tal comportamiento dinámico expresando la extrema sensibilidad que puede tener la evolución de un sistema dependiendo de sus condiciones iniciales, es el conocido efecto mariposa. El comportamiento caótico aparece de manera similar en muy diferentes campos, desde la meteorología a la descripción de los sistemas sociales.

Vemos pues como, en cada nivel de complejidad creciente emergen propiedades nuevas, aunque algunos factores persisten de manera coherente. De la célula al ser pluricelular, de este al ser humano y del ser humano a la organización social, se pasa de la vida a la capacidad de pensar y del pensamiento individual al colectivo. Las organizaciones de redes con un objetivo común, como un grupo social, permiten construir y trabajar en una misma dirección, logrando así un nuevo nivel de coherencia, un nivel de organización más alto y complejo en el que vuelven a emerger nuevas propiedades. Desde la capacidad individual de pensar se logra pasar así a la cultura, la ciencia y el derecho. Se constituye una red que se parece a la red neuronal de nuestro cerebro. La organización social es un gran cerebro colectivo de escala planetaria.

Ahora, en este gigantesco cerebro, el ser humano añade nuevos ingredientes: ordenadores que multiplican exponencialmente las posibilidades de comunicación en la red, inteligencia artificial, ingeniería genética que da lugar a nuevas entidades, etcétera. La evolución continúa. Pero, ¿cabe esperar que todos estos ingredientes nuevos conserven la coherencia de la progresión natural?, ¿que se respeten esos patrones omnipresentes que parecen servir de impulso en la construcción de organizaciones progresivamente más complejas? No tenemos respuestas para estas preguntas, pero yo estoy convencido de que, al diseñar robots, técnicas de deep learning o sistemas de inteligencia artificial, el hombre debe mantenerse fiel a esos principios de la naturaleza tan maravillosamente coherente.

Al enfrentarnos con los grandes desafíos de nuestro tiempo, las epidemias, el desastre medioambiental, los desequilibrios entre diferentes grupos sociales a escala planetaria, empleemos todas las herramientas científicas y tecnológicas de que disponemos, pero respetando siempre la sabia coherencia natural. Desconocemos cuál es el objetivo final, si es que lo hay, en ese impulso que surge de las prodigiosas leyes naturales conduciendo de lo simple a lo complejo. Los seguidores de religiones o de diferentes creencias pueden tener fe en que el destino está bien definido por un ser superior. Pero desde el punto de vista racional de la ciencia, no hay razones para pensar que el fin último de la evolución sea la preservación de nuestra civilización, ni siquiera de nuestra especie. Por ello, junto con otros científicos, como el ilustre Joël de Rosnay, creo que debemos trabajar para construir un humanismo que no se desconecte de la naturaleza, que mantenga y desarrolle los valores propios de la humanidad, que -en definitiva– sea más y más humano.

Rafael Bachiller es astrónomo, director del Observatorio Astronómico Nacional (IGN) y autor de El universo improbable.

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