Las Universidades españolas se encuentran en un momento trascendental de su desarrollo al servicio de la sociedad. Por ello, el análisis público de su situación, perspectivas y necesidades debe tratar de resaltar con claridad sus aspectos más sobresalientes en un contexto internacional, para favorecer la toma de posiciones y decisiones. Así, podemos centrar sus desafíos actuales en torno a tres cuestiones, trenzadas entre sí, claves para la necesaria y adecuada gestión del conocimiento: la excelencia internacional, la convergencia educativa europea y el binomio investigación-transferencia.
Primero, examinemos la excelencia internacional. Aunque se habla mucho de los rankings de Universidades, es un debate que tiende a confundir la apariencia con la sustancia, los titulares atractivos con una realidad más compleja. Es cierto que suele haber una correlación entre la competitividad de los países y la presencia de algunas de sus Universidades en los Top 100. Pero no lo identifiquemos, lo sustancial es que los sistemas universitarios cumplan con calidad, excelencia, sus misiones sociales de docencia, investigación y transferencia del conocimiento. Hacen falta para ello Universidades investigadoras (España las tiene en todas las públicas y algunas privadas) y se debe invertir adecuadamente en ellas tras planificar el rol de cada agente social en la gestión del conocimiento. Cuando se logran esos modelos nacionales de calidad, algunas de sus instituciones, óptimas entre las ya muy buenas, aparecen en los rankings, y ello con mayor probabilidad cuanto mayor sea el país, más inversión destine a educación e I+D+i o más atractivo resulte al talento internacional.
Por tanto, la política de Universidades de excelencia internacional no nace para colocar algunas en lo alto del ranking, sino para elevar el umbral de calidad en la Universidad en su conjunto, y en algunos de sus focos con especial intensidad. Europa es consciente de esta relación entre competitividad, modelo universitario y consolidación de focos de excelencia. En 2006, Alemania inició un ambicioso programa de excelencia universitaria con una inversión hasta 2011 de casi 2.000 millones de euros. También en Francia se han tomado en serio las políticas de excelencia, con una financiación muy fuerte.
El Programa de Campus de Excelencia Internacional de España, incluido en la Estrategia Universidad 2015, se encuadra dentro de esta mentalización. Una característica del proyecto español es que, a pesar de los ímprobos esfuerzos del ministro de Educación, de la ministra de Ciencia e Innovación y de sus equipos respectivos, el Gobierno
no acaba de considerarlo como una política prioritaria de Estado, a tenor de su nivel de inversión. Tampoco da la impresión, sinceramente, de que la situación les quite el sueño a las principales fuerzas de la oposición ni a otros agentes sociales. Se quiere la excelencia en el resultado sin la coherencia en la apuesta, aunque debemos reconocer en justicia el compromiso de aquellas Administraciones autonómicas que han aceptado endeudarse para impulsar estos proyectos y las iniciativas que de ellos derivan.
Por tanto, primera conclusión: la búsqueda de la excelencia internacional tiene sentido dentro de una mejora general del modelo universitario europeo y español, y exige financiación adecuada y más compromiso de todos.
Como segundo centro de análisis he mencionado la convergencia educativa europea. La Universidad española ha efectuado en los últimos años un importante esfuerzo de convergencia hacia el modelo del Espacio Europeo de Educación Superior (EEES, o Plan Bolonia). Una nueva pedagogía con protagonismo del estudiante; una nueva estructura de tres ciclos homologable en toda Europa; y una mayor atención a las prácticas laborales y a competencias como el trabajo en equipo y la comunicación, han de favorecer la empleabilidad y movilidad de los titulados, así como la reducción de la indigerible tasa actual de abandono: un 30%. El EEES representa, pues, una gran oportunidad. También aquí hay que anotar un déficit de coherencia: el nuevo modelo es mejor, tiene su agenda marcada para 2020, pero resulta más caro y exigente en participación social, y esto no se ha tenido en la debida consideración ni en lo que se refiere a la necesaria inversión ni en la respuesta deseable al Pacto por la Educación ofrecido por el ministro Gabilondo.
Así alcanzamos la segunda conclusión: la convergencia europea, potenciadora también de la internacionalización y la competitividad, requiere un consenso social y la debida financiación para que rinda los frutos proyectados. Ambos factores necesitan refuerzo en este momento.
Y finalmente, el tercer punto de análisis reside en la investigación y la transferencia del conocimiento, la I+D+i. Lo que más llama la atención aquí es que España es la novena potencia científica mundial, a pesar de que nuestra inversión en este terreno está muy por debajo de otros países, mientras que nuestra posición de competitividad como país se resume diciendo que ahí somos lo que Lituania es en fútbol. Estos datos ilustran dos realidades básicas: una investigación sobresaliente, una innovación ausente.
La eficiencia de nuestros científicos es sobresaliente, pues con muchos menos recursos pueden medirse a colegas mejor financiados. Ahora bien, este modelo de una ciencia infrafinanciada y superproductiva no es sostenible y tiene carencias. Así lo indica el SIR (Ranking Internacional de Instituciones de Investigación) de 2010, que muestra cómo otros están avanzando mucho más deprisa: en un año nuestras instituciones pueden perder hasta 40 posiciones aunque incrementen un 10% su producción científica. Consolidar la novena posición pasa por incrementar el ritmo de producción científica, potenciando las carreras de nuestros jóvenes científicos y atrayendo investigadores sénior y en formación de nivel internacional. Todo lo cual no está ocurriendo en la dimensión necesaria, y menos ocurrirá si se reducen presupuestos de los organismos públicos de investigación, como las Universidades o el CSIC.
Por otro lado, si somos el país noveno en producción científica pero el 42º en competitividad, delante de Barbados, tenemos un gravísimo problema con la innovación, es decir, con la transferencia del conocimiento. Nuestra productividad anda muy lejos de nuestra ciencia. Esto hace que las políticas de I+D+i programadas desde el MICINN sean absolutamente estratégicas ahora mismo para España y debemos invertir en ellas.
Esto nos lleva a la tercera conclusión: necesitamos mantener la apuesta por la sociedad del conocimiento también en ciencia y transferencia, como garantía para una sociedad del bienestar y, sobre todo, una sociedad libre que pueda elegir su estilo de vida. España no será un país realmente autónomo mientras esté tan rezagada en competitividad.
Necesitamos socialmente un cambio hacia una mentalidad innovadora. Necesitamos perseverar en las políticas de convergencia educativa y científico-tecnológica con los países más avanzados. Solo así estaremos entre ellos. ¿Podemos lograrlo? Sí, pero haciendo los deberes todos juntos, con mutua confianza. Para la excelencia, el camino es la coherencia.
Primero, examinemos la excelencia internacional. Aunque se habla mucho de los rankings de Universidades, es un debate que tiende a confundir la apariencia con la sustancia, los titulares atractivos con una realidad más compleja. Es cierto que suele haber una correlación entre la competitividad de los países y la presencia de algunas de sus Universidades en los Top 100. Pero no lo identifiquemos, lo sustancial es que los sistemas universitarios cumplan con calidad, excelencia, sus misiones sociales de docencia, investigación y transferencia del conocimiento. Hacen falta para ello Universidades investigadoras (España las tiene en todas las públicas y algunas privadas) y se debe invertir adecuadamente en ellas tras planificar el rol de cada agente social en la gestión del conocimiento. Cuando se logran esos modelos nacionales de calidad, algunas de sus instituciones, óptimas entre las ya muy buenas, aparecen en los rankings, y ello con mayor probabilidad cuanto mayor sea el país, más inversión destine a educación e I+D+i o más atractivo resulte al talento internacional.
Por tanto, la política de Universidades de excelencia internacional no nace para colocar algunas en lo alto del ranking, sino para elevar el umbral de calidad en la Universidad en su conjunto, y en algunos de sus focos con especial intensidad. Europa es consciente de esta relación entre competitividad, modelo universitario y consolidación de focos de excelencia. En 2006, Alemania inició un ambicioso programa de excelencia universitaria con una inversión hasta 2011 de casi 2.000 millones de euros. También en Francia se han tomado en serio las políticas de excelencia, con una financiación muy fuerte.
El Programa de Campus de Excelencia Internacional de España, incluido en la Estrategia Universidad 2015, se encuadra dentro de esta mentalización. Una característica del proyecto español es que, a pesar de los ímprobos esfuerzos del ministro de Educación, de la ministra de Ciencia e Innovación y de sus equipos respectivos, el Gobierno no acaba de considerarlo como una política prioritaria de Estado, a tenor de su nivel de inversión. Tampoco da la impresión, sinceramente, de que la situación les quite el sueño a las principales fuerzas de la oposición ni a otros agentes sociales. Se quiere la excelencia en el resultado sin la coherencia en la apuesta, aunque debemos reconocer en justicia el compromiso de aquellas Administraciones autonómicas que han aceptado endeudarse para impulsar estos proyectos y las iniciativas que de ellos derivan.
Por tanto, primera conclusión: la búsqueda de la excelencia internacional tiene sentido dentro de una mejora general del modelo universitario europeo y español, y exige financiación adecuada y más compromiso de todos.
Como segundo centro de análisis he mencionado la convergencia educativa europea. La Universidad española ha efectuado en los últimos años un importante esfuerzo de convergencia hacia el modelo del Espacio Europeo de Educación Superior (EEES, o Plan Bolonia). Una nueva pedagogía con protagonismo del estudiante; una nueva estructura de tres ciclos homologable en toda Europa; y una mayor atención a las prácticas laborales y a competencias como el trabajo en equipo y la comunicación, han de favorecer la empleabilidad y movilidad de los titulados, así como la reducción de la indigerible tasa actual de abandono: un 30%. El EEES representa, pues, una gran oportunidad. También aquí hay que anotar un déficit de coherencia: el nuevo modelo es mejor, tiene su agenda marcada para 2020, pero resulta más caro y exigente en participación social, y esto no se ha tenido en la debida consideración ni en lo que se refiere a la necesaria inversión ni en la respuesta deseable al Pacto por la Educación ofrecido por el ministro Gabilondo.
Así alcanzamos la segunda conclusión: la convergencia europea, potenciadora también de la internacionalización y la competitividad, requiere un consenso social y la debida financiación para que rinda los frutos proyectados. Ambos factores necesitan refuerzo en este momento.
Y finalmente, el tercer punto de análisis reside en la investigación y la transferencia del conocimiento, la I+D+i. Lo que más llama la atención aquí es que España es la novena potencia científica mundial, a pesar de que nuestra inversión en este terreno está muy por debajo de otros países, mientras que nuestra posición de competitividad como país se resume diciendo que ahí somos lo que Lituania es en fútbol. Estos datos ilustran dos realidades básicas: una investigación sobresaliente, una innovación ausente.
La eficiencia de nuestros científicos es sobresaliente, pues con muchos menos recursos pueden medirse a colegas mejor financiados. Ahora bien, este modelo de una ciencia infrafinanciada y superproductiva no es sostenible y tiene carencias. Así lo indica el SIR (Ranking Internacional de Instituciones de Investigación) de 2010, que muestra cómo otros están avanzando mucho más deprisa: en un año nuestras instituciones pueden perder hasta 40 posiciones aunque incrementen un 10% su producción científica. Consolidar la novena posición pasa por incrementar el ritmo de producción científica, potenciando las carreras de nuestros jóvenes científicos y atrayendo investigadores sénior y en formación de nivel internacional. Todo lo cual no está ocurriendo en la dimensión necesaria, y menos ocurrirá si se reducen presupuestos de los organismos públicos de investigación, como las Universidades o el CSIC.
Por otro lado, si somos el país noveno en producción científica pero el 42º en competitividad, delante de Barbados, tenemos un gravísimo problema con la innovación, es decir, con la transferencia del conocimiento. Nuestra productividad anda muy lejos de nuestra ciencia. Esto hace que las políticas de I+D+i programadas desde el MICINN sean absolutamente estratégicas ahora mismo para España y debemos invertir en ellas.
Esto nos lleva a la tercera conclusión: necesitamos mantener la apuesta por la sociedad del conocimiento también en ciencia y transferencia, como garantía para una sociedad del bienestar y, sobre todo, una sociedad libre que pueda elegir su estilo de vida. España no será un país realmente autónomo mientras esté tan rezagada en competitividad.
Necesitamos socialmente un cambio hacia una mentalidad innovadora. Necesitamos perseverar en las políticas de convergencia educativa y científico-tecnológica con los países más avanzados. Solo así estaremos entre ellos. ¿Podemos lograrlo? Sí, pero haciendo los deberes todos juntos, con mutua confianza. Para la excelencia, el camino es la coherencia.
Federico Gutiérrez-Solana Salcedo, presidente de la Conferencia de Rectores de las Universidades Españolas (CRUE) y rector de la Universidad de Cantabria.