Cohesión social e ideologías 'demoliberales'

El pasado 6 de noviembre, Financial Times anunciaba la derrota de Trump señalando que «los populistas de todo el mundo han perdido a su líder». Cuatro días después, The New York Times auguraba que el relevo presidencial pudiese precipitar «el declive del populismo» en Occidente. A tenor del estrecho margen de voto en las elecciones de EEUU, tal suerte de cábalas carece de fundamento toda vez que el escrutinio ha constatado la división social prevalente en muchos países. Aun así, el destronamiento de Trump nos recuerda la gran virtud de la democracia: el poder de la mayoría popular para sustituir a su gobernante. La noticia del cambio de tercio en la Casa Blanca se producía apenas unos días después de la última y fallida moción de censura en España (van tres desde 2017), coincidencia sincrónica que alienta a creer en los presagios de The New York Times. Quizá la hecatombe trumpista contribuya a difuminar algunos populismos europeos de corte nacionalista. En España, empero, la fortaleza de la democracia depende, en buena medida, de las derivas del centroderecha en este momento en que tanto el PP como Cs procuran y descartan parejas de baile en la verbena multipartidista de nuestras Cortes.

Cohesión social e ideologías demoliberalesLa novedad de esa moción pareció residir, eminentemente, en la puesta de largo de estrategias electoralistas varias. A Casado se le aplaudió ese enroque largo, escenificación de su desapego a Vox, en pos del centro. Mas esa pulsación centrípeta deja un resabio agrio en la medida en que desatendió la mayor amenaza a nuestra sociedad: el populismo antisistema de barricada, representado en el Parlamento por minorías rapiñadoras. El centro no se alcanza, en danza al son del socialcomunismo, estigmatizando a Vox, sino en la reafirmación contundente de una ideología demoliberal meridiana y persuasiva. Ante el tronar de los populismos y tras la fanfarria de estrategias en la moción, cumple ponderar dos problemas irresueltos: la decadencia política actual y la ideología del centroderecha.

El término decadencia política, acuñado por Samuel Huntington, significa la degradación de la democracia mediante el cercenamiento de libertades y derechos. España ha sufrido esa decadencia, por ejemplo, con el procés culminado en aquel referéndum chapucero, una suerte de golpe de Estado encubierto, según los ha definido Nancy Bermeo en el Journal of Democracy. Fue lo que podemos llamar golpismo desde dentro por perpetrarlo los mismos gobernantes. Sorteado aquel despropósito, España vuelve a presentarse como paradigma de la decadencia política: en The Origins of Political Order, Francis Fukuyama señala como síntomas de ese fenómeno la atrofia de las instituciones y el patrimonialismo, que son prácticas de las que se viene acusando a nuestra clase política. Y explica Fukuyama en Political Order and Political Decay: «Toda democracia liberal precisa de un Estado fuerte, unido y que vele por el cumplimiento de la ley, y de una sociedad fuerte y cohesionada, capaz de pedir cuentas al Estado», definición ésta antitética de la España actual, donde el gobierno depende de diputados anticonstitucionalistas, persiste el desacuerdo entre los grandes partidos, la Justicia parece politizarse y la sociedad se divide merced a filigranas éticas como la desmemoria histórica o el igualitarismo espurio enjaretado por ministras guays.

De seguir por estos derroteros, corremos el riesgo de llegar a lo que se ha llegado en la comunidad autónoma catalana: a un Estado intervencionista e irresponsable consagrado a conculcar las libertades individuales. Y a eso aspiran los populistas antisistema: a establecer un pensamiento y una moral únicos, a corroer libertades esenciales como el derecho a la propiedad y la libertad de pensamiento. Una cosa es proteger las instituciones y redistribuir la riqueza por justicia social; otra, el intervencionismo populista, horro de ética alguna, orquestado como permanente golpismo desde dentro.

En How Democracy Ends, David Runciman advierte de la fragilidad de las democracias y de la posibilidad de un «colapso» democrático como en Venezuela y Rusia. La solución a la decadencia política la perfila Fukuyama en Identity: «La democracia depende del equilibrio de las libertades individuales y de la igualdad política, de un Gobierno que ejerza un poder legítimamente, de la ley y de la responsabilidad política». No se vence a los anticonstitucionalistas arremetiendo contra Vox, sino ofreciendo al votante una ideología moderada y demoliberal, orientada a restaurar esos elementos apuntados por Fukuyama. Escribe Nick Clegg en Politics. Between the Extremes que «el liberalismo es la filosofía de la razón ilustrada […] del empirismo, la razón y la lógica». Mas de nada sirve el método si no exhibimos una ideología de cohesión social, condición de modelos democráticos según advierte Robert Peston en su libro WTF.

Reprobó el Papa a Sánchez que es «muy triste cuando las ideologías se apoderan de la interpretación de una nación», en referencia implícita a toda ideología contraria a la libertad y la igualdad liberales originadas en el cristianismo. Por eso al centroderecha español urge la reafirmación y la modernización de su ideología. Reafirmación en sus principios demoliberales para la defensa del individuo y de derechos elementales como la libertad de pensamiento o la propiedad, hoy víctimas del intervencionismo. Y modernización que continúe la efectuada por el PP en los 90, como partido de todos, comprometido con la cohesión social en esta España rota –o, en expresión de Ortega, aún invertebrada–.

Predicaba el pontífice a Sánchez que «la política es […] caridad». La caridad no consiste apenas en bajar impuestos, sino en enhebrar un programa welfarista racional y convincente para todos los ciudadanos. La política española precisa de caridad ejercida por políticos magnánimos que, como reclamaba Aristóteles en su Ética a Nicómano, posean «grandeza de alma». Los dos grandes modelos recientes de política magnánima los hallamos en Blair y Merkel. La tercera vía de Blair conjugó la socialdemocracia con el mercado libre e ilusionó hasta que torció su signo. Desde la democracia cristiana, Merkel se ha granjeado la confianza de los alemanes salvaguardando las libertades individuales y aplicando una justicia social solidaria y justa éticamente, auxilio de los necesitados y, al tiempo, respetuosa del trabajo y el esfuerzo.

Como ratifican los democristianos alemanes, la política más efectiva es aquella enraizada en las esencias demoliberales de origen cristiano. España necesita una política de la caridad y de la libertad. De caridad porque proteja a los menesterosos y a las minorías. De libertad porque dosifique justamente la intervención del Estado en cuestiones como la Justicia, la educación y la moral, además de dignificar el talento, la iniciativa y el trabajo. Desde el humanismo cristiano y el liberalismo conservador, el PP puede articular esa ideología de la cohesión social. En su centrismo y como miembro del eurogrupo Renovar Europa, Cs puede equilibrar el centroderecha pulsándolo hacia los modelos socioliberales. E instalados en esas posiciones, ambos seguramente atraigan al PSOE hacia coordenadas más centristas, lo cual posibilitaría acuerdos entre estos tres partidos, e incluso futuros gobiernos de Große Koalition, única triaca efectiva contra los populismos apoltronados en Cortes.

Dilucida Runciman en su libro Politics que «el principal peligro para la política actual radica en la apatía de los votantes». Con Cs asentado en el socioliberalismo, al PP es hacedero, ante todo el electorado, reafirmar con contundencia su ideología humanista y de caridad para, de ese modo, abanderar la defensa de las libertades y reinstaurar la cohesión social, de las que tanto precisa España.

J. A. Garrido Ardila es miembro numerario de la Royal Historical Society. Su último libro es Sus nombres son leyenda. Españoles que cambiaron la Historia (Espasa).

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