¿Cohesión territorial?

Por Enrique Portocarrero, director del Círculo de Empresarios Vascos (ABC, 04/11/05):

Es verdad que el actual debate territorial y las tensiones inherentes a las reformas estatutarias están ocasionando, con toda seguridad, una cierta sensación de zozobra en ese espacio común de entendimiento constitucional sobre el que se asentó desde la transición democrática nuestro modelo de convivencia. Pero es una sensación de zozobra, mucho me temo, que no se origina exclusivamente por la intención disgregadora de algunos nacionalismos extremos, sino también por una cierta incapacidad a la hora de ir más allá de una formulación teórica de lo que debe ser la cohesión territorial de la España plural. En otras palabras, junto a esa ya vieja tendencia de algunos nacionalismos a rechazar y romper deliberadamente los beneficiosos lazos de un proyecto común de convivencia asentado en nuestra Carta Magna, también existe la respuesta de un centralismo extremo que pretende asimilar unidad a uniformidad, defendiendo una noción de España donde no se entienden del todo ni los legítimos anhelos de mayor autogobierno ni una noción de pluralidad que es fundamental para lograr la cohesión.

Algo bien evidente en el terreno económico y empresarial, donde por un lado se atiza por igual el fuego del encono interregional y el infierno de las asimetrías insolidarias en el modelo de financiación autonómica, mientras por otro se impide una más efectiva descentralización económica, esgrimiendo para ello el miedo a la ruptura de la unidad de mercado. De esto último también da testimonio el imparable proceso de centralización económica y de concentración del poder de decisión empresarial registrado en España durante los tres últimos lustros, cuyo origen no sólo es atribuible a las decisiones neutrales de las propias empresas o a los efectos de la globalización, sino igualmente a decisiones políticas que en muchas ocasiones obedecen a puros intereses electorales del corto plazo.

Así, y aun a riesgo de que uno pueda ser acusado de «liquidacionista constitucional» o de fervoroso partidario del localismo empresarial, lo cierto es que no se puede por menos que criticar el hecho de que en las últimas tres legislaturas las decisiones estatales hayan favorecido un notable proceso de centralización, tal y como se demuestra por la deslocalización del poder de decisión de muchas empresas o, incluso, por la realidad de que todos los más recientes organismos de regulación pública surgidos del proceso de liberalización de los mercados hayan sido instalados en Madrid (Comisión Nacional del Mercado de Valores, Comisión de la Energía, Tribunal de Defensa de la Competencia, etc...), lo cual no está en sintonía ni con la visión constitucional de una España cohesionada territorialmente en lo económico ni con la práctica de una Unión Europea en la que es frecuente la descentralización de los órganos regulatorios en sus estados miembros. Obviamente, tampoco es admisible que la simple necesidad de apuntalar una cierta matemática parlamentaria determine el traslado de una importante institución regulatoria. Y mucho menos, como en el caso del traslado a Barcelona de la Comisión Nacional del Mercado de las Telecomunicaciones, anunciándose sin una ley previa, sin un estudio previo sobre el impacto en la estructura industrial del sector y sin una lógica descentralizadora que responda a intereses más generales. Por contra, no deja de resultar curioso que se siga aludiendo a una defensa de la unidad de mercado, cuando de lo que se trata es de sostener un centralismo uniformizador que aglutina los centros de decisión empresarial en torno al poder político del Estado, ocasionando con ello numerosos desequilibrios económicos y territoriales.

Igualmente desafortunadas en cuanto a su efecto en la debida cohesión territorial de España han sido algunas de las políticas de infraestructuras de transporte y comunicaciones seguidas en las últimas décadas. Unas políticas que no han tenido por lo general un oriente de vertebración global en base a criterios de radialidad, sino que más bien han obedecido a pactos y compromisos políticos para lograr estabilidades parlamentarias o réditos electorales. De tal forma, ni se ha logrado una distribución territorial armónica y equilibrada de las grandes inversiones en infraestructuras de transportes y comunicaciones ni tampoco se ha seguido un criterio de racionalidad económica que hubiera impulsado aún más nuestro crecimiento y nuestra competitividad. Además, al beneficiar estas políticas a unas ciudades y regiones en detrimento de otras, se han dado argumentos a los que fomentan el victimismo e impulsan los enconos interregionales.

No debe extrañar, pues, que estos desequilibrios territoriales que acentúan esa falta de pluralidad económica siempre esencial en la necesaria cohesión del conjunto de España se conviertan, a la postre, en piedras arrojadizas contra un concepto multipolar y diverso que tiene su fundamento en la Constitución. Afortunadamente, es muy improbable que la estridencia del debate y la incidencia de algunos extremismos acaben transformando esa fisonomía sociológica de la España contemporánea, en la que se reflejan la moderación, el deseo de lograr consensos básicos y el respeto por los valores supremos consagrados en nuestra Carta Magna.

Sin embargo, la necesidad de lograr una mejor convivencia civil en la estructura de un Estado moderno parece aconsejar con urgencia una nueva mirada a ese vital componente económico de la pluralidad española, tras el que se explica buena parte de las tensiones, los problemas y los conflictos históricos. Una pluralidad y una cohesión que demandan también la vertebración económica equilibrada y racional del territorio, sobre la base tanto de una corresponsabilidad fiscal de las comunidades autónomas como de la creación de un modelo descentralizado en el que se posibiliten con mayor eficiencia el dinamismo empresarial, la capacidad de innovación y el crecimiento conjunto de nuestra economía. Un modelo, en fin, sobre el que sea posible articular con eficiencia y estabilidad un conjunto de modos de vivir y pensar, capaces de cooperar y competir entre sí.