Colegio de Médicos: ‘¡mea culpa!’

Sorprende que en tiempos como los que vivimos, en los que el dinero no llega para nada, en los que en la confidencialidad de la consulta cada vez más pacientes expresan sus dificultades para llegar a fin de mes, haya instituciones a las que les sucede todo lo contrario: llevan años incurriendo en dispendios pasmosos para liquidar su holgadísimo presupuesto. Viven de la canonjía que supone la concesión de un estanco. Esta denominación, que ya solo recibe la tienda que vende tabaco, sellos y papel timbrado, es la que se ha dado, desde hace siglos, a los monopolios concedidos por el poder político en España a instituciones o individuos para que se financien. Los así bendecidos, a diferencia del resto de los actores que operan en el mercado, no tienen que soportar los rigores que impone la competencia. El presidente Zapatero acabó con el estanco del que disfrutaban las cámaras de comercio y, felizmente, las empresas ya no están obligadas a pagarles una cuota. Pero este no es el caso de los colegios de médicos o de otras profesiones. Forzados por la ley, los galenos tienen que satisfacer una cantidad anual que supera los 300 euros. Es fácil de entender que los establecimientos que hacen caja de manera coactiva —sin el esfuerzo que debe preceder a todo ingreso— incurran en ineficiencias, acaben enredados en asuntos ajenos a su misión, den un escaso y gravoso servicio a quienes los sufragan y practiquen un corporativismo que, curiosamente, desampara a los que dicen proteger cuando de verdad lo necesitan.

Esta forma de funcionar convierte en norma el desapego y desentendimiento de los colegiados. Sirva de ejemplo el hecho de que en las últimas elecciones, celebradas hace un año, la nueva presidenta del Colegio de Madrid fue elegida con 1.400 votos (cuando el total de colegiados ronda los 40.000). Lo que pone, a su vez, de manifiesto el círculo vicioso en el que está atrapado la institución: como los profesionales no obtienen nada valioso a cambio de su dinero (money for value), se resignan a esta realidad y se despreocupan de todo lo relacionado con él. Esto permite a la junta directiva convertir la rendición de cuentas en un mero trámite (porque a casi nadie le interesa), derrochar su presupuesto en disponer de una burocracia compuesta por medio centenar de personas, que en 2012 supuso casi tres millones de euros, y disfrutar de una sede —que consume un millón de euros al año— cuya principal función es el cultivo de las apariencias. Así, de los 7,2 millones de euros que ingresa cada año del bolsillo de los médicos, dedica a su edificio (personal incluido) unos cuatro millones de euros. Por no cansar con más números, renuncio a entrar en otros capítulos contables o en los gastos de representación, que no se reflejan en las memorias anuales.

Las estupefacientes cuotas cautivas que recauda, la falta de programa de gobierno de sus cargos electos (desde hace décadas) y el afán por saldar unos ingresos anuales, superiores a lo que precisa para atender sus verdaderos fines, parece que han convertido a la institución en la víctima ideal de los agentes más venales. Así lo ponía de manifiesto hace un año, con motivo de las elecciones, este diario al hacerse eco de las manifestaciones de un candidato que exigía “liberar al colegio de empresas ajenas” y de las de otro que acusó directamente a una correduría. En fechas recientes, la presidenta ha confesado estar recibiendo “brutales presiones” de algunos proveedores. Este lío, que no pinta bien, ha llevado a la junta directiva a proponer a la carrera unos nuevos estatutos.

Esta iniciativa, sin duda, podía haber servido para darle al Colegio un nuevo aire, dotarlo de una misión y consagrar la participación, la transparencia y la independencia de sus órganos de gobierno. Pero lejos de hacerse una propuesta en esta dirección, lo que ha presentado es un texto lampedusiano que —de entrada— se empeña en mantener la denominación de Ilustre Colegio Oficial de Médicos y el trato de ilustrísimo para su presidente. Obvia clarificar que el fin primordial de la institución no es otro que velar porque los colegiados actúen de acuerdo con los conocimientos y procedimientos científicos que gobiernan la práctica clínica actual y observen los principios de la bioética, pues el ingreso de un médico en el Colegio lo primero que debería suponer es una grave responsabilidad. La propuesta abunda en la mediocridad y la endogamia que desacreditan a tantas instituciones, ya que exige para presentarse a presidente 10 años de antigüedad en el Colegio (¡no vaya a ser que venga un forastero y nos quite el puesto!). Favorece las redes clientelares, al reservarse la junta la elección final de los miembros del comité deontológico y el nombramiento de su presidente; a la par que da continuidad a un alambicado sistema para la elección de los compromisarios, en vez de proponer su nombramiento mediante el sufragio de todos los colegiados. Propone normas que son un trágala, pues la junta —recuérdese que se ha constituido como tal con 1.400 votos— pretende que solo un mínimo del 25% del censo colegial (10.000 colegiados) pueda presentar una modificación de los estatutos, etcétera.

La junta directiva tiene que actuar con más ambición y sentido democrático, si quiere hacer del Colegio una institución socialmente útil. Es terrible que todos los años dilapide millones de euros por su desorientación y desgobierno, pero peor aún es que los colegiados lo consientan. Nunca fui a votar: ¡mea culpa!

José Luis Puerta es médico y fue secretario general del Consejo Asesor de la ministra de Sanidad (2002- 2005).

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