Collioure-Portbou

Este febrero solo la tramontana que sacudía Collioure daba una remota idea de aquel invierno especialmente frío de hace 80 años, cuando el jefe de la estación vio bajar del tren a un Antonio Machado ligero de equipaje. Su último y diáfano verso, una hermosa despedida escrita a la vida (“estos días azules y este sol de la infancia”), se encontró en un bolsillo de su gabán, con el que atravesó los Pirineos nevados, como otros cientos de miles de españoles durante la Retirada, tras la caída de Barcelona. Da la impresión de que todo en este pueblo costero —piedra, mar, árbol— arropa la tumba del escritor, cubierta con flores, poemas y velas con motivo del aniversario de su muerte. En la lápida desentona ahora una reciente placa-adefesio que, con falta de humildad y de buen gusto, se ha colocado a la altura de la efigie de Machado, que mira para el otro lado. La firma el Gobierno de España, el mismo que parece excusarse por décadas de indiferencia. El abandonado hotel Bougnol-Quintana, una de cuyas habitaciones acogió la tristeza y la muerte de Machado, se erige, a su vez, como un irónico monumento a nuestros Gobiernos anteriores, incapaces de abrir puertas y ventanas para ventilar las estancias con aire fresco.

En La destrucción de la memoria, Robert Bevan (La Caja Books) apunta que la arquitectura genera significado por su función cotidiana, por su presencia en el paisaje, por su diseño o como mero contenedor de historia y memoria. A 18 kilómetros de Collioure, en el municipio de Elna, se levanta un palacete de tres plantas, coronado por una cúpula acristalada, entre huertos y un pequeño bosque, hoy reconvertido en museo. En 1939, una joven maestra suiza, desplazada allí para socorrer a los refugiados, vio en esa estructura abandonada el lugar ideal donde acondicionar una maternidad, destinada a las mujeres embarazadas que malvivían en los insalubres campos de internamiento del sur de Francia, especialmente el de la cercana playa de Argelès-sur-Mer, en cuya inhóspita arena muy pocos niños sobrevivían. Con ayuda de su país y donaciones particulares, Elisabeth Eidenbenz creó un espacio de dignidad y resistencia para las mujeres, cuidadas con mimo antes y después de dar a luz. Las fotografías que ella misma tomó dejaron constancia del pequeño milagro y de la celebración de la vida que ocurrió entre esas paredes, acorraladas por el hambre, la ruina moral y la muerte. En la sala de partos, entre diciembre de 1939 y abril de 1944, nacieron casi 600 niños, hijos de refugiadas de la Guerra Civil y de judías que escapaban del terror nazi. En aquel solidario y efímero reino de mujeres no se hacía distinción entre sus ocupantes, sin importar su religión, nacionalidad o clase.

El siglo pasado vio nacer el fotoperiodismo. Las imágenes que tomó el fotorreportero Paul Senn, una suerte de Robert Cappa suizo que se dirigió a la frontera francesa para testimoniar el éxodo español, se exponen ahora en el memorial del campo de Rivesaltes, inaugurado hace algo más de tres años. Entre sus retratados figuran algunos de los miles de españoles que fueron a parar a ese campo, compuesto de barracones precarios, algunos de los cuales aún se tienen en pie. En las fotografías de Senn vemos a mujeres y niños envueltos en mantas, que deambulan como fantasmas en tierra de nadie, y casi se puede sentir la miseria, el frío y el aliento de la muerte. Convertido por momentos en una Babel de hasta 16 nacionalidades, el campo funcionó durante varias décadas como sumidero de “elementos indeseables”, ya fueran republicanos españoles o argelinos harkis. Al ver las miradas desoladas de los protagonistas de las fotografías de Senn, recuerdo un breve ensayo incluido en La revolución interior (Errata Naturae), en que Lev Tolstói se pregunta para qué recordar el pasado e importunar a la gente con él. El novelista ruso concluye que los horrores del pasado, tan evidentes hoy en su absurda y monstruosa crueldad para nosotros, perviven en el presente con nuevas formas y nombres, no menos absurdos, no menos monstruosos. Como afirmaba Susan Sontag, hay que permitir que las imágenes atroces nos persigan, porque nos dicen: esto es lo que los seres humanos se atreven a hacer, convencidos de que están en lo justo.

Walter Benjamin hizo el trayecto en sentido contrario al de Machado un año y medio más tarde. Lo interceptó la policía española cuando quería alcanzar Lisboa para poner rumbo a América y, como a Machado, la desesperación lo consumió en una habitación de hotel. En el memorial dedicado al filósofo alemán en Portbou están grabadas unas palabras suyas: “Es una tarea más ardua honrar la memoria de los seres anónimos que la de las personas célebres”. Consta de un estrecho pasadizo-escalera de hierro que va a morir al mar. En los últimos peldaños se yergue un cristal, detrás del cual queda atrapado el visitante, metáfora de la imposibilidad de paso. Inevitable no trasladarse a septiembre de 1940 y no sentirse por unos instantes como Benjamin, una figura huérfana, suspendida sobre las aguas turbulentas de la Historia.

Marta Rebón es traductora y escritora.

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