Colombia anhela la paz

A final de octubre pasé una semana intensa e inolvidable en Bogotá y Cali compartiendo con colegas de la Universidad Javeriana cómo ven la realidad de su país y qué cabe esperar ahora del acuerdo de paz las FARC-EP. Para mí fue un verdadero privilegio sentir tan vivo el compromiso con su sociedad de expertos juristas, economistas, politólogos, médicos, sociólogos, psicólogos, filósofos, educadores o teólogos… Todos con un deseo sincero de comunicar conocimientos y sentimientos. A pesar del resultado del plebiscito del 2 de octubre y la enorme abstención, hay mucha vitalidad cívica a favor del bien común y una aspiración imparable hacia un futuro en paz y justicia. Todos me comunicaron su sentir de que el proceso no tiene marcha atrás y su convicción de que son mejorables muchos de los problemas asociados a la justicia transicional, sin despreciar la base política acordada en La Habana. (Ya conocemos el nuevo texto con sus abundantes modificaciones.) Es iluso esperar una justicia «perfecta» que desenrede una situación excepcional tan prolongada –más de 50 años– y mortífera –más de 200.000 muertos y millones de desplazados–. Claro que se entienden los escrúpulos ante la amnistía, los indultos o las ventajas socioeconómicas para reiniciar una vida civil sin armas a favor de los victimarios, pero ojalá las dificultades no malogren una decisión tan trascendental.

Un eminente científico me decía que al día siguiente del plebiscito se sentía perdido y confuso, pero que esos sentimientos habían dado paso a un impulso renovado por terminar con esa violencia armada que los colombianos sufren desde hace varias décadas jalonadas de ensayos de paz fallidos. Hay un gran reto en hacer del posconflicto un propósito nacional que convoque a todos por encima de diferencias ideológicas, intereses económicos o filosofías de la vida. Un proyecto que sin duda habrá de ser liderado por el Estado (no es de un determinado gobierno) involucrando al conjunto de las diversas organizaciones de la sociedad civil (confesiones religiosas, empresas, universidades, gremios, sindicatos…) para que pongan su empeño, creatividad y recursos al servicio de la generación de empleo productivo y de oportunidades educativas de calidad, para que acometan las carencias de infraestructuras y de convivencia que han determinado el subdesarrollo y el bajo nivel formativo de muchos colombianos. Colombia es un país muy rico y tiene una sociedad civil activa, pero su desigualdad está entre las mayores del mundo. El coeficiente Gini que mide el grado de desigualdad en una escala del Oa 1, siendo 1 la desigualdad extrema, alcanzó en 2013 el 0,54, mientras que, por ejemplo, en México fue del 0,40. La Cepal señala que es el país de la región que, entre 1993 y 2014, concentra una mayor parte del ingreso en el 1 por ciento más rico de la población. Además los desequilibrios dentro del país son abismales: si el ingreso medio por habitante es de unos 7.800 dólares, ciudades como Buenaventura o Tumaco apenas llegan a 440. Estudios serios como el del Cinep, Poder y Violencia en Colombia (2014), señalan como elementos estructurales del conflicto armado los siguientes: 1) La configuración social de las regiones, su población y cohesión interna, unidas a un problema agrario nunca resuelto; 2) La integración territorial y política de las regiones y sus pobladores mediante el sistema político bipartidista; 3) Las tensiones y contradicciones sociales derivadas de los procesos anteriores, ante los cuales los poderes públicos se muestran impotentes. Esos factores estructurales interactúan con los subjetivos (no menos determinantes) de las interpretaciones y valoraciones que los sujetos y los grupos sociales hacen de las tensiones mencionadas, y que remiten a sus hábitos de pensamiento, cosmovisiones e ideologías. Unos y otros factores han de ser tenidos en cuenta si queremos disponer de un marco de comprensión adecuado.

En tal sentido, he percibido la firme convicción de que la negociación con los actores armados, aunque fuera refrendada mayoritariamente por el pueblo, será papel mojado si no se acometen las reformas necesarias en la tenencia y distribución de la tierra, el sistema tributario, el altísimo grado de informalidad en el empleo, la corrupción endémica que desangra al país y de la que todo el mundo habla, o el narcotráfico. Subyacen en el conflicto muy graves situaciones que le proporcionan caldo de cultivo y continuarán vivas y actuantes muchos años después de que se pueda parar la guerra (condición necesaria pero no suficiente de la paz justa con un desarrollo sostenible). Pero, como me dijo el decano de Derecho de la Javeriana, decidido defensor del Acuerdo, ninguna de esas situaciones debería utilizarse para justificar la violencia sufrida por las víctimas, siempre inocentes, o para negarles su voz propia o relegarlas al olvido. La «reconciliación discernida» pasa por el reconocimiento de las víctimas que tienen la llave de «la posible integración de la parte violenta en la futura comunidad política». Sobre esa base de justicia restaurativa habrá de establecerse el conjunto de las relaciones justas.

Al final aparece como condición esencial del proceso hacia la paz auténtica –la que va de los papeles y discursos a la vida real (lo radical, diría Ortega)– que los ciudadanos de a pie se apropien del sentido y las exigencias de una negociación política orientada a crear espacios para la reconstrucción económica, política y moral de la nación. Y eso es lo que, paradójicamente, el voto negativo podría haber espoleado. Podría haber activado la conciencia tanto de los que votaron «sí» (muchos con importantes dudas) como de los que votaron «no» (ni mucho menos todos siguiendo las consignas de Uribe). Y también la conciencia de los que se abstuvieron, como si el conflicto no fuese con ellos; por ejemplo, de la cantidad de jóvenes que no fueron a votar, como ocurrió con el Brexit. ¡Feliz resultado del plebiscito si da un nuevo empujón hacia el bien! La esperanza de que eso pase la he recibido de casi todos con los que me he relacionado en estos inolvidables días en ese país hermano.

Sé que ante esta humilde reflexión no faltarán los escépticos que me recuerden –no sin razón– la complejidad y las deficiencias de la justicia transicional, pero yo ya les contesto desde ahora mismo que necesitamos creer en las posibilidades de abrir un futuro mejor para todos en una sociedad reconciliada que afronte las causas de la iniquidad y la pobreza. No tenemos derecho a matar la esperanza, lo más valioso y genuino que tenemos los humanos, que siendo don de Dios engendra tareas y responsabilidad.

Me contó mi buen amigo el rector de la Javeriana que el 27 de septiembre en la iglesia de san Pedro Claver de Cartagena de Indias, en una celebración previa a la firma del Acuerdo, escuchar «bienaventurados los que trabajan por la paz» al lado de la tumba del jesuita español «esclavo de los negros» hacía imposible contener las lágrimas. Ante las malas noticias que llegan de unos y otros lugares, el mundo necesita que este país de 48 millones de habitantes que lleva el nombre de Colón sea capaz de alcanzar paz con justicia y desarrollo, y lo vamos a conseguir.

Julio L. Martínez, rector de la Universidad Pontificia-Comillas Icai-Icade.

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